1. La analogía y los niveles fundamentales de la experiencia.
Uno de los instrumentos más importantes del conocimiento humano es la analogía. Amplía enormemente nuestras capacidades y da una increible plasticidad a nuestra inteligencia. Se utiliza espontáneamente en todos los ámbitos del conocimiento. Tendemos a trasladar nuestra experiencia de un campo a otros, y así podemos afrontar situaciones y problemas nuevos, aplicando analógicamente lo que sabemos. La aplicación de analogías es un formidable instrumento intelectual, aunque también es el origen de algunos espejismos.
Todos los hombres tendemos a hacernos una idea global del mundo, partiendo de nuestra experiencia particular. Es una aspiración natural. Y en los espíritus más poderosos y atrevidos, es casi una necesidad la que conduce a formular las grandes cosmovisiones teóricas. Simplificando un poco, se puede afirmar que cada cosmovisión está construida desde una perspectiva, desde una experiencia básica. Desde ella, se intenta contemplar y explicar toda la realidad. Se le puede llamar, en términos clásicos, el analogatum princeps; es decir, el analogado principal, el punto de partida o referencia de la analogía.
A continuación, vamos a intentar mostrar que las principales cosmovisiones que están actualmente vigentes proceden de ampliar analógicamente a toda la realidad la experiencia de cuatro niveles fundamentales1.
a) – la materia
b) – la vida (el psiquismo inferior)
c) – la conciencia espiritual
d) – la revelación de lo personal
Cada una de estas experiencias básicas da lugar a una cosmovisión. En el pasado, han existido otras, porque, por ejemplo, se tenía una idea mitologizada de la naturaleza; o porque se pensaba que existían muchos dioses (politeísmo). También caben mezclas y derivados, que den lugar a cosmovisiones híbridas. Pero en nuestro siglo, destacan estas cuatro formas fundamentales, especialmente, cuando ha desaparecido el marxismo que ha ejercido una inmensa distorsión del panorama intelectual y político mundial.
Veremos que todas las cosmovisiones tienen razón en lo que afirman: porque se puede contemplar la realidad desde su nivel. Pero también veremos que se equivocan cuando niegan que exista algo superior a su nivel, y deciden encerrarse en el propio campo de experiencia al que están acostumbrados. A este fenómeno, muy común, se le llama reduccionismo, porque reduce la riqueza de la realidad al desconocer los niveles superiores e intentar explicarlos con las categorías que son válidas para los inferiores.
2. El materialismo constructivista
Se puede considerar que esta cosmovisión está muy extendida entre las personas que tienen una formación científica. Consiste en ver toda la realidad desde la experiencia de la bioquímica y la física atómicas.
Casi todas las personas que tienen una formación científica contemplan el mundo como si fuera una inmensa construcción: un conglomerado material íntimamente ordenado. Existía -y todavía existe- un juego muy popular que se llama «Mecano». Es un juego de construcción con piezas metálicas, que permite hacer grúas, coches, puentes, etc. Muchas personas con mentalidad científica tienden a contemplar el mundo como si fuera un enorme «Mecano»: un artefacto muy complicado construido con piezas muy sencillas. Todo lo que se construye con él depende absolutamente de las piezas con que se construye. No hay más.
Desde hace dos siglos, las ciencias modernas han descubierto, en sucesivos pasos, la composición del mundo material: tanto de la materia inerte como de la materia viva. Y han llegado a la conclusión de que todo está compuesto de lo mismo. Esta idea ha sido reforzada por la teoría del Big Bang, que habla de un origen común del universo, y de un despliegue de toda la realidad visible a partir de una enorme concentración de energía primitiva (S. Weinberg, Los tres primeros minutos del universo).
Gracias a un formidable empeño científico, sabemos cómo está compuesto casi todo el cosmos visible. Y es muy fácil caer en la tentación de decir que el universo es sólo una inmensa construcción hecha con las piezas elementales que conocemos. Y que todo se puede explicar por las propiedades de esas «piezas» elementales. Exáctamente lo mismo que diríamos sobre un coche construido con el juego del «Mecano». Podríamos asegurar que sólo es un conjunto de piezas, y que las propiedades del coche se explican por las propiedades de las piezas que lo componen. Pero conviene advertir ya, de pasada, que esto supone una reducción sutil, porque un coche no está hecho sólo con las «piezas» del Mecano, sino también con una «idea» de lo que es un coche. Un coche no es sólo un conjunto de piezas, por la misma razón que el Quijote no es sólo un conjunto ordenado de letras. Pero vayamos por partes.
En esta cosmovisión materialista, el analogatum princeps desde el que se contempla toda la realidad, es decir el punto de partida, son las partículas subatómicas que componen los átomos y las moléculas, tal como nos las describe la física. Se quiere ver toda la realidad desde la física y se da por supuesto que todo se puede explicar acudiendo a las propiedades elementales con las que trabajamos en la física. Una roca, una planta, un perro o un hombre son sólo, en definitiva, un enorme compuesto físico-químico. Y las propiedades del conjunto deben depender de las propiedades elementales.
Esta es la tesis de algunos conocidos científicos que han divulgado sus ideas, como los premios nobel Erwin Schrödinger (Qué es la vida) y Jacques Monod (Azar y necesidad), y los astrofísicos Stephen Hawking (Historia del tiempo) y Carl Sagan (Cosmos). Aplican a todo el universo su conocimiento de la composición de la materia, y lo reducen a lo que les resulta más familiar. Todo lo ven desde algunas propiedades de la materia.
Ciertamente, aportan algo cuando afirman que todo lo visible está compuesto de lo mismo. Es una verdad llena de interés. En cambio, son reductivistas cuando dicen que toda la realidad es «sólo» una composición material compleja.
Primero, olvidan la complejidad de la realidad y, en particular, las ideas que dan la posibilidad y forma de las cosas: «ideas» como la del «coche», sin la cual no se puede explicar la posibilidad de la construcción. Se conforman con una explicación «material», pero también la forma de las cosas necesita una explicación. Es evidente que falta algo cuando decimos que el Quijote es sólo un conjunto de letras. También falta algo cuando decimos que un animal es un compuesto físico-químico. Hoy tenemos, además, otro acercamiento al problema, a medida que conocemos mejor la composición de los códigos genéticos. Es evidente que hay en ellos algún tipo de leyes de reordenación; si no la evolución no hubiera podido progresar de manera creciente. Con un Mecano se puede hacer un coche, pero no un caballo, por más piezas que se reúnan. Las piezas del Mecano no tienen las propiedades necesarias para hacer un caballo. El coche está ya en unas piezas que han sido preparadas pensando en el coche, pero el caballo no.
En segundo lugar, al negar que pueda haber algo no material en el universo, reducen todas las dimensiones de la persona humana a fenómenos físicos, aunque todavía -dicen- no podamos explicarlas. Una versión particular de esta tendencia es el intenso debate sobre la inteligencia artificial. Algunos científicos piensan que la inteligencia humana es como la de un procesador complejo (Marvin Mynsky), y que muy pronto todas sus funciones podrán ser imitadas, aunque hoy aparezcan dificultades notables. Esto les lleva a ver al hombre como un mecanismo complejo y a desconocer, de hecho, las complejas funciones intelectuales que se manifiestan en la conciencia. Dan por supuesto que dependen, en definitiva, de la composición, aunque no puedan demostrarlo.
Hay que decir que los ideales materialistas y mecanicistas se han difuminado un poco en los últimos veinte años por las consecuencias epistemológicas del principio de indeterminación de Heisemberg; por el problema de las condiciones de partida (Arecchi); y por la aparición de la problemática del caos (Ilya Prygoguine), que afecta a muchas disciplinas científicas. Somos más conscientes que nunca de los límites de nuestro conocimiento científico. Y ha desaparecido la utopía mecanicista que pensaba que un día podríamos conocer y controlar todo el universo como si fuera un inmenso mecanismo. Basta pensar en las dificultades habituales de los partes metereológicos…
Esta segunda cosmovisión es muy antigua, y siempre ha estado presente en la historia humana. Su punto de referencia (su analogatum princeps) es el fenómeno de la vida, especialmente, los impulsos vitales. Percibe el mundo como algo vivo y en movimiento. El animismo antiguo, que todavía pervive en muchas culturas primitivas, ve vida y almas en todo lo que se mueve: los ríos, los mares, los volcanes, la tierra, las nubes, los astros… Toda la naturaleza en su conjunto y la tierra se nos presenta en movimiento, y, por tanto, viva. Todo tiene alma. También, las religiones telúricas, que divinizan la naturaleza, la contemplan como un inmenso ser vivo: la diosa madre tierra es un ser que todo lo abarca.
A finales del siglo XVIII y principios del XIX surgieron algunas formas románticas de carácter vitalista; con exaltación de la naturaleza y cierto culto a los impulsos vitales o también a los «sentimientos» nacionales, a veces, con recuperación de formas paganas. Era una reacción contra el racionalismo agobiante de la ilustración, defendiendo los derechos de los sentimientos e impulsos vitales (Sturm und Drang). Además de muchas expresiones literarias románticas, esta corriente irracionalista llega a Nietzsche, que defendió los derechos de Dionisos frente a Apolo. Pero hoy, con la excepción de Nietzsche, son formas abandonadas por ser consideradas ingenuas y socialmente improductivas.
Al aparecer la teoría de la evolución, a mediados del siglo pasado, aparece una nueva expresión del naturalismo vitalista, con un tono mucho más sobrio y científico. La imagen de un movimiento de crecimiento ascendente desde la materia hasta el hombre ha cambiado la mentalidad de nuestra época. Para muchas personas, ese movimiento ascendente expresa la entera historia del cosmos. Piensan que hay un impulso interior en el conjunto de la naturaleza que la empuja constantemente hacia arriba y que es la explicación de todo lo que significa vida.
Esta idea encontró expresiones filosóficas importantes en la primera mitad de este siglo, como las de Bergson o, incluso, la del último Max Scheler; también la de Ortega y Gasset, al que se le suele titular «vitalista», aunque el término resulta bastante vago. También tuvo expresiones de tipo histórico o sociológico, como el famoso libro de Oswald Spengler, La decadencia de occidente, que era una aplicación de la idea de la evolución a la historia de las civilizaciones. Este último tipo de aplicaciones político-culturales cayeron, inevitablemente, en expresiones nacionalistas y racistas; porque si la evolución es la ley fundamental presente en todo, cabe pensar que algunas razas son superiores a otras. Quienes defendían estas ideas (por ejemplo, los nazis, pero no sólo ellos) se enfrentaron a la tradición ilustrada liberal y a la cristiana; y quedaron totalmente desacreditados después de la Segunda Guerra Mundial. En cierto modo, se puede decir que perdieron la guerra y desaparecieron con ella del espacio cultural, aunque no de todo el espacio científico.
En el espacio cultural han surgido otras formas del vitalismo más vagas. Existe un cierto vitalismo ecologista que, legítimamente, quiere proteger la naturaleza y, a veces, la trata como si fuera una totalidad viva, en términos que recuerdan las antiguas religiones telúricas. También existe la expresión algo excéntrica, pero con algún fundamento, de James Lovelock, que piensa que el planeta tierra se comporta, de hecho, como un ser vivo, con movimientos homeostáticos, y lo llama Gaia (Gaia’s defense).
Y, en el ámbito científico, ha aparecido la sociobiología, mucho más modesta en sus planteamientos que las anteriores, pero con gran fuerza seductora en medios científicos. Algunos conspícuos representantes han obtenido un gran éxito editorial difundiendo estas ideas, empezando por su fundador, Edmund Wilson (La sociobiologìa, nueva síntesis), y también otros, como Richard Dawkins (El relojero ciego ; El gen egoísta), y R. Foley (Humanos antes de la humanidad). Estos autores creen que el impulso fundamental que gobierna la vida es el principio de conservación del patrimonio genético. Este principio explicaría todo el comportamiento animal y la aparición de todas las formas de la vida, incluyendo la inteligencia y todas las expresiones culturales. Y se esfuerzan en elaborar relatos donde lo explican todo, desde la aparición del bipedismo hasta la convivencia familiar y social, de una manera, hay que decirlo, algo ingenua pero, por eso mismo, simple y exitosa.
Se puede considerar «vitalistas» a estos autores sólo en el sentido de que hablan de un «impulso» biológico que no pertenece a las categorías de la física o de la química. En todo lo demás tienden al materialismo constructivista, y están muy próximos a otros científicos divulgadores como Hawking o Sagan.
Puede ser que muchos -incluso ellos mismos- no perciban la importancia de esta distinción. Pero, al reconocer la existencia de un «impulso» que no se puede expresar en términos bioquímicos, están defendiendo la existencia de un plano de la realidad que es superior al de la física y la química. Están hablando de una «propiedad» que no está en la física, sino que se manifiesta sólo en los procesos de la vida. Si es así, no hay razones para negar que pueda haber en el universo otros planos superiores con otras propiedades irreductibles. Este es el problema de las llamadas «propiedades emergentes» que estudia la filosofía de la ciencia.
Indudablemente, los distintos vitalismos expresan una gran verdad o, mejor dicho, muchas verdades: expresan la unidad de la naturaleza, expresan el vigor de las fuerzas naturales y la importancia del misterio de la evolución. En cambio, son reduccionistas cuando consideran que en el universo sólo hay fuerzas vitales ciegas y, en ese mismo sentido, inhumanas.
Frente a estas cosmovisiones tristes, en la medida en que son inhumanas, existe otra forma muy antigua de concebir el universo que proviene de las religiones orientales. Está presente en el hinduismo y, de una manera casi filosófica, caracteriza el budismo y el taoísmo. La experiencia básica de esta cosmovisión es la meditación trascendental. Es decir, la penetración en las profundidades de la conciencia.
Cuando se vive esta experiencia, se perciben, de alguna manera, las dimensiones inmensas del universo espiritual, especialmente en la esfera cognoscitiva. Y se cree entrar en contacto con el sustrato más profundo de la realidad. Se percibe un fondo espiritual, que parece común a todas las conciencias y a toda la realidad. Se tiende a afirmar que ese todo (Atmen) es la conciencia universal, presente en todas las conciencias; y la vida presente en todas las formas de vida. Toda la realidad es presencia, emanación, degradación o división del todo espiritual. Y anhela integrarse, de nuevo, en él. Todo es, en el fondo lo mismo: procede de lo mismo y vuelve a lo mismo. Pero aquí se trata de un todo espiritual. Es un panteísmo espiritualista.
Esta intuición llega hasta la filosofía griega a través del orfismo e influye en la filosofía de Platón. Y, posteriormente, en toda la tradición platónica, donde toma muchas formas, especialmente en la medida en que entra en contacto con la revelación bíblica (Filón de Alejandría).
Presenta algunas semejanzas con las religiones telúricas ya mencionadas, que piensan la tierra como la diosa madre. En ambas cosmovisiones podría hablarse de un «alma» del mundo. Pero la diferencia es notable. En las religiones telúricas, la experiencia básica es la de las fuerzas de la vida (el psiquismo inferior), mientras que, en el panteísmo espiritualista, la experiencia básica es la de la autoconciencia (psiquismo superior). En las religiones telúricas el alma es sólo vida, impulso y animación ciega, mientras que en el panteísmo espiritualista, es, sobre todo, conciencia.
Esta cosmovisión recuerda también la filosofía hegeliana, cuando habla del espíritu absoluto. Pero la filosofía hegeliana no parte propiamente de una experiencia de la meditación trascendental. Es un espiritualismo totalmente teórico. Su experiencia básica es el dinamismo de la cultura como saber objetivado; interpretado con las formas de una teología cristiana secularizada. En Hegel no hay meditación trascendental, sino sólo especulación. Su espíritu es el espíritu objetivo de la cultura no el de la conciencia.
Hoy la cosmovisión espiritualista se sigue expresando principalmente en las religiones orientales y en sus derivados. Y están más presentes que nunca en Occidente. Desde hace un siglo, pero con más intensidad en las últimas décadas, el budismo llega con nueva vitalidad y se presenta como alternativa real para satisfacer las necesidades y anhelos espirituales. Aunque se trata de un budismo, o de un hinduismo, fuertemente depurado por su contacto con la tradición cristiana, como sucede, por ejemplo, en la religiosidad hindú de Gandhi, Tagore y también Krishnamurti.
Al acercarse a Occidente, estas religiones pierden en mucha parte la carga supersticiosa y mitológica con que han sido revestidas por la historia. Y tienden a convertirse en técnicas de autoayuda y concentración, con una especie de metafísica panteísta, pero sin una divinidad personal. Hay una conciencia, pero no una persona; es un todo pero no un alguien; en el fondo, son panteísmos sin Dios. No puede haber un interlocutor personal y un diálogo, cuando todo es lo mismo y está llamado a confundirse.
Estas religiones impregnan la mentalidad de muchos nuevos movimientos religiosos, que acogen la inspiración oriental. De manera destacada, el movimiento New Age, que desea hacer una síntesis superadora y ecuménica de todas las religiones, y pierde, por eso, la referencia a un Dios personal. También está presente, de algún modo, en algunas expresiones de la religión islámica que se reciben en occidente, como la espiritualidad sufí. Y, en general, impregna las diversas formas del misticismo natural, que no perciben la alteridad de lo divino, es decir la distinción entre Dios y el mundo.
La cosmovisión espiritualista -el panteísmo espiritual- expresa una verdad, que es la profunda impregnación de inteligencia que tiene el cosmos. Reconoce la misteriosa comunión de todo lo que existe. Y sabe descubrir la hondura de la conciencia humana. Pero, al diluirla en el todo común, destruye el universo personal. Cada hombre es sólo una partícula provisional llamada a disolverse en el todo. Por eso, la historia carece de sentido y de relieve. No tienen interés las personas ni las relaciones entre ellas. No permanecen las distancias ni las diferencias, no destacan las personalidades. Todo está llamado a juntarse. La aspiración final es la confusión: que todo sea lo mismo.
5. Un universo personal: Dios y los hombres
Mientras que las dos primeras cosmovisiones reducen el ser del hombre a sustratos inferiores de la naturaleza, la cosmovisión espiritualista lo difumina en la totalidad espiritual. Para entender la idea de hombre que transmite la cultura occidental es necesario recurrir a otra cosmovisión que la ha inspirado y que todavía está presente como una alternativa real: la cosmovisión cristiana, que es una cosmovisión profundamente personalista.
La cosmovisión cristiana no se basa directamente en una experiencia, sino, según se presenta, en una revelación divina. Se acepte o no la existencia de esa revelación, hay que reconocer que ha permitido mirar las realidades del universo con ojos nuevos. Y que nuestra idea del universo personal, de lo que es el hombre y su dignidad, y de lo que son las relaciones humanas se basa en ella. Es la única cosmovisión -entre las que hemos visto- que permite fundamentar la personalidad humana y el universo de las realidades personales. No hay que olvidar que la palabra «persona» procede de la teología cristiana.
La cosmovisión cristiana se basa en tres puntos fundamentales:
a) que Dios es creador, y que ha hecho el mundo cuando ha querido
b) que Dios es Trino, es decir una comunión vital de tres personas
c) que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios.
a) Que Dios es creador significa que Dios es un ser personal, alguien y no algo que ha creado el mundo libremente, y que no se confunde con el mundo sino que lo trasciende. Por eso puede actuar en el mundo y en la historia, cuando quiere y como quiere. Dios es el fundamento de todo, pero no se confunde con el todo. Está en el fondo de todo lo que existe, pero no es el fondo de todo lo que existe. Las cosas no son parte de Dios y Dios no es una parte de las cosas. Entre Dios y las cosas creadas hay una distancia, porque las ha creado con su voluntad, no proceden de Él como si fueran los efluvios de un gas caliente.
b) Que Dios es Trino es la gran revelación que nos ha transmitido Jesucristo, al presentarse como Hijo de Dios, lleno de su Espíritu Santo. Por Jesucristo sabemos que en el misterio de Dios hay una comunión de tres Personas. Esta verdad ilumina toda nuestra idea del cosmos y especialmente nuestra idea del hombre, de su capacidad de relación y de la vida social. En la entraña de la realidad, el ser más importante de todos los seres, Dios, resulta que contiene, que es, una comunión de tres personas. Dios no es un ser inerte, ni un espíritu gaseoso con una inteligencia inmutable y perpleja. En el núcleo del misterio de Dios -lo sabemos por Jesucristo- hay una comunión de tres personas.
c) La tercera gran afirmación es que el hombre es imagen de Dios. Hecho a semejanza de Dios y con una huella y parecido de Dios. Esto significa, entre otras cosas, que podemos buscar en el hombre el reflejo de las dos afirmaciones anteriores: que Dios es Creador y que es Trino. Si es verdad que el hombre es imagen de Dios, es la imagen de un Dios creador y de un Dios Trino. Esto tiene consecuencias antropológicas importantísimas, que vamos a intentar mostrar.
– Que el hombre es imagen de un Dios creador y trascendente significa que, a semejanza de Dios, es un sujeto creador. Por un lado, un sujeto, es decir un actor. Por otro, creador, con capacidad de hacer algo nuevo, con capacidades creativas, en definitiva con libertad para poner en la realidad los frutos de su inteligencia. Y precisamente porque hay algo de Dios en cada hombre, los hombres, aunque están dentro del mundo, no se reducen al mundo, lo trascienden. Hay en ellos algo que no viene del mundo, que no es parte del mundo, que no se reduce al mundo. Este es el fundamento de la peculiar dignidad del hombre, de todo hombre, de todo lo que sea hombre.
– La comunión de personas de la Trinidad tiene también una imagen. Se refleja, de algún modo en las comunidades humanas. Es el modelo de las comunidades humanas. Y el hecho de que cada persona divina -el Padre, el Hijo, el Espíritu- exista en relación a las otras, nos da una idea de lo que significa ser persona en Dios. Cada persona de la Trinidad, en cuanto relación subsistente, expresa la máxima realización personal. Y es el modelo de realización de las personas creadas. Por eso, la realización humana consiste «en la entrega sincera de sí mismo a los demás», como ha querido recordar la constitución Gaudium et Spes. La entrega mutua de las personas divinas es el modelo de comportamiento de la persona humana.
Cada hombre ha sido creado por Dios y para Dios. Por eso, tiene, con respecto al creador, una relación original que lo funda como persona, como ser abierto al diálogo. Y en esa apertura funda su capacidad de relación, de comunicación y amor con otras personas, con otros hombres. A imitación de la Trinidad, los hombres, son naturalmente sociables, y están llamados a comprenderse y amarse.
De Dios se dice que «es amor» (1 Jn 4,8). Por eso, la palabra «amor» es la más importante del universo personal: expresa lo que tiene que ser la comunión entre personas. Las comunidades humanas están llamadas a reflejar la comunión divina. Y, para eso, necesitan participar de algún modo en el Misterio de la Trinidad. La idea cristiana del amor no parte de la experiencia de la amistad o del amor conyugal, sino de la revelación del amor divino.
De esta manera la revelación cristiana permite fundamentar el universo personal: sustentar auténticamente la personalidad de cada hombre, con su propia intimidad y creatividad, y expresar en qué consiste la plenitud de sus relaciones. Esta cosmovisión aporta un ideal de realización y responde a los anhelos de trascendencia y plenitud (plenitud de realización y de amor), del ser humano. La connaturalidad de esos ideales con los anhelos humanos es un indicio de su verdad, pero no es suficiente para demostrarla. La cosmovisión cristiana parte de la fe y sólo se entra en ella cuando se acepta a Jesucristo como Hijo y revelador de Dios Padre, y redentor del hombre, porque nos ha dado su Espíritu.
6. La deriva de la mentalidad ilustrada
Hemos expuesto las cuatro cosmovisiones fundamentales presentes en occidente. Si extendiéramos nuestro análisis a todo el universo, tendríamos que tener en cuenta otras, sobre todo, la que supone el Islam, aunque en mucha parte depende de la revelación judeocristiana. Nos hemos limitado a lo que tiene vigencia actual en nuestra cultura.
Las dos primeras cosmovisiones se presentan hoy como expresiones científicas (aunque su reduccionismo no puede basarse en la ciencia). Las dos segundas cosmovisiones son religiosas: la impersonal (el todo divino) y la personal (un Dios creador y trinitario).
Pero las posiciones intelectuales no se definen sólo por las adhesiones, sino también por los prejuicios y aversiones. Por eso, si queremos tener en cuenta las opciones intelectuales vigentes en Occidente, es preciso decir algo más. Desde hace tres siglos, existe una fuerte corriente de reacción y emancipación frente al mensaje cristiano, especialmente en los países sociológicamente católicos. Es el movimiento ilustrado o, por lo menos, una parte de él. Sería necesario hacer delicados análisis para advertir hasta qué punto sus quejas y también sus logros pueden ser admitidos. También habría que hacer muchas distinciones para identificar la multiplicidad de sus manifestaciones. Pero no es el momento de intentar un juicio tan complejo. Bastan unas breves pinceladas históricas.
En su inicio, la tradición ilustrada asumió el universo personal creado por la fe cristiana, convirtiéndolo, hasta donde era posible, en filosofía. Era el proyecto racionalista: quería apoyarse en la razón y en la ciencia que parecía el fruto mejor de la razón. De la cultura política inglesa, incorporó los ideales de la democracia parlamentaria y de tolerancia cívica. De la francesa, su amor por el derecho. Desde Kant, una parte considerable de las élites ilustradas asumió el agnosticismo como postura vital, perdió la metafísica, y se sintió liberada de la necesidad de optar por las diversas cosmovisiones. Entonces, se redefinió como una cultura laica, ética y política, sosteniendo todavía valores cristianos, sobre todo éticos, como la dignidad de la persona, la igualdad fundamental de los hombres, la libertad personal, la racionalidad de la ética y de las relaciones de justicia, y la noción de bien común. En los países de tradición católica, sobre todo en Francia, ha tenido una veta laicista y fuertemente crítica frente a la Iglesia. En otros, se ha mantenido en un agnosticismo moderado.
Desde finales del siglo pasado, perdió la iniciativa cultural y fue en parte subsumida por las utopías políticas socialistas, especialmente el marxismo, que también representaba una alternativa fuerte frente al cristianismo. En este final de siglo, al desaparecer el marxismo, se advierte, en todo el Occidente, una curiosa regresión hacia las formas de pensamiento ilustrado. La ilustración de corte laicista es la mentalidad más extendida entre las élites cultas que se resisten a ser cristianas. Se expresa a través de importantes órganos de opinión pública en todos los países de Europa, especialmente en los de mayoría católica. Frente al cristianismo, sostiene una crítica histórica y una ridiculización de su moral, especialmente de la moral sexual. Mientras intenta recuperar, por todos los medios, una ética civil y laica, que sea capaz de sustituir a la cristiana, para configurar la vida ciudadana y dar sentido a las viejas abstracciones (libertad, tolerancia, igualdad, etc.).
Pero no es fácil dar marcha atrás en la historia. El movimiento ilustrado tropieza hoy con la fuerza del reduccionismo materialista o naturalista. Muchos ilustrados con mentalidad científica han optado por alguna de las dos primeras cosmovisiones, materialismo constructivista o naturalismo biológico, y ya no pueden sostener intelectualmente los valores éticos que mantenía la ilustración. Aunque son una minoría, porque es difícil vivir de una manera coherente con esas cosmovisiones.
En cambio, los ilustrados con mentalidad humanista, después de la desaparición del marxismo, parecen haber perdido el vigor de su racionalismo crítico y de su laicismo, y se acercan a la visión espiritualista de las religiones orientales. El budismo o el hinduísmo depurados pueden ser la tentación intelectual del porvenir para las élites de la cultura occidental que son críticas frente al cristianismo. Aparte de otras alternativas folclóricas, como el politeísmo pagano; o religiosas, como el Islam, que son minoritarias.
Florece también, muy debilitado, un nuevo agnosticismo, que no se atreve a afirmar ni a negar nada. Está cansado de los «grandes relatos» y de las utopías; es decir de toda teoría general sobre el mundo, y también de todo proyecto demasiado grande para cambiarlo. Se conforma con observaciones parciales y con pequeños experimentos entretenidos. Se define como «pensamiento débil» y es una de las expresiones de lo que se ha dado en llamar «posmodernidad». Pero su misma debilidad hace que su vida sea lánguida. No puede suscitar entusiasmos, ni sumar consensos porque no está claro, ni es constante en lo que afirma y lo que niega. Resulta demasiado dependiente de algunas figuras indecisas.
En este contexto cultural, se ofrece la oportunidad de presentar con nuevo vigor la cosmovisión cristiana, que es profundamente coherente con el universo personal que consideramos uno de los grandes tesoros de Occidente. No tiene sentido presentarla en polémica con otras opciones, porque la desgastaría inútilmente. Debe presentarse como plenitud de lo que en otros lugares está incoado. El cristianismo como fe religiosa es capaz de asumir lo que hay de verdadero en otras cosmovisiones y en otras visiones parciales de la realidad. Éste es el enfoque que conviene a una apologética moderna, que ha asumido en profundidad la idea de un Dios creador y redentor para todo el universo. Todo lo naturalmente valioso tiene un lugar en la obra de la redención y consumación en Cristo. Por eso, frente a cada cosmovisión, plena o parcial, es necesario discernir para poner de manifiesto sus reduccionismos y aceptar lo que tiene de válido.
La fuerza de la oferta cristiana se basa en la belleza del universo personal: en su idea de persona y de intimidad, de libertad y de realización humana, de las relaciones personales, de entrega y del amor, de la felicidad y de Dios. Todo este universo no tiene dónde apoyarse en las demás cosmovisiones. Ha nacido de la cultura cristiana y se sostiene sólo dentro de ella. Hay que esforzarse en mostrar su atractivo, que es un signo de su verdad. Pero, como hemos dicho antes, la belleza es sólo un indicio para vencer prejuicios; la puerta de entrada a esta cosmovisión es la fe en Cristo resucitado.
Notas
(1) El análisis de los niveles de la realidad se puede encontrar ya en el famoso libro de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos. O también, en el menos famoso, pero también estupendo libro, de Romano Guardini, Mundo y persona. Aunque esta reflexión procede de los años veinte, no ha perdido vigencia.
http://www.unav.es/cryf/cuatrocosmovisiones.html
Planificación católica para el reclutamiento de almas. Proselitismo pseudocultural.