En su obra Monadología, el filósofo racionalista y matemático alemán Wilhelm Leibniz (1646-1716) utiliza la palabra “mónada” (del griego “monadós”, unidad) para referirse a los componentes últimos de la realidad. Podríamos entenderlas como “átomos metafísicos”. Son substancias indivisibles y como tales no se han formado a partir de otros elementos más básicos ni pueden descomponerse.
La substancia
El Universo está compuesto por una infinidad de estas substancias independientes, diferentes unas de otras y con distinto nivel de perfección y grado de actividad. Son substancias inmateriales, a modo de mentes o almas, dotadas de capacidad para representarse el mundo, unas a otras.
Según su mayor o menor perfección, cada mónada representa o refleja las cosas de diferente modo. La mónada increada o Dios, representa total y perfectamente todo lo real.
La mónada humana (el alma humana) se representa conscientemente (apercepción) pero de forma imperfecta y así, hasta los seres inferiores como los minerales, cuyas fuerzas y tendencias serían simples representaciones obscuras de las cosas.
Las mónadas son sujetos independientes activos y sus actividades no están determinados causalmente por las demás pues la actividad de cada una descansa en sí misma.
Las mónadas como sujetos independientes activos
Sus actividades y cambios no están determinados causalmente por las demás pues la actividad de cada una descansa en sí misma. Dado que son simples y nada puede entrar o salir de ellas (Leibniz expresó esta idea con la famosa frase “las mónadas no tienen ventanas”), entre ellas no hay comunicación real y directa. Sin embargo, la experiencia parece sugerir un orden en el Universo y que las cosas interactúan unas con otras; para resolver este problema propuso una teoría.
La armonía preestablecida
Dios ha establecido una coherencia entre las actividades: Los cambios en una mónada corresponden a los de las otras mónadas. Es el caso por ejemplo, de las mónadas alma y cuerpo, que realmente no pueden interactuar pero parece que lo hacen (a mi deseo de mover el brazo le sigue el movimiento de esta parte de mi cuerpo): su funcionamiento es de aparente coherencia y compatibilidad de modo semejante al que ocurriría con dos relojes perfectamente construidos y ajustados que, independientemente, sin embargo, pueden marcar exactamente la misma hora. Así también, Dios habría dispuesto de tal modo las cosas que a cada actividad corporal le corresponda cuando sea el caso una actividad psíquica de la mónada-alma.
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