El “cerebro global”

Cuando el pasado siglo XX tocaba a su fin, a medida que el tejido de Internet se extendía alrededor del planeta hasta colarse en nuestro hogares con la intención de quedarse, empezó a resonar una idea que, aunque nueva para el ciudadano de a pie, constituye uno de los ejemplos más fascinantes de la simbiosis entre el planeta que habitamos, el ser humano y las máquinas de nuestra creación. Bienvenidos al «cerebro global».

Una definición facilita

Aunque, como veremos, el concepto conlleva ciertas complejidades, como punto de partida, y para entendernos, podemos empezar diciendo que, actualmente, cuando hablamos de «cerebro global» nos estamos refiriendo a la red de ámbito planetario formada por las personas y las tecnologías de comunicación y difusión de información –teléfono, radio, televisión, satélites… –, lo que incluye, por supuesto, a las computadoras –nuestros ordenadores– y a Internet.

Como sabemos, nuestro cerebro es un gran procesador de datos, de información: nuestros sentidos recogen los datos, las sensaciones, y los transmiten al cerebro en forma de impulsos eléctricos. Y nuestros medios de comunicación se basan, precisamente, en la transmisión de impulsos eléctricos conteniendo información, por lo que ya tenemos ahí un parecido evidente. Pero, además, desde que Santiago Ramón y Cajal desarrollara la «doctrina de la neurona» en sus investigaciones sobre las estructura cerebrales, cuando decimos «cerebro» estamos haciendo referencia a un órgano que se compone de muchos organismos más pequeños (las neuronas) conectados entre sí para dar lugar a alguna forma de inteligencia. Teniendo en cuenta que ese mismo modelo de conectividad influiría también posteriormente en el diseño de las computadoras y de los programas que las hacen funcionar, no resulta extraña en absoluto la analogía de nuestras redes de comunicaciones con un cerebro en el que los individuos y sus computadoras harían el papel de neuronas.

Sin embargo, cuando el escritor Peter Russell acuñó la expresión «cerebro global» en su libro The Global Brainen 1983, la idea iba más allá de la simple comparación entre las conexiones de un cerebro y nuestras redes de comunicaciones, pues consideraba el «cerebro global» como el sistema nervioso, la «mente» de un extraordinario «ser planetario»…

Desde luego, idea tan sugerente no pasaría desapercibida para los géneros de la ciencia-ficción y de la especulación científica del siglo XX: el enciclopédico «cerebro mundial» imaginado por H. G. Wells; o la «supermente» del planeta Gaia descrito por Asimov en su Saga de la Fundación; o el «colectivo Borg», humanoides bio-cibernéticos regidos por la mente colectiva de la colmena dentro del universo Star Trek… Ideas de superorganismos pensantes, mezcla de vida orgánica y tecnología… Pero, claro, si uno no es aficionado a ese tipo de géneros, es muy probable que todo esto le suene a delirio y se le escapen muchos conceptos de los que acabo de emplear en este último párrafo. Así que, si son tan amables, les ruego que me acompañen…

Haciendo memoria

Por descabellada que puedan parecernos inicialmente tales ocurrencias, lo cierto es que considerar al planeta en el que habitamos como una fabulosa entidad con voluntad propia es una visión casi tan vieja como el propiohomo sapiens. Desde las épocas más remotas, toda cultura ha representado de una forma u otra la idea de la «Madre Tierra» o la «Madre Naturaleza», ocupando siempre un lugar principal entre los dioses de sus respectivos panteones mitológicos.

Mucho ha llovido desde aquellos tiempos, claro está, y, como sucede y ha sucedido en innumerables ocasiones con todo tipo de ideas y creencias a lo largo de la historia conocida, las concepciones modernas que contemplan nuestro planeta como un todo complejo similar a un organismo vivo son, como ahora apuntaremos, el resultado de la confluencia de los devaneos y la paciente labor de un buen número de pensadores y de no menos disciplinas científicas.

Para hacernos una idea, allá por el siglo IV a. C., tanto en Occidente como en Oriente, había ya filósofos y estudiosos que planteaban hipótesis al respecto de lo más atrevidas. Entre unos y otros, nuestros siempre sorprendentes antepasados abonaron el terreno con toda una serie de ideas que con el paso del tiempo habrían de adquirir una relevancia sobresaliente: que el origen de los seres vivos no dependiera de órdenes sobrenaturales, para empezar; o la posibilidad de que los animales terrestres se hubieran generado a partir de animales que antes vivían en el agua, empezando así a establecer ciertos «parentescos», ciertas relaciones entre los distintos seres vivos que permitían ordenarlos en función de la complejidad de sus estructuras y funciones, describiendo a los más complejos como «organismos superiores»; o concebir los cielos, la naturaleza y los seres humanos como conjunto, dentro de una misma «esfera» en permanente cambio… Sobre aquel suelo fértil, y más de una veintena de siglos después, habría de germinar la semilla de una idea que cambiaría nuestra concepción del universo entero: la idea de «evolución».

Desde la publicación del libro El origen de las especies, de Charles Darwin, entrada ya la segunda mitad del siglo XIX, la onda expansiva del impacto del concepto de «evolución» afectaría a la práctica totalidad del pensamiento científico.

La idea de que los seres vivos evolucionan a partir de formas de vida más sencillas a otras más complejas, siempre obligadas a adaptarse a las circunstancias, significaba, entre otras cosas, una estrecha relación entre los propios organismos vivos y sus comportamientos en los entornos que les tocara vivir. Así que no es de extrañar que poco después, entre finales del siglo XIX y principios del XX, desde la sociología se pusieran ya sobre la mesa conceptos como el de «evolución súper orgánica» y el de «organismo social», en los que se contemplaba a los sistemas sociales y a la conducta social de los animales –humanos incluidos, claro– como estructuras más complejas, como «organismos superiores» sujetos a los devenires de la evolución y la selección natural. Posteriores estudios sobre el comportamiento «social» entre ciertos insectos «de colmena» –como las abejas y las hormigas–, acabarían dando lugar al concepto de «superorganismo«, o sea, un organismo compuesto de organismos que actúan de forma conjunta por el «bien del colectivo», por así decirlo.

También por entonces, desde la geología, se acuñaría el término «biosfera» (o «esfera de la vida») para referirse al sistema complejo formado por todos los seres vivos y sus entornos vitales –sean terrestres (litosfera), acuáticos (hidrosfera) o aéreos (atmósfera)– así como la relación y la interacción entre ellos; un conjunto considerado como un gran ser vivo, resultado de un largo proceso evolutivo de millones de años y sujeto, cómo no, a las leyes evolutivas.

Llegados a ese punto, se contaba ya con los elementos suficientes para añadir un siguiente eslabón. Y sería el físico y matemático Vladimir Ivanovich Vernadsky el que lo forjaría con su teoría de la «noosfera«, que, en pocas palabras, venía a sumar otro par de «esferas» al proceso evolutivo de la Tierra: a partir de la masa solida del planeta se generaría su «esfera de vapores» (atmósfera), lo cual proporcionaría las condiciones necesarias para la aparición de la «esfera de la vida» (biosfera), donde evolucionaría el ser humano, que con su capacidad para modificar su entorno y con su intelecto daría lugar a la «esfera técnica» (tecnosfera) y a la «esfera de la inteligencia» (noosfera).

Los estudios y planteamientos de Vernadsky habrían de influir en el trabajo de científicos y pensadores que le siguieron, cómo no. Así, el concepto de noosfera serviría de inspiración al filósofo, geólogo y paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin, quien interpretaría la «esfera de la inteligencia» como una especie de «conciencia universal» –heredera de aquella «inteligencia colectiva» de los «superorganismos»– que él mismo describiría como «[…] una colectividad armonizada de conciencias, que equivale a una especie de superconciencia. […] La pluralidad de las reflexiones individuales agrupándose y reforzándose en el acto de una sola reflexión unánime […]»

Los trabajos de Vernadsky contribuirían también a la formulación de la Hipótesis de Gaia –bautizada así en honor a la diosa griega primordial Gea, o Gaya, que representaba a la Tierra, precisamente–, un paso más en la definición de la biosfera, de la Tierra como un único sistema complejo formado por todo lo vivo y sus entornos, pero además con capacidad de autoregularse para mantener las condiciones de vida en el planeta.

Así, visto lo visto, puede que, después de todo, aquellas ideas expuestas al principio de este escrito no fueran tan descabelladas…

Recapitulando

Como habrán podido apreciar, algunas de las ideas que acabamos de recorrer de forma tan rápida y necesariamente breve, no pueden ser consideradas otra cosa que lo que son: hipótesis y modelos teóricos formulados a medida que avanzamos en el largo y sinuoso camino del conocimiento científico. Con todo, no podemos negar a día de hoy que con la invención de las computadoras y su interconexión formando Internet, considerar la red global de comunicaciones como el sistema nervioso, como el «cerebro» de un «ser planetario» es una idea que adquiere cada vez mayor consistencia. De momento, y gracias a la digitalización de información, ese joven cerebro cumple funciones de almacenamiento y transporte de la información a lo largo de su cada vez más tupida red de conexiones. También es un hecho que nuestros esfuerzos en investigación y desarrollo tanto de nuevas y más potentes computadoras como de los programas que las hacen funcionar están orientados a obtener formas de comportamiento «inteligente» de nuestras máquinas: no sólo queremos que almacenen y sirvan de mero transporte de información, queremos que relacionen, evalúen, discriminen la información que manejan; queremos, en definitiva, que «piensen». Y a medida que las redes de computadoras se extienden y se vuelven más inteligentes, se materializa la posibilidad de un «cerebro global», de un «supercerebro» que pudiera mostrar capacidades fuera del alcance de los individuos que lo componen. Después de todo, si aceptamos que nuestro propio cerebro hace lo que hace debido a la complejidad alcanzada a lo largo de su evolución, tampoco es tan disparatado que el «superoganismo» Tierra, a base de evolucionar, pudiera desarrollar aptitudes equiparables a alguna forma de inteligencia. O tal vez la evolución derive en otra dirección y acabe incrementando las capacidades de los individuos, de las «neuronas» de ese «supercerebro», dando lugar a otro paso evolutivo de la especie humana. Quién sabe…

Sea como fuere, mientras discutimos la posibilidad de emergencia de un «supercerebro» o de una «inteligencia colectiva», nuestro incipiente «cerebro global» nos presenta ya desafíos innegables. Ciertamente, su comportamiento aún es torpe, como el de un niño recién nacido, y mucho queda hasta que el tejido de ese inmenso cerebro alcance al mayor número posible de individuos de la especie humana y la conexión a esa gran red neuronal sea algo tan natural como la de nuestros propios cerebros. Puede que aún no «piense», pero su capacidad para modificar e inducir comportamientos a nivel colectivo es incontestable: en menos de medio siglo ha modificado nuestros sistemas de producción, el comercio, nuestras formas de relacionarnos tanto entre individuos como con nuestros entornos biológicos y sociales, difuminando fronteras, sumergiéndonos en un ágora de proporciones planetarias en el que el intercambio de información contribuye a una visión del mundo y de nosotros mismos más amplia, más compleja, más… «global» que nos obliga a replantear viejos conceptos y a definir otros nuevos. Retos estimulantes y más que suficientes mientras esperamos lo que tenga que venir…

Un texto de Ángel F. Bueno – Miembro fundador de la publicación de divulgación popular «Satélite»

Para que os inspiréis musical y mentalmente os dejamos este tema: «Ágora Total» del grupo CYBORGS. Ágora Total está inspirado en el concepto de «Cerebro global» del artículo.

Ágora Total:  http://cyborgs.eu/agora_total.html

 

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