Hoy me ha sucedido algo horrible.
Me han dicho que soy una pera. Sí, sí, como lo oyes. Soy una pobre pera.
Resulta que a las mujeres se nos clasifica en función de la forma de nuestro cuerpo y de sus proporciones.
Si tienes hombros anchos y caderas estrechas, eres una manzana. Si tienes, en cambio, poco pecho y caderas anchas eres una pera. Si estás delgada y eres una mujer con pocas curvas, entonces eres… ¡un plátano!
Y si tienes pecho y caderas de tamaño mediano y una cintura muy marcada, ¡enhorabuena! Eres un reloj de arena.
Bien, pues resulta que tras decenas de milenios de evolución humana, aquí una servidora no es más que una vulgar pera.
Y para colmo de males… ¡ser una pera es malo! ¡Muy malo! Lo ideal es ser un reloj de arena. Por tanto, debo vestirme para disimular y «esconder» la verdadera forma de mi cuerpo, y parecer un reloj de arena (que es lo bueno).
Para ello, debo usar sujetadores con relleno, chaquetas con hombreras, llevar escotes en forma de V y evitar usar pantalones o faldas ajustadas.
¿Verdad que mi razonamiento es absurdo?
Pues para mí, durante muchos años, ha sido una verdad absoluta que marcaba cómo me veía frente al espejo, cómo me veían los demás y qué ropa debía ponerme cada día. Creía firmemente que yo, de verdad, era una pera, y tardé tiempo en recobrar la cordura y darme cuenta de que mi creencia no tenía absolutamente ningún sentido.
Lo primero de todo, yo no soy una fruta. Soy una mujer. Una mujer con sus virtudes, sus defectos, sus dudas, su personalidad, su historia y sus ideas.
Y lo segundo:
¿Porqué demonios tengo que «disimular» la verdadera forma de mi cuerpo?
¿Porqué el cuerpo tipo «reloj de arena» es bueno y el mío es malo?
¿Quién ha decidido eso?
Si yo hubiera nacido en la época del Renacimiento, mi cuerpo encajaría perfectamente con el canon de belleza de entonces.
Los artistas de la época se pegarían por retratar mi cuerpo de pera en su máxima desnudez, naturalidad y esplendor; y los «relojes de arena» se morirían de envidia y tratarían de parecer una pera como yo, vistiendo apretados corsés y voluminosos miriñaques.
Con este ejemplo ya no sólo estoy ilustrando lo estúpidos que son los cánones de belleza, o las infinitas formas con las que tratan de acomplejarnos a las mujeres.
Hablo de lo fácil que es que nos coloquen una etiqueta, y de cómo lo permitimos, de cómo interiorizamos y asimilamos esa etiqueta, para después pasar a colocar otra etiqueta a los demás.
Puta, negro, maricón, gorda, calvo, fracasado, pobre, cojo, barrigón, hortera, viejo, maruja, terrorista, piojoso, camionera, fea, afeminado. Sin duda duele que coloquen una de estas etiquetas sobre ti, que no hacen sino recordarte que tú no eres quién deberías, o como deberías ser.
Que deberías parecerte a otra persona, o a otra cosa.
Pero en el fondo es mucho más triste y patética la reacción que solemos tener ante estos ataques.
Pensemos, por ejemplo, en un hombre al que etiquetan como «fracasado», que en el lenguaje de nuestro Sistema básicamente significa «no tener dinero o poder».
¿Cuál sería la reacción más lógica?
Lo más lógico sería que ese hombre, de una forma u otra, se defendiera argumentado,
-que él no es inferior a nadie por no tener dinero o poder
-que su vida y su tiempo tienen un valor infinito (a diferencia del dinero que tan sólo son trozos de papel)
-que su situación económica no es un motivo para sentir vergüenza, sino más bien para sentir rabia e indignación por lo mal repartidos que están los recursos en nuestro mundo
Sin embargo, por desgracia, esa reacción no suele ser la más habitual.
En este caso, lo más probable es que nuestro hipotético fracasado acuda corriendo a pedir un préstamo y a comprar algún objeto que le haga aparentar que tiene más éxito, que es más poderoso. Que le haga imitar a un futbolista o un afortunado hombre de negocios.
Cuando en realidad sigue siendo un triste mortal, un esclavo bajo la ilusión de que el Iphone X le hará parecer un hombre libre.
¿Y qué ocurriría con una hipotética mujer a la que llaman «puta» por hacer pleno uso de su libertad sexual? A mí me alegraría escuchar a esa mujer respondiendo, con firmeza, que su cuerpo es suyo y que el valor de una mujer no depende de lo que ella decida hacer con su vida sexual y personal.
Sin embargo, es probable que la mujer en cuestión reaccionase dedicándose a llamar putas a otras mujeres, para tratar de mostrar lo decente y lo santa que es ella.
Sí, los dos casos que he expuesto son muy mundanos y parecen dos auténticas chorradas.
Pero estas chorradas tienen graves y profundas consecuencias…
El comportamiento del hombre del primer ejemplo, replicado una y otra vez a gran escala, reporta ingentes beneficios a las corporaciones, que alcanzan cotas de dinero y poder inimaginables gracias a nuestros complejos, nuestros miedos y nuestro afán por aparentar lo que no somos.
Y la reacción de la mujer del segundo ejemplo, repetido, nuevamente, a nivel masivo, tan sólo va a propiciar que las mujeres sigamos divididas y enemistadas entre nosotras; y lo que es peor, juzgándonos unas a otras por el uso que hacemos de algo tan sagrado como nuestra libertad sexual.
Y esto nos impide dejar de estar en un segundo plano, y abandonar la posición de esclavas sumisas y obedientes a la que siempre nos ha tenido relegadas la sociedad.
Que quede claro que no estoy tratando de culpabilizar a las personas de estos ejemplos.
Él y ella, al igual que la mayoría de nosotras y nosotros, han crecido bajo la pesada losa de su entorno y tienen una fuerte programación mental que les hace reaccionar de esa manera. Además, una autoestima demasiado herida puede nublar la visión de una persona e impedirla razonar correctamente.
Pero la realidad es que este hombre y esta mujer, sin ser conscientes de ello, sin tan siquiera quererlo, están alimentando dos bestias: el poder de las multinacionales y el machismo.
Y lo peor es que estas dos consecuencias son tan sólo la punta del iceberg.
Porque las etiquetas nos hacen débiles, nos hacen cobardes, nos dividen, cuando cambiar este mundo que tan poco nos gusta requiere coraje, fuerza y unión.
Y lo que es peor: nos despersonalizan, nos quitan lo poco o mucho que tengamos de seres humanos. Nos convierten en caricaturas, en arquetipos, en satíricos personajes de este absurdo y burlesco teatro que es la sociedad en la que vivimos.
Sin un trasfondo, sin un pasado, ni presente, ni futuro. Sin identidad, sin ideas propias, sin personalidad, sin sueños, sin libertad, sin amor, sin voluntad, sin destino.
Y de esa forma,
-¿Qué opción nos queda?
-¿Cómo vamos a cambiar este Sistema que nos tiene en el más absoluto hastío y cansancio, si sentimos más vergüenza por nuestros kilos de más que por las estúpidas guerras entre iguales que asolan el mundo?
-¿Cómo vamos a avanzar como especie, si nos preocupan más los comentarios de los demás que la imparable destrucción de nuestra madre la Naturaleza?
-¿Qué futuro tenemos, si nos escandaliza más ver a una persona desnuda que a un animal sufriendo maltrato o a nuestros congéneres pasando hambre…?
Hagamos, pues, un esfuerzo colectivo.
Abandonemos este huracán de estupidez e hipocresía, y dejemos de tapar las etiquetas que nos ponen con otras etiquetas, o colgando esas mismas etiquetas a los demás. Hemos de arrancarlas, tirarlas al suelo, pisotearlas con todas nuestras fuerzas y prenderles fuego para siempre.
Quitarnos esta venda de prejuicios y apariencias que llevamos colocada sobre los ojos, y mirar al mundo real, nuestro mundo:
-una Tierra preciosa que estamos aniquilando
-un cielo azul y diáfano que estamos tiñendo de gris humo
-unas personas que estamos clasificando bajo estereotipos cuando cada una de ellas es única, irrepetible y tiene un potencial extraordinario
Yo, por mi parte, hace ya tiempo que desperté de esta insana ceguera y me dejé de ver a mí misma como una pera.
Y también dejé de ver a las otras mujeres como bananas, manzanas o relojes de arena. Las comencé a ver, simplemente, como mujeres, o mejor dicho aún: como personas.
Comencé a ver miradas, sonrisas, tesón, energía, fuerza; compañeras en la lucha por cambiar el rumbo y desviarnos de este matadero al que nos están conduciendo silenciosamente.
por Libre Pensadora
28 Enero 2015 – del Sitio Web GazzettaDelApocalipsis
compartido por http://www.bibliotecapleyades.net
Fantástico articulo, a cuya finalidad también me sumo.
Llevo ya varias décadas pensando que el auténtico yo es el que reside en nuestro cráneo y todo lo demás está al servicio de ese “yo”, ¡pensarlo! y veréis que nuestros cinco sentidos al final se gestionan en nuestro cerebro, nuestro “yo”; con esa información decide que hacer y transformar las cosas con nuestras manos o trasladarnos a donde nos apetezca con nuestras piernas. Nuestros órganos internos son solo el mantenimiento de estos atributos.
Luego nuestro “yo” es además inapreciable respecto a su belleza física y muy elocuente respecto a su belleza intelectual.
El que nos deleitemos en esmerar nuestra figura, podría decir mucho de nuestro nivel de belleza intelectual.
Diógenes se dedicó a una vida sencilla, y comía lo que le regalaba la gente. Un día estaba Diógenes comiendo un plato de lentejas. En ese momento llegó Aristipo, otro filosofo quien trabajaba para el rey y le dijo: «Mira, si tu trabajaras para el rey, no tendrías que comer lentejas». Diógenes le contesto, «Mira, si tu comieras lentejas, no tendrías que trabajar para el rey».
¿Quién es más propietario de su “yo”, el que come lentejas para ser libre o el que come manjares a costa de su libertad?
Lo malo de todo esto, es que jamás hubo un referente de sociedad donde la gran mayoría de las personas comieran lentejas por su propia voluntad y creo que nunca lo habrá.
MuchasGraciasSaludTomásPérez
Nos despersonalizan, nos quitan, nos convierten, nos hacen. . . si lo permitimos. No hay NADA en tu vida en lo que vos no tengas nada que ver. Si alguien te ‘conduce’ al matadero es porque te estás dejando conducir. Cada uno debe ser su propio referente. Dejar de ‘reaccionar’; dejar de buscar la aprobación de los demás; ser inmune a la opinión ajena. . . eso es madurar. Y como decía otro griego: envejecer es obligatorio: madurar es optativo. Vos decidis. Vos elegis.