«JESÚS NO ES EL FUNDADOR DE LA IGLESIA, SINO SU FUNDAMENTO» por Manuel de Unciti

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Durante los doscientos primeros años de la Iglesia nadie habló de sacerdotes ni de curas.
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Es de justicia subrayar los bienes que ha reportado la fórmula del orden sacral; pero también el veneno que ha inoculado en el cuerpo de la Iglesia: el gran contingente de los laicos se ha ido configurando poco a poco como masa que oye y calla.
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Hasta un sabio distraído como Rafael Sánchez Ferlosio lo ha advertido y lo ha proclamado, con total desparpajo según su costumbre, a los cuatro vientos: “Su problema más grave es la desesperación porque no tiene vocaciones”. Se refería -fácil es de entender- a la Iglesia. Y hay que añadir que son muchos los católicos que, con mayor o menor acierto, comparten este juicio o esta aprensión. “La Iglesia, dicen, se queda sin curas, sin sacerdotes”.
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Tal vez sería bueno recordar a estos temerosos y preocupados por el futuro de la fe que el término ‘sacerdote’ no aparece en los textos del Nuevo Testamento y que solo a partir del siglo III las comunidades cristianas le conceden carta de ciudadanía ¡y de qué manera, válganos Dios! Durante los doscientos primeros años de la Iglesia nadie habló de sacerdotes ni de curas.
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La denominada Carta a los hebreos es el primer documento cristiano en que se habla de sacerdocio; lo hace, como es sabido, con referencia explícita a Cristo. Pero este importantísimo documento canónico no tiene al apóstol Pablo como autor -según se ha creído durante siglos- sino que es de una época posterior, redactado por cristianos admiradores del Apóstol de las gentes y entre los que figuraban, por lo que parece, levitas y sacerdotes de la Antigua Alianza llegados al cristianismo con una exagerada añoranza del esplendor que tuvo en su día el templo de Jerusalén… Y no son obra de Pablo, igualmente, las cartas a Tito y a Timoteo, documentos canónicos que suelen citarse en apoyo del orden sacerdotal.
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Las comunidades cristianas contaban, como es natural, con personas que las presidían y ordenaban -que celebraban la Eucaristía del Señor- pero que no eran ministros consagrados. Tertuliano afirma resueltamente, a la altura del siglo III, que cualquier bautizado bien visto por la comunidad de los hermanos solía presidir la Cena del Señor o Eucaristía. Y de hecho, el diccionario de uso corriente en las comunidades de los primeros siglos echa mano de términos de la vida civil para designar los diferentes cargos que dirigían y servían a los seguidores de Jesús.
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El bien conocido teólogo José María Castillo enumera no menos de diez cargos y servicios habituales en el seno de las comunidades cristianas; y todos ellos con nomenclatura profana o civil. Más aún: hasta el mismo término orden -que con el adjetivo de sacerdotal ha llegado hasta hoy- tiene su origen y uso en la esfera social romana. Se hablaba así del orden de los senadores y del orden de los caballeros; y tanto en un caso como en el otro, la pertenencia al ‘ordo’ comportaba prestigio, riqueza, boato, separación de la masa… Cuando las comunidades cristianas se apropiaban de este término, ¿eran conscientes de que estaban dejando a un lado la enseñanza de Jesús, “el que sea mayor entre vosotros, muéstrese como el menor”, o se estaban contagiando de las pompas y vanidades de este mundo?
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Estaba a un caer el reconocimiento del cristianismo en la esfera de lo civil con la llamada ‘paz constantiniana’ (año 313) y sabido es cómo son muchos los que sitúan en ese reconocimiento -en sí mismo positivo- el comienzo de una cierta mundanización de la Iglesia que con el tiempo le llevaría a más de un exceso. Es de toda justicia subrayar la inmensidad de bienes que ha reportado a las comunidades cristianas la fórmula delorden sacral; pero también es obligado subrayar el veneno que la dicha fórmula ha inoculado en el cuerpo de la Iglesia: el gran contingente de los laicos se ha ido configurando poco a poco como masa que oye y calla, obedece a lo que se le manda y espera cruzada de brazos hasta un nuevo mandato…
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La participación activa de los seglares en la marcha de la Iglesia ocupa ya, por fortuna, un primer plano de actualidad en la literatura cristiana de nuestro tiempo, pero -por desgracia y salvo contadas excepciones- la tan traída y llevada participación laical no pasa de ser un pío desideratum. La fórmula del ministerio sacro u ordo sacerdotal, por el contrario, se fue expandiendo y consolidando a lo largo de la historia; y ha llegado hasta el día de hoy imponiendo una nítida distinción entre clérigos y laicos.
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Persistirá, ay, esta distinción mientras las comunidades estén presididas día y noche por un ministro consagrado que tiene ‘la sartén por el mango y el mango también’. Y surge la pregunta: ¿no sería cosa de retornar al estilo de los primeros tiempos de la Iglesia en que los liberados -sin más sacralidades– se dedicaban a dar vida a nuevas comunidades, a ser testigos de la fe de unas comunidades ante otras, a servir de vínculos de caridad de todas las comunidades entre sí? A cuantos se sientan confundidos, perplejos y tal vez escandalizados ante estas propuestas, habrá que recordarles la magnífica expresión del jesuita padre Rhaner: “Jesús no es el fundador de la Iglesia sino su fundamento”. Cada generación, cada tiempo tendrá que ver cómo organizarse al servicio del Reino de Dios.
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