¿Tercera o cuarta edad? La herida del tiempo

Preferiría ser viejo menos tiempo que serlo antes de la vejez (Cicerón).

 

Todo el mundo quiere llegar a viejo, perdón, a la tercera edad, porque no parece políticamente correcto ser viejo, llamarle a uno viejo, salvo en el sentido cariñoso argentino de llamar a los padres: “mis viejos”. ¿Y qué es ser viejo? Para empezar, es una realidad biológica; lo que ocurre es que nos afecta más el que sea una construcción social, pues hoy día se define por criterios económicos –la jubilación y las prestaciones sociales-, familiares –a veces los abuelos parecen sobrar- culturales y emocionales. Hay quien oculta su edad a partir de los cincuenta, o miente quitándose años. Gran error. Es mejor que le digan a uno que se conserva muy bien a que piensen que se está muy desmejorado.

Hace siglos, alguien de 45 años empezaba a entrar en la vejez. Las expectativas de vida se han ido ampliando, sobre todo en los últimos cien años. En la India, tradicionalmente se consideraba que un hombre podía retirarse a un ashram a los cincuenta y prepararse para morir, después de haber tenido una vida laboral y dejar una familia ya instalada. Las cosas han cambiado. En España hay actualmente ocho millones y medio de personas de más de 65 años, lo que supone un 18% de toda la población. De estos ocho millones y medio, 85.000 son laboralmente activos. Mejor dicho, somos laboralmente activos y cotizamos a la Seguridad Social, porque estadísticamente pertenezco a esta enorme “minoría”, que llenaría por sí sola ciudades como Palencia o Zamora.

Cada día nos enteramos de que muere algún nonagenario o centenario “con las botas puestas”, es decir, investigando, enseñando, construyendo, escribiendo, haciendo cine, dirigiendo alguna ONG, cuidando su rebaño, cultivando el campo. Recuerdo al abuelo Venancio, que nos alquiló una pequeña finca en Gredos hace ya años y todos los días salía a sus 80 años con la azada al hombro a otro terreno que tenía a tres kilómetros del pueblo. Cuando se le preguntaba que qué iba a hacer, invariablemente contestaba: “Voy a enredar un poco”; era su forma de decir a “pasármelo bien podando unos olivos, plantando unas cebollas, quemando unas zarzas”. Se mantenía activo los siete días de la semana. De él aprendí, sin esfuerzo, pues sin esfuerzo él enseñaba y con paciencia de viejo castellano de pocas palabras, todo lo que sé de agricultura, de las estaciones del año, del tiempo… Con él entendí existencialmente lo que tantas veces había leído en mi juventud en el Eclesiastés: “Todo tiene su momento oportuno; hay un tiempo para todo lo que se hace bajo el cielo; un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para plantar y un tiempo para cosechar”.

Vistas así las cosas, hoy día habría una tercera y una cuarta edad; esta empezaría a los 75 años, y no forzosamente debería ir asociada a personas inválidas, residencias para mayores, prótesis de cadera, respiración asistida, hospitales y enfermos terminales. Estas son situaciones objetivas, pero no acotan toda la realidad. Actualmente viven en una vivienda solos un millón setecientas mil personas. Tengo amigos de más de 80 años que son totalmente independientes en sus tareas domésticas, que cocinan cuando me invitan a comer a su casa y, para colmo, siguen publicando y dando conferencias. En un nivel menos local, los actuales presidentes Uruguay y de Túnez ganaron recientemente las elecciones con 75 y 88 años respectivamente. Para ellos, la edad debe estar, como dicen algunos, en la mente y el corazón. Y con ello no estoy lanzando un llamamiento al poder político de la gerontocracia, pues hasta China renueva la edad de sus líderes.

La jubilación que sería ocasión de lanzar gritos de júbilo, a muchos les llega a la fuerza y antes de tiempo; a la gran mayoría, demasiado tarde, cuando han perdido salud física y emocional en un trabajo de treinta o más años que no les gustaba y durante el que contaban los días y las horas que les quedaba para dejar de trabajar. Habría que replantearse la jubilación: ni forzosa ni retrasada. Considerando profesión por profesión, oficio por oficio y contando siempre con las circunstancias personales de cada ciudadano trabajador. No es lo mismo estar en lo alto de un andamio, en la mina, en alta mar que en una oficina, en un laboratorio o en un despacho. Aun así, a muchas personas les iría mejor no jubilarse del día a la mañana, sino progresivamente, con menos horas de trabajo semanales, con otras tareas, como supervisión, vigilancia, enseñanza a los jóvenes. Jubilarse para muchos es morir. Morir a la autoestima, a la familia, a los vecinos, a la posibilidad de seguir teniendo el mismo poder adquisitivo…

Existe un caudal enorme de sabiduría y experiencia, de memoria viva, que se pierde cada vez que apartamos a los que van cumpliendo años de la vida laboral, política, familiar y cultural. Como decía el gran escritor uruguayo Mario Benedetti, aunque se refería a su vuelta del exilio, pero que puede aplicarse a cualquiera que pase de los 70: “Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo, con mi peor y mi mejor historia; hay tanto siempre que no llega nunca, tanta osadía, tanta paz dispersa
tanta luz que era sombra y viceversa, y tanta vida trunca; reparto mi experiencia a domicilio y cada abrazo es una recompensa, tira y afloja entre lo que se añora, el fuego propio y la ceniza ajena… Se fueron las arrugas de mi ceño; por fin puedo creer en lo que sueño…. empiezo a comprender las bienvenidas mejor que los adioses, todos estamos rotos pero enteros, un poco más gastados y más sabios, más viejos y sinceros”.

Llega gradualmente la sabiduría de la madurez definitiva cuando se acepta de buen grado el ciclo de las estaciones que se suceden, sin perder la primavera interior: la que permite que el corazón emita su calor y luminosidad naturales al contemplar la sonrisa de un niño o escuchar el canto temprano del mirlo que madruga. Estar en el presente y no en las “batallitas del pasado” es lo que mantiene la juventud de mente, corazón, cuerpo y espíritu (ayudados por la dieta y el ejercicio cotidiano). Así los recuerdos no se convierten en añoranzas solitarias, en sonrisas sin destinatarios, en un autismo obligado por el aislamiento y la falta de interlocutores; entonces podemos recitar con el gran poeta catalán Martí i Pol “… y poco a poco inventaremos el espacio en que aún es posible que los recuerdos le ganen la partida al viento que deshoja, inclemente, todos los árboles del jardín” .

Y el último secreto: vida sexual activa. En un estudio, publicado en la revista The Archives of Sexual Behavior, se llegó a la conclusión de que parejas que llevan más de cincuenta años juntos tienen relativamente más frecuencia de relaciones sexuales que las que llevaban menos tiempo. Sorprendente, pero cierto. El aburrimiento, los conflictos y la rutina, si no llevan a la separación suponen, una vez superados, un estímulo para la confianza, la amistad, y el incremento de la actividad sexual. Y también, una separación civilizada y agradecida, conduce a nuevos horizontes. Cientos de miles de parejas que ya no caminaban en la misma dirección han encontrado otra nueva vida de intimidad, pasados los 60. Son aquellas personas que no se han dejado desangrar por LA HERIDA DEL TIEMPO.

Alfonso Colodrón
Terapeuta Gestáltico y Consultor Transpersonal
www.alfonsocolodron.net

 

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