¿CÓMO INTERPRETÓ JESÚS SU PROPIA MUERTE?

Ya hemos considerado el hecho del proceso, la condena y la
crucifixión de Jesús como consecuencia de su vida y de la praxis
que inició. Ahora se nos plantea la cuestión: ¿contaba Jesús con
su condena y muerte violenta? Quien planteaba las exigencias que
el planteó, quien cuestionaba la ley y el sentido del culto y del
templo en función de una verdad más profunda, quien
entusiasmaba a las masas empleando en su proclamación
palabras densas de contenido ideológico (Reino de Dios,
violencia), podía y debía contar con la reacción de los
mantenedores del orden de aquel tiempo: los fariseos (la ley), los
saduceos (el culto en el templo) y los romanos (las fuerzas de la
ocupación política). Esto es lo que salta inmediatamente a la vista.
Pero aún se nos plantea otra cuestión más fundamental: ¿Cómo
interpretó Jesús su propia muerte? ¿Qué interpretación dio Jesús
a su propia muerte? ¿La consideró una muerte redentora, o
sustitutiva, o la propia de un profeta mártir? Vamos a abordar por
separado estas dos cuestiones.

1. Actitud de Jesús frente
a la muerte violenta
Los textos evangélicos nos hacen ver con claridad que Jesús no
fue ingenuamente a la muerte, sino que la aceptó y asumió
libremente. En el momento de ser apresado prohíbe a los
apóstoles que lo defiendan «para que se cumpla la Escritura» (Mt
26,52-56). En la tentación de Getsemaní Jesús dice, en la versión
joanea, que acepta el cáliz del sufrimiento (Jn 18,1-11). A pesar de
la diafanidad de los textos, hemos de afirmar también que Jesús no
buscó la muerte. Esta le vino impuesta por una coyuntura que se
había ido formando y de la que no había otra salida digna si no
quería traicionar su misión. La muerte fue la consecuencia de una
vida y de un juicio acerca de la cualidad religiosa y política de la
misma vida. El no la buscó ni la quiso; tuvo que aceptarla. Y la
aceptó, no con impotente resignación y soberano estoicismo, sino
como un ser libre que se sobrepone a la dureza de la necesidad.
No deja que le quiten la vida sino que él mismo, libremente, la
entrega, como se había entregado durante toda la vida.
Lo que Jesús quiso no fue la muerte sino la predicación y la
irrupción del Reino, la liberación que suponía para los hombres, la
conversión y la aceptación del Padre de infinita bondad. En función
de este mensaje y de la praxis que implica estaría dispuesto a
sacrificarlo todo, incluida la vida. Si la verdad que proclama,
atestigua y vive le exige morir, acepta la muerte. No porque la
busque por sí misma, sino porque es la consecuencia de una
lealtad y fidelidad que es más fuerte que la muerte. Morir de esa
manera es algo muy digno. Una muerte de ese género es la que
han soportado y vivido, sí, vivido, todos los profetas-mártires de
ayer y de hoy.
Jesús conoce el destino de todos los profetas (Mt 23,37; Lc
13,33-34; Hech 2,23) y es considerado como el Bautista vuelto a la
vida tras ser decapitado (Mc 6,14). Se dan varias tentativas de
apresarlo (Mc 11,18; Jn 7,30.32.44-52; 10,39) y de apedrearlo (Jn
8,59; 10,31) y se piensa seriamente en eliminarlo (Mc 3,6; Jn 5,18;
11,49-50). Todo esto no le pudo pasar desapercibido a Jesús que
no era un ingenuo. Además la escena de la expulsión violenta de
los vendedores del templo (Mc 11,15-16 par) y su frase, muy
probablemente auténtica, acerca de la destrucción del templo (Mc
14,58 par), lo situaban en la linea peligrosa de un proceso
religioso Añádase a esto el dato sospechoso de tener entre los
doce a personas comprometidas en la violencia y la subversión
política como «Simón, el zelota» (Lc 6,15 par; Hech 1,13), a Judas
Iscariote (nombre derivado de sicario = zelota) y a los
«Boanergues», los hijos del trueno (reminiscencias de movimientos
zelotas): todo este cuadro situaba a Jesús en una atmósfera de
peligro religioso y político.
Frente a todo esto Jesús conservaba la plena confianza en Dios.
«Quien quiera salvar la vida la perderá y quien la perdiere la
salvará» (Lc 17,33 par; 14,26; Mc 8,35).
Volvamos a plantear la cuestión: ¿Contaba Jesús con una
muerte violenta? Esta pregunta es legítima sobre el telón de fondo
de la predicación de Jesús acerca del Reino y de su irrupción
inminente. El se considera el profeta escatológico y, a la vez, el
realizador del nuevo orden que va a ser en breve introducido por
Dios. El es el Reino ya presente. La pertenencia al Reino depende
de la adhesión a su persona. El Reino implica a su vez un cielo
nuevo y una tierra nueva, la superación de la fragilidad de este
mundo y la supresión de todo modo de limitación de la vida.
Implicaba, por tanto, la victoria sobre la muerte. Si esto es así,
¿contaba Jesús con su muerte en la cruz?

a) Aporías exegético-teológicas
Los actuales textos evangélicos declaran que Jesús conocía su
destino fatal. El lo habría profetizado y dicho que se entregaría por
la redención de muchos (todos: Mc 10,45). Las profecías de este
género son tres:
/Mc/08/31 : «Y comenzó a enseñarles que era necesario que el
Hijo del Hombre sufriese mucho y fuese rechazado por los
ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas y que
muriese y resucitase después de tres días».
/Mc/09/31 : «El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de
los hombres y lo matarán y, ya muerto, después de tres días
resucitará».
/Mc/10/33: «…empezó a decirles lo que le iba a suceder: mirad,
subimos a Jerusalén y el Hijo del Hombre será entregado a los
príncipes de los sacerdotes y a los escribas que lo condenarán a
muerte y lo entregarán a los gentiles; se burlarán de él, le
escupirán, lo azotarán y lo matarán; pero después de tres días
resucitará»
Tanto la exégesis católica como la protestante discute, desde
hace muchos años, acerca de la autenticidad jesuánica de tales
textos. Desde el punto de vista literario la mayoría los considera no
jesuánicos, aun aquellos exegetas (por ejemplo, J. Jeremías) que
consideran jesuánico el contenido de las profecías. Su elaboración
es tardía y supone un conocimiento pormenorizado del proceso de
Jesús y de todo el evento pascual.
Todas ellas, especialmente la tercera (Mc 10,33) ofrecen un
breve sumario de la pasión. Si estas palabras, en vez de estar en
futuro, estuviesen en pasado las reconoceríamos inmediatamente
como un relato de la comunidad primitiva acerca del proceso de
Jesús: fue a Jerusalén, lo entregaron a los príncipes de los
sacerdotes y a los escribas que lo condenaron a muerte y lo
pusieron en manos de los paganos (romanos), fue escarnecido,
escupido, flagelado y muerto, pero después de tres días resucitó.
Según el criterio de un buen número de exegetas, estas
palabras constituyen la predicación de la comunidad primitiva y no
la palabra del Jesús histórico. Al comienzo de cada profecía
tenemos el término Hijo del Hombre. Esta figura, conforme a la
apocalíptica, llegaría al final de los tiempos sobre las nubes para
juzgar y liberar a los justos. Sin embargo, el Hijo del Hombre no
aparece nunca en el judaísmo dentro de un contexto de
sufrimiento, condena y muerte.
Alguien podría pensar: Jesús asumió ese título pero, en vista de
su muerte próxima, le dio un nuevo contenido. Pero esta hipótesis
no se sostiene porque Jesús emplea el término en el sentido de la
apocalíptica: el Hijo del Hombre vendrá en su gloria con sus
ángeles (Mc 8,38); veréis al Hijo del Hombre llegar sobre las nubes
con gran poder y gloria (Mc 13,26 par). No cabe duda que la
expresión Hijo del Hombre, en el sentido de Daniel 7 que lo
presenta viniendo sobre las nubes, pertenece al material más
antiguo de los sinópticos. La unión establecida entre el Hijo del
Hombre y la condena, muerte y resurrección, es obra teológica de
la Iglesia primitiva. Las profecías referidas son, por consiguiente,
«vaticinia ex eventu», elaboradas tras lo acontecido y
retroproyectadas al tiempo de la vida terrena de Jesús con un
sentido teológico preciso: todo cuanto Jesús dijo e hizo antes de su
muerte y resurrección está de tal modo ligado a su destino de
muerte y resurrección, que ambos forman una profunda unidad. No
se puede relatar una vida sin considerar hacia dónde lleva, en este
caso hacia la muerte y la resurrección. Y no se puede narrar la
muerte y la resurrección de Jesús prescindiendo de su vida. Una
cosa es consecuencia de la otra y ambas forman el camino
concreto e histórico de Jesús.
Además, esas profecías dan razón de la unidad del plan de Dios:
Dios no abandonó a Jesús el Viernes Santo, como todo parecía
indicar. El estaba con Jesús, realizaba su plan secreto y misterioso
a pesar de la actuación de los hombres y de su maldad. La muerte
y la resurrección son obra de Dios pues él fue quien dirigió todo,
sin que por ello se dispense de su responsabilidad a los hombres
que son denunciados en las profecías. A esto se une la expresión
«debía» morir… Esta expresión no es veterotestamentaria, sino
propia de los ambientes apocalípticos. Con ella se quería expresar
la soberanía del plan de Dios que sigue su propio camino a pesar
de la capacidad de contradicción humana. A la vez pretendía
proporcionar un consuelo: ese «deber» divino puede ser
paradójico, doloroso, pero está al servicio de un sentido de gloria y
plenitud. En el caso de Jesús, la muerte está al servicio de la
resurrección.
A todo esto se suma la idea, siempre presente en los relatos de
la pasión, de que Jesús es el justo sufriente. En el Antiguo
Testamento existía la idea del justo sufriente que es
recompensado y elevado a la gloria. Esto favoreció la
interpretación del destino moral de Jesús en la línea del justo
sufriente elevado a la gloria.

b) Indicios de una toma de
conciencia progresiva J/CONCIENCIA-MU
1. Un indicio que habla de una conciencia progresiva de Jesús
acerca de su fin parece ser el texto sinóptico del esposo que será
arrebatado (Mc 2,19-20 par). Su contexto es polémico: «¿Tus
discípulos no ayunan? Y Jesús les dijo: ¿Pueden acaso ayunar los
convidados de la sala nupcial mientras está con ellos el esposo?…
Vendrán días en que les será arrebatado el esposo; entonces
ayunarán, en aquellos días…»
Sin embargo, hay que tener en cuenta que, según numerosos
críticos, este texto seria sólo en parte de Jesús (Mc l9a: ¿Pueden
acaso ayunar los convidados de la sala nupcial mientras está con
ellos el esposo?) La segunda parte sería una reflexión de la
comunidad que, en un estadio más avanzado de la cristología,
identificó ya a Jesús con el esposo (cosa que en el Antiguo
Testamento só1o se hacía con referencia a Yahvé) a fin de
justificar las prácticas ascético-penitenciales de la comunidad que
ya no se tomaba las libertades de la praxis de Jesús
2. Otro texto a considerar es el de Lc 13,3133; unos fariseos
vienen a comunicarle que Herodes quiere matarlo. El les responde:
«Id y decidle a ese zorro: Mira, expulso demonios y llevo a cabo
curaciones hoy y mañana y al tercer día termino. Sin embargo es
preciso que hoy y mañana y al siguiente día siga yo mi camino,
porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén». Lo
esencial del episodio es considerado como jesuánico Pero el último
versículo que habla de la muerte en Jerusalén es considerado por
una gran mayoría, aun entre los más conservadores, como de
inconfundible redacción lucana. En este sentido el texto no puede
ser aducido como argumento.
3. Famoso y muy discutido es el texto de Mc 10,45: «El Hijo del
Hombre no vino para ser servido sino para servir y dar su vida en
rescate por muchos (todos)».
Observamos que en este pasaje se une la temática del Hijo del
Hombre a la de la muerte, cosa inusitada en el judaísmo. Además
la exégesis ha demostrado que el tema de la diaconía (servicio)
tiene su «Sitz im Leben» (contexto vital) en la tradición de la cena
de los cristianos en la Iglesia primitiva. En varias ocasiones Jesús
utilizó la figura del servir a la mesa en la cena del Reino (Lc 22,27;
servicio especial para los pobres y necesitados: Lc 10,29-37;
14,12ss; Mt 5,42 par; 18,23-24; 25,31-46).
El texto tiene aquí un sentido parenético dirigido a los diversos
servicios (diaconías) de las primitivas comunidades. Por ser su ‘Sitz
im Leben’ eucarístico y elaborarse en él la temática del sacrificio,
es natural que este texto haya surgido bajo ese influjo. En cuanto
tal no sería, pues, jesuanico; lo que es admitido por un buen
número de exegetas. Como veremos más adelante, fue la reflexión
sobre Is 53 la que permitió a los cristianos leer sacrificialmente la
muerte de Cristo (cfr. Hech 8,32-35; Flp 2,6-11; cfr. Hech 3,13.26;
4, 27.30). Dentro de la linea de reflexión trazada por Is 53 se
habían interpretado los gestos de Jesús en la cena de despedida;
después de su muerte y resurrección habían entendido que
aquello significaba realmente un sacrificio ofrecido a Dios. Habían
comprendido que el Jesús que se había entregado durante toda su
vida, había hecho una donación completa de sí en la muerte. De
ahí que los textos eucarísticos expresen bien esa comprensión
teológica: Esto es mi cuerpo que será entregado, esta es mi
sangre que será derramada. Ya no se trataría, pues, de palabras
jesuánicas, sino de una teología ya bien elaborada por las
comunidades primitivas dentro de un contexto eucarístico.
El texto paralelo de Lc 22,27, no presenta ningún añadido
soteriológico sino que dice simplemente: «Estoy en medio de
vosotros como quien sirve» El añadido «y dar la vida en redención
de muchos» es únicamente de Marcos. Forma parte de su código
teológico.
El contexto es claro: «Los grandes hacen violencia sobre los
pueblos (Mc 10,42 y Lc 22,25). Entre vosotros no debe ser así; el
que quiera ser grande que se haga pequeño y siervo de todos (Mc
10,43s; Lc 22,26), pues el Hijo del Hombre no vino para ser servido
sino para servir» (Mc 10,45; Lc 22,27). La secuencia es
transparente y no implica corte alguno. El orden del mundo debe
ser invertido por el discípulo porque el Hijo del Hombre también
obró así. El es el ejemplo para el discípulo. El añadido «dar la vida
en rescate» (lutron) se hizo con posterioridad, interpretando la vida
y la muerte de Jesús en un sentido sacrificial.
Este texto, por importante que sea teológicamente, no ofrece
una base histórica suficiente como para penetrar en la intención de
Jesús. ,~
4. El texto de Mc 10,38 o Mt 20,22: «¿Estáis dispuestos a beber
el cáliz que yo voy a beber?» no parece constituir una prueba.
Según la imagen tradicional, el cáliz puede significar un final feliz
(Sal 16,5-6; 23,5) o infeliz (Sal 11,6), en especial se aplica a la
cólera divina (Jer 25,15-29; Is 51,17.22; Ez 23,31-34). Aquí el cáliz
es presentado como una etapa preliminar a la gloria. Como
veremos posteriormente, su sentido más seguro no se refiere a la
muerte sino a la gran tentación en la que se debatirán el Mesías y
sus enemigos.
5. Otro indicio se apoyaría en la parábola del hijo único
asesinado (Mt 21,33-46; Mc 12,1-12; Lc 20,9-19).
Esta parábola impresionante no habla de su muerte sino que es
una severa advertencia a los sanedritas (viñadores de la viña del
Señor) para que desistan de su trama de liquidar a Jesús. Los
asocia a las responsabilidades de un Israel que exterminó a los
profetas (Mt 5,11-12 par; 23,29-36 par) Al pretender matar al hijo
traicionan su misión recibida de Dios de ser los guías del pueblo.
6. La profecía del pastor herido (Mc 14,27; Mt 26,31) es aducida
por algunos como indicio de la conciencia jesuanica acerca de su
muerte. Con la ayuda del texto de Zac 13,7, Jesús profetiza su
muerte: «Todos os escandalizaréis porque está escrito: Heriré al
pastor y se dispersarán las ovejas (Zac 13,7). Pero, una vez
resucitado, os precederé en Galilea» (Mc 14,27-28). Un buen
número de exegetas opina que el texto de Zacarías fue introducido
posteriormente por la comunidad primitiva que experimentó la
dispersión de los apóstoles. Todo el contexto que habla de
«después de haber resucitado» y de «os precederé en Galilea»
está constituido por modismos típicos de la tradición pascual más
antigua.
7. Otro texto que se presta a una interpretación en la línea de
una conciencia progresiva de Jesús acerca de su fin violento, es el
que refiere la unción de la cabeza de Jesús por parte de una mujer
con un «perfume de nardo puro de gran valor» (Mc 14,3-9; Mt
26,6-13; Jn 12,1-8). «Dejadla y no la molestéis pues ha hecho una
obra buena conmigo. Porque a los pobres siempre los tendréis
entre vosotros y cuando queráis les podréis hacer el bien. Pero a
mí ya no me tendréis siempre. Ella ha hecho lo que podía: se
adelantó a perfumar mi cuerpo para el embasamamiento» (Mc
14,6-8) Tenemos aquí una conciencia jesuanica de su sepultura.
Sepultar a los cuerpos sin ungirlos constituía una grave deshonra.
La mujer ungió a Jesús por anticipado. Los iniciadores de la
«Formgeschichte», como Dibelius y Bultmann, han demostrado
que aquí tenemos una adición posterior a un texto más antiguo (Mc
14,3-7). En este relato se percibe una polémica en la comunidad
en la que existía oposición al cuidado de los pobres. Que la parte
referente a la sepultura provenga de los tiempos apostólicos
resulta más convincente si atendemos al versículo siguiente de
color típicamente postpascual y eclesial: «Os digo de verdad:
dondequiera que se predique el evangelio por todo el mundo se
hablará también de lo que ésta hizo, en recuerdo suyo» (Mc 14,9).

8. El episodio de Getsemani ya lo hemos comentado
anteriormente (Mt 26,36-46; Mc 14,3242; Lc 20,40-46). Veíamos
allí que no es necesario interpretar la tentación como miedo ante la
muerte inminente sino más bien como miedo ante el gran combate
entre los hijos de la luz (del Mesías) y los hijos de las tinieblas, los
enemigos del Mesías.
9. Las últimas palabras de Jesús en la cruz poseen todas las
características para ser jesuánicas (/Mc/15/34; /Mt/27/46). Se nos
conservan en su versión hebrea: «Lamma sabactani». Si
observamos a Lucas y Juan caemos en la cuenta de que esas
palabras les resultaban dificultosas dada la cristología que
poseían; la divinidad de Jesús constituía ya un dato adquirido y en
Juan era el tema articulador de todo el evangelio. Por eso se
entiende que Lc 23,46, la sustituya por otra frase sacada también,
como la primera de Mt y Mc, de un salmo (30 ó 31,6
respectivamente en Marcos y Mt 22,2): «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu». Jn 16,32 podrá ser interpretado
exegéticamente como un esfuerzo a fin de evitar malentendidos
acerca del aparente abandono de Jesús estando en la cruz:
«Llega la hora y ya está ahí en que os dispersaréis cada uno por
su lado y me dejaréis solo; pero no estoy solo porque el Padre
está conmigo».
Debemos tomar estas últimas palabras de Jesús absolutamente
en serio. Aunque hayan sido sacadas del comienzo de un Salmo
(22,2) que revela la profunda aflicción del justo sufriente, así como
el consuelo que encuentra al lado de Dios hasta el punto de que
finaliza con una bendición sobre todo el mundo, nada nos indica
que hayan sido pronunciadas por Jesús en el horizonte de este
Salmo. De lo que el texto nos habla es del profundo y último clamor
de Jesús surgido del infierno de la experiencia de la ausencia
divina. El Padre con el que vivía con intimidad filial, el Padre al que
había anunciado como alguien de infinita bondad, el Padre cuyo
Reino había proclamado y anticipado con su praxis liberadora,
ahora lo abandona. Y no somos nosotros los que lo afirmamos. Es
Jesús quien lo dice. Y sin embargo él no abandona. En medio del
vacío más abisal del alma humana, sin el más mínimo titulo
personal que le pudiese servir de apoyo, tal como su fidelidad, la
lucha mantenida por la causa de Dios en contra de la situación de
la época, los riesgos que corrió y el envilecedor proceso
difamatorio y capital que sufrió, siente que ya nada existe, que él,
Jesús, pueda presentar a Dios. No obstante la desaparición del
suelo debajo de sus pies, confía, aun así. Sigue hablando sin
quizás entender radicalmente lo que dice y por eso clama (Mc
15,34; «con voz fuerte» en Lc 23,46): «Dios mío, Dios mío…»
Estamos aquí ante la máxima tentación soportada y vivida por
Jesús. La podriamos formular así: ¿Habrá sido en vano todo mi
compromiso? ¿Es que no va a venir el Reino? ¿Habrá sido todo
una dulce ilusión? ¿No habrá entonces un sentido último para el
drama humano? ¿Será que yo no soy el Mesías? Todos los
proyectos que se pudo hacer Jesús, como hombre que era, habían
quedado completamente desmantelados. Ahora se encuentra
desnudo, desarmado, totalmente vacío ante el misterio. ¿Cómo se
comporta? ¿Se aferra a alguna última imagen que le suponga
consuelo, garantía y última seguridad? Nada de eso sucede. Jesús
se entrega al misterio verdaderamente innominable. El le será la
única esperanza y seguridad. No se apoya absolutamente en nada
que no sea Dios. La absoluta esperanza y confianza de Jesús sólo
es inteligible sobre el telón de fondo de su absoluta
desesperación. Donde abundó la desesperación pudo abundar la
esperanza. Y porque la esperanza fue infinita al estar su apoyo
únicamente radicado en el Infinito, también fue infinita la
desesperanza. J/MU/ENTREGA-TOTAL:La grandeza de Jesús
consistió en soportar y vivir semejante tentación. Ninguna muerte
tiene por qué ser una absoluta soledad. Lo es cuando está
centrada en el propio yo, pero también supone la oportunidad de
entrega a algo mayor, de una entrega total. Y si en Jesús se
hubiese conservado algo, una última certeza, una seguridad en su
conciencia mesiánica, la entrega ya no habría podido ser total.
Tendría un apoyo en él mismo, sería algo para él mismo y ya no
sería totalmente para Dios. Sólo por haberse vaciado
completamente pudo ser henchido totalmente. A eso es a lo que
llamamos resurrección).
La cristología y el tema de la conciencia mesiánica de Jesús y la
de su camino concreto deben, a nuestro parecer, ser pensadas a
partir de Mc 15,34. Aquí se decide si aceptamos o no, si tomamos
en serio o no, el hecho radical de la encarnación de Dios en
cuanto humanización fontal de Dios como total vaciamiento divino,
aun de los atributos de Dios, en la linea de Filipenses 2. Dios, por
la encarnación, se ha hecho realmente otro. Por eso podemos
hablar teológicamente de la verdadera y real humanidad de Jesús
como presencia de la misma divinidad y no sólo como instrumento
de ella, como si ella misma se mantuviese aparte en una instancia
intocable y al margen de la historia. El Verbo «se hizo» carne y
puso su tienda entre nosotros (Jn 1,14), entre las sombras
mortales de nuestra vida.

2. ¿Cómo se pudo imaginar Jesús su propio fin?
Esta cuestión se suele, por lo general, tratar bajo el titulo de
cómo interpretó Jesús su muerte. Como hemos visto en los textos
aludidos más arriba, ninguno de ellos goza de la autenticidad
jesuanica suficiente como para revelarnos la conciencia y
conocimiento previo de Jesús acerca de su próxima muerte.
Opinamos que Jesús se dio cuenta sólo cuando estaba en la cruz
de que su fin era realmente próximo y de que podía morir. Es
entonces cuando con un gran clamor patentiza su profundo
desamparo, casi diríamos decepción, y se entrega a su Dios. El
texto lucano 23,46 «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»
expresa bien la última disposición interior de Jesús, disposición de
absoluta entrega sin ninguna otra consideración. ¿Qué esperaba
entonces Jesús? Si queremos hacernos una idea (con todo lo que
de vaguedad e incertidumbre puede haber en una imagen de este
género) hemos de atender previamente a los puntos siguientes:

1.RD/J/PREDICACION: Jesús predicó el Reino de Dios y no a sí
mismo. El Reino constituye la palabra esperanza, la realidad del
mundo y del hombre, realidad pecadora y decrépita, transfigurada,
reconciliada y sanada en raíz por la llegada de Dios. El Reino no
significa otro mundo, sino éste de ahora convertido en señorío
pleno de Dios, en el que Yahvé se hace presente y del que es
expulsado todo cuanto hay de adverso, malvado, mortal, antidivino
y antihumano. Esta esperanza que arranca del fondo utópico más
profundo del corazón y de la historia se convierte en el objeto de la
predicación de Jesús.
2. El Reino ya se ha aproximado (/Mc/01/15; /Mt/03/17) y está
en medio de vosotros (/Lc/17/21). Esta es la segunda gran
novedad de Jesús. No basta anunciar algo utópico sino que hay
que anunciar también que lo utópico se está convirtiendo en
tópico. Hay alguien que es más fuerte que el fuerte. Y éste ha
resuelto intervenir y poner término al carácter siniestro y rebelde
del mundo (cfr. Mc 3,27). La tónica de la predicación de Jesús, las
durísimas exigencias que plantea, sus llamadas a la conversión, se
sitúan en el horizonte de la irrupción próxima del Reino que ya está
actuando en el mundo y que en breve se va a manifestar
totalmente.
3. El, Jesús, se entiende no sólo como el pregonero de esta
venturosa noticia (Mc 1,15) sino también como su portador y
realizador: «Si yo expulso los demonios con el dedo de Dios, sin
duda que el Reino de Dios ha llegado hasta vosotros» (Lc 11,20),
logion considerado como uno de los más auténticos de lo s
evangelios. Se siente tan identificado con el Reino que la
pertenencia a él exige la adhesión a Jesús (Lc 12,8-9). La realidad
concreta de ese Reino se revela en su propia praxis en cuanto
existencia-hacia, ser-para-los-demás, libre y liberado, generador
de un proceso de liberación y provocador de un conflicto con todas
las cerrazones sociales y personales de los actores históricos de
aquel tiempo.
4. El Jesús histórico se movió dentro de una atmósfera cultural
común a sus contemporáneos. Asumió uno de los sistemas que
prevalecían, el de la apocalíptica, junto con el código y las claves
que ella utilizaba como instrumentos, en especial las del Reino de
Dios y la inminencia de la intervencion divina. Muchos textos
indiscutiblemente jesuánicos son deudores a la mentalidad
apocalíptica de la época (cfr. Lc 22,29-30; Mt 19,28; Mc 13;30;|
10,23).
En este contexto hacemos alusión a dos textos fundamentales
en orden a mostrar la conciencia de Jesús. Ambos se dan en el
contexto de la última cena que el Señor celebró entre nosotros:
/Mc/14/25: «En verdad os digo que ya no volveré a beber del
fruto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de
Dios»
Y el otro de Lucas, también en un contexto eucarístico:
/Lc/22/15-19a/29: «Ardientemente he deseado comer con
vosotros esta pascua antes de sufrir, y os digo que de ahora en
adelante no volveré a comerla hasta que tenga su cumplimiento en
el Reino de Dios. Y cogiendo el cáliz, dio gracias y dijo: «Tomad y
distribuidlo entre vosotros pues os digo que no volveré a beber del
fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios… Yo os entrego el
Reino como mi Padre me lo entregó a mí, para que comáis y
bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis en tronos para juzgar a
las doce tribus de Israel».
Como ya hemos dicho anteriormente, la última cena posee un
sentido eminentemente escatológico. Simboliza y anticipa la gran
cena de Dios en el nuevo orden de cosas (Reino). Como veremos
más tarde, el pan y el vino no simbolizaban a estas alturas el
cuerpo y la sangre de Jesús que habían de ser inmolados (eso lo
descubriría la comunidad primitiva después de vivir la muerte y la
resurrecci6n de Jesús), sino simplemente la cena. Dentro de una
cena judaica, donde ya estaban presentes el pan y el vino, éstos
representaban el banquete del cielo. De ahí que, lógicamente,
Jesús diga: «Yo os entrego el Reino (cena celestial)… para que
comáis y bebáis». El pan y el vino simbolizaban la Cena-Reino.
Estos dos textos de Marcos y de Lucas no poseen ninguna
conexión orgánica con la vida de la Iglesia sino únicamente con
Jesús. Y hasta resulta extraño que nos hayan sido conservados sin
interpretaci6n teológica de la comunidad primitiva, lo que nos
induce a creer con bastante certeza que esta mentalidad
escatológica de Jesús posee un fondo histórico respetado en parte
por los primeros teólogos cristianos.
Con la ayuda del código apocalíptico se tradujo, de manera muy
adecuada, el elemento utópico y la dimensión totalizadora y
universal de la liberación. Esta es lo que verdaderamente importa y
no el instrumental linguístico, onírico y cultural que la vehiculó.
En consecuencia, según estos textos, Jesús vivió la
efervescencia de la irrupción inminente. El que después tuviera
que constatar paulatinamente que no era el Reino lo que se
aproximaba sino la muerte, es lo que constituye el motivo de su
grito en la cruz y la razón de su entrega total a Dios. El vio cómo se
desmoronaban todas las imágenes que se hacía del Reino y de su
actuación en función del Reino, pero superó esas imágenes. No
sucumbió a ellas. Mantuvo su fidelidad a Dios.
5. TENTACION-GRAN: Dentro del sistema apocalíptico, existía
un tema de suma importancia: el de la gran tentación. De ella nos
hablan los pasajes apocalípticos del Nuevo Testamento y en
especial los del Apocalipsis de Juan. De acuerdo con este tema, al
final de los tiempos, cuando el Reino esté a punto de irrumpir, se
producirá la última gran confrontación entre el Mesías y sus
enemigos. El mismo demonio instigará esa gran tentación y habrá
que estar bien armado contra ella para no caer. Y si Dios no
interviniese, hasta los buenos sucumbirían. El Mesías sería
perseguido y puesto en un extremo apuro. Pero en el punto más
crucial Dios intervendría liberando al Mesías e inaugurando el
Reino.
K. G. Kuhn ha mostrado muy bien cómo esta concepción supone
el telón de fondo de la tentación de Jesús en Getsemaní. No se ha
de ver en ella la duda interna de Jesús y la incertidumbre del fin,
sino la representación de que en breve iba a irrumpir la gran
tentación con sus amenazas y peligros de caer. En el
Padrenuestro la expresión «no nos dejes caer en la tentación» ha
de entenderse en el sentido de la tentación apocalíptica final en la
que se juegan todas las cartas y todo se decide.
En este contexto encajan también perfectamente las palabras de
tenor jesuánico: «He de ser bautizado con un bautismo y estoy
muy ansioso de que se realice» (Lc 12,50). El contexto es el de la
pregunta de Jesús a Santiago y Juan: ¿podéis beber el cáliz que
yo beberé? (Mt 20,22; Mc 10,38), y se sitúa en el horizonte de esta
gran tentación.
Pero lo más importante para Jesús era seguir siendo fiel al
Padre. «No se haga lo que yo quiero sino lo que tú (Padre)
quieres» (/Mc/14/36 par).
¿Esperaba Jesús la muerte? Jesús podía entrever su posibilidad
en las maquinaciones de los judíos y en el conflicto que se iba
urdiendo en torno a su persona. Sin embargo, no da la impresión
de que le haya supuesto un problema mayor. Sigue predicando
con la misma soberanía y empleando las mismas invectivas como
si no hubiese pasado nada. Se sabía en manos del Padre de cuya
intimidad gozaba y cuya voluntad procuraba realizar
constantemente. El lo salvaría de todos los peligros. Pero a la vez
tenía ante sí esa gran tentación tremenda y atemorizante en la que
muchos desfallecerían y en la que el Mesías habría de pasar por
enormes pruebas. Esas pruebas son las que teme y por las que
suplica al Padre.
Pero ahora, ya clavado en la cruz, siente que la muerte se la
acerca. La idea de la gran tentación se desvanece. Percibe que el
Padre quiere su muerte. El grito final revela su ultima gran crisis.
Pero la frase lucana «Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46) y la joanea «Todo está consumado» (Jn
19,30) revelan la entrega no resignada, sino libre de Jesús al
Padre.
(Págs. 103-124)
………………………………………………………………

3. Intento de reconstrucción del
camino del Jesús histórico J/HISTORICO/PROBLEMA
J/PERSONALIDAD
Como ha quedado evidente en las reflexiones anteriores, la
situación actual de los textos neotestamentarios se nos ofrece
rodeada de tal cantidad de interpretaciones teológicas que no
permite ya la reconstrucción histórica de la trayectoria de Jesús. El
Jesús histórico sólo nos es accesible en la mediación del Cristo de
nuestra fe. Con otras palabras: entre el Jesús histórico y nosotros
existen las interpretaciones interesadas de los primeros cristianos.
Esta situación es objetiva e insuperable en su globalidad. La fe no
necesita apoyarse, para su validez y vigencia, en la construcción
de un sistema histórico. Le basta saber que las interpretaciones de
las que es heredera se apoyan en un fondo general histórico:
Jesús vivió, predicó, significó la visita escatológica Dios a los
hombres, fue contestado, procesad y liquidado, y los apóstoles
dan testimonio de que lo vieron resucitado a una vida divina y
eterna. Los detalles históricos de estas varias etapas de un camino
son importantes para la fe pero no decisivos. La comunidad de fe
se interesa por ellos, promoverá los estudios críticos, pero no hará
depender su adhesión incondicional a Jesucristo de la mente de
los historiadores y de las últimas hipótesis teológicas de los
pensadores cristianos. Esto no implica que estas últimas sean
indiferentes. Son ellas las que, por regla general, alimentan la fe
concreta, la actualizan y la hacen vivir en el mundo. Pero la fe no
depende de ellas para su constitución sino únicamente para su
desarrollo, para dar razón de su esperanza y concientizar a las
estructuras racionales de su adhesión libre.
Como consecuencia de esta situación, todos los intentos de
reconstrucción del camino histórico de Jesús poseen un valor
precario, hipotético y caduCo. También la nuestra. Cada
generación hará su tentativa, de acuerdo con su situación
existencial y conforme a la interpretación de los textos del Nuevo
Testamento. Toda la fe vive en concreto de semejantes
interpretaciones. El problema no reside en el hacerlas o no.
Siempre las estamos haciendo. El acento consiste en «cómo» las
hacemos, en «cómo» se revela nuestro modo peculiar de vivir,
nuestros anhelos y nuestra situación en la sociedad y en el mundo.
Por eso coexisten tantas interpretaciones de la trayectoria de
Jesús cuantas maneras haya de historificar la fe cristiana. Sin
embargo, ninguna de ellas puede ni debe hurtarse a la
confrontación con los textos del Nuevo Testamento, al someterse a
ellos y al hacerlos instancia crítica sobre nuestras interpretaciones
y sobre nuestras vidas. Una interpretación que eluda semejante
tarea crítica no puede pretender un reconocimiento comunitario y
eclesial.
Dentro de los límites así trazados describiremos rápidamente lo
que nos parece constituir el camino histórico de Jesús de Nazaret.

1. Jesús es originario de Nazaret, en Galilea. Su familia
pertenece a los piadosos de Israel, observantes de la ley y de las
sagradas tradiciones. Fueron ellos los que iniciaron a Jesús en la
gran experiencia de Dios. Si Jesús es lo que fue y nos es dado
conocer, se lo debemos no solo al designio del Misterio sino
también a su familia. Dios no convierte en superfluas las
mediaciones sino que las utiliza para engrandecimiento de su
propia historia. Un punto importante en la vida de la familia
religiosa judaica lo constituía la lectura y meditación de los Libros
Sagrados. Esto no significaba únicamente un gesto piadoso sino
que era una verdadera escuela para la vida. Se aprendía a
interpretar la vida y la historia a la luz de Dios. Se buscaba
entender no sólo el pasado sino también el presente a la luz de la
Palabra de Dios.

2. Fue en un ambiente así donde debemos suponer (aunque no
poseamos documentos históricos para ello, pero teniendo en
cuenta que la historia no está sólo compuesta de documentos
literarios sino que el mismo ritmo de la vida constituye la fuente
principal del conocimiento histórico), que Jesús aprendió a
interpretar teológicamente los signos de su época. Eran tiempos
de opresión política y religiosa. Desde hacía siglos los extranjeros
dominaban en su tierra. Esto contrastaba con las promesas divinas
de soberanía de Israel y del Reinado soberano de Yahvé. El
pueblo vivía sometido a una interpretación mezquina de la ley y de
la voluntad de Dios. La soberanía de Jesús ante la ley y las
tradiciones no habían caído como un rayo del cielo. Se
correspondían con todo un modo de ser de Jesús que había ido
creciendo a partir de la familia y de la educación que en ella
recibió. Una profunda experiencia de Dios, íntima, cordial
(Abba-padrecito), evidente, sin mayores cuestionamientos,
henchía la vida del joven Jesús de Nazaret.

3. El ambiente cultural de su tiempo, exacerbado por la
presencia de tantas contradicciones internas de orden político y
religioso, estaba constituido por la apocalíptica. Su telón de fondo
venía dado por la experiencia de la decadencia, maldad y rebeldía
de este mundo que está dominado por fuerzas diabólicas,
enemigas de Dios. Los romanos, la paganización, el legalismo, los
compromisos de los herodianos no son sino los actores o escenas
de un drama cuyo verdadero agente es el Maligno. Pero Dios
resolvió intervenir y poner fin a todo eso. Vendrá el Hijo del
Hombre sobre las nubes. Traerá el juicio de Dios, exaltará a los
justos, castigará a los malos e inaugurará un nuevo orden de
cosas. A ese nuevo orden se le daba un nombre que suponía una
infinita esperanza y una verdadera expectaci6n para todo el pueblo
(Lc 3,15): Reino de Dios. Hay que prepararse para su irrupción.
Urge la conversión para el juicio y para la salvación. Jesús, como
hombre de su tiempo, participó de estas esperanzas
fundamentales. Hermenéuticamente la apocalíptica constituye un
sistema articulador de lo utópico del hombre. Su extraño codigo,
especial por lo que se refiere a los signos anunciadores del fin y a
su puesta en escena, está al servicio de una gran esperanza y
alegría: el Señor vendrá y vencerá. Ellos traducen el inagotable
optimismo que constituye el núcleo de toda religión ya que tal es la
matriz de la esperanza de salvación y de reconciliación

4. En su edad adulta Jesús de Nazaret se sintió interpelado por
la predicación de Juan. Esta se centraba en el juicio inminente de
Dios y en la urgencia de la conversión como preparación para él.
No se puede decir que Jesús haya sido discípulo de Juan sin que
por ello se pueda negar lo contrario. Es probable que Juan tuviese
un círculo de discípulos que lo seguían y le ayudaban en el
bautismo de penitencia (Mc 2,18; Mt 11,1-2; Jn 1,35; 3,22). Jesús,
según la versión del evangelio de Juan, llegó también a bautizar
(3,22-36; cfr. 4,1-2) no se sabe si independientemente de Juan el
Bautista o como asistente suyo. Lo cierto es que algunos
discípulos de Jesús procedían del discipulado de Juan el Bautista
(Jn 1, 35-51). También es cierto que la aceptación y el apoyo de
Jesús al mensaje central del Bautista es un hecho: es necesario
hacer penitencia. Esto supone dos cosas: que todo Israel y todo
ser humano se sitúa negativamente ante Dios, y que la penitencia
tiene como fin acoger el don salvífico de Dios pues él se acerca.
Esta predicación de Juan es considerada por Jesús como «venida
del cielo» (Lc 20,4).

5. J/JBTA: Con ocasión de su bautismo por parte de Juan (el
relato actual está lleno de teología, con retroproyecciones de la
gloria del Resucitado), Jesús tuvo una experiencia profética
decisiva. Le quedó muy claro que la historia de la salvación estaba
ligada a él. En él se decidía todo. Y así comienza a seguir un
camino propio que ya no es el de Juan. Juan predicaba el juicio,
Jesús el evangelio de la salvación y de la alegría. El primero es un
asceta rígido, el segundo es más bien acusado de comilón,
bebedor de vino y amigo de gente de mala nota como los
publicanos y pecadores. La parábola del niño que toca la flauta en
la plaza pretende concretar la diferencia entre Jesús y Juan, cada
uno de ellos actuando en consonancia con su mensaje esencial,
ya de juicio riguroso de Dios (Juan) o de alegre noticia de
salvación (Jesús) (/Mt/11/16-19; /Lc/07/31-35).

6. El gozoso mensaje de Jesús se resume fundamentalmente en
lo siguiente: a) El Reino anhelado por todos se ha aproximado; b)
hay que acogerlo mediante la fe en esa buena noticia y la
conversión; c) porque su irrupción es inminente; d) y es para la
salvación de los hombres, en especial de los pecadores; e) porque
Dios es un Padre de infinita bondad que ama indistintamente a
todos, también a los ingratos y malos, privilegiando a los pobres,
los débiles, los pequeños y los pecadores; todo ello condicionado
a la adhesión a él, Jesús, el anunciador, realizador y anticipador
del Reino, del perdón y de la salvación.

7. Este mensaje de liberación lo comunica mediante su palabra
libre y sus acciones liberadoras. Parábolas sacadas de la vida,
sentencias sapienciales de inmediata intelección caracterizan el
modo de comunicación de Jesús. Pero la principal forma de
comunicación de lo que pueda ser ese Reino que se ha
aproximado, la realiza por medio de su praxis, 1iberando gracias a
acciones simbólicas y milagrosas. Su sentido no consiste tanto en
revelar su poder divino cuanto en concretar lo que supone, sobre
el duro suelo de la historia y de la vida humillada, el Reino de Dios
en acción. Libera principalmente desabsolutizando y desmitificando
las leyes y las tradiciones que se habían vuelto necrófilas al
impedir que la vida fuese una vida humana y al incapacitar al
pueblo para la escucha de la Palabra del Dios vivo. El ímpetu de
su praxis no se orienta hacia segmentos de la vida como el culto o
la piedad ritual y devota, sino hacia la globalidad de la vida
entendida como servicio a los demás en el amor. Estar siempre
ante Dios y no sólo cuando se va a orar y sacrificar: he ahí la
exigencia fundamental de Jesús. Con el mismo espíritu con el que
amamos a Dios debemos amar también a los demás. Esto no
supone una moralización de la vida sino la creación de una nueva
cualidad de vida; es un problema de ontología y no de moral. Esta
no es sino la consecuencia o reflejo de aquélla.

8. El elemento que sustenta el mensaje y la praxis de Jesús
(«todo lo hizo bien»: /Mc/07/37) es su profunda experiencia de
Dios. Ya no se trataba del Dios de la Tora, distante y rígido, sino
del Dios-padre de infinita bondad, siervo de toda criatura humana
y simpatía graciosa y benevolente para con todos, especialmente
con los ingratos y malos (Lc 6,35b). Ante ese Dios se experimenta
también a una distancia creacional ya que a él ora y suplica. Pero
por otro lado se siente en una profunda intimidad hasta el punto de
experimentarse y llamarse Hijo. Siente que Dios actúa a través de
él. Su Reino se manifiesta en su acción y en su vida. Comer con
los pecadores, acercarse a los impuros y marginados, no significa
humanitarismo sino la forma de concretar el amor de Dios y su
perdón sin límites hacia todos aquellos que vivían con mala
conciencia o se consideraban perdidos. Aproximándose a ellos,
Jesús les transmite la conciencia de que Dios está con ellos, de
que los acoge y perdona. En función de este amor de Dios vivido
por Jesús se puede comprender lo paradójico de su vida, por un
lado liberal frente a la ley, las tradiciones y las etiquetas sociales y
religiosas de la época y por otro de un extremo radicalismo ético,
como lo demuestra el Sermón de la Montaña. Esta paradoja se
ilumina a la luz de la experiencia de Dios, amor y bondad. Ante el
amor no se pueden imponer limites. Sería matar el amor. Este es
exigente: ha de amarlo todo y amar a todos. En razón de este amor
acepta entrar en conflicto con la ley y con las tradiciones que lo
obstaculizan y amordazan. Jesús no está contra nada, ni contra la
ley ni contra la piedad farisea. Sus oposiciones nacen de un
proyecto nuevo sobre la existencia entendida a la luz de una nueva
experiencia de Dios. A partir de ella somete todo lo demás a una
critica purificadora y acrisoladora.

9. El Reino no viene por arte de magia. Es una pro-puesta que
supone una res-puesta libre del hombre. Por eso el Reino es
histórico y está estructurado de manera personal aunque su
extensión no sea solo personal. Dios no impone el Reino por la
fuerza porque no es un Dios de violencia sino de amor y libertad.
Por eso se entiende que Jesús predique la urgencia de la
conversión con la misma fuerza con la que anuncia la buena nueva
del Reino. Lo uno no acontece sin lo otro. Y a su vez esa
conversión no constituye únicamente la condición sine qua non del
Reino. Es ya el mismo Reino realizándose en la vida de las
personas.

10. La predicación de Jesús causó impacto y convocó a las
masas por la novedad y la alegría que llevaba consigo. Y sin
embargo, ante sus exigencias de cambio del modo de pensar y de
actuar, acabó provocando una profunda crisis en el pueblo y en
sus seguidores. Lentamente se fue transformando en fracaso.
Jesús mismo advierte: «Bienaventurados los que no se
escandalizan de mi» (Lc 7,18-23; Mt 11,6). Las masas se van
apartando, luego lo hacen los discípulos y por fin los mismos
apóstoles amenazan con abandonarlo (cfr. Jn 6,67). Tenemos así
la llamada crisis galilea (Mc 9, 27ss; Lc 9,37ss). Jesús se dio
cuenta de que se estaba tramando muy seriamente contra su vida.
Lc 9,51 dice que «endureció el rostro», es decir, que tomó una
resolución firme de ir a Jerusalén; «Jesús caminaba delante de
ellos (los apóstoles) que estaban espantados y los que lo
acompañaban iban llenos de miedo», comenta Mc 10,32. Allí en
Jerusalén y en el templo debía irrumpir el Reino, según se creía,
en una corriente apocalíptica.

11. Jesús debió ir asumiendo y asimilando la crisis y la paulatina
soledad. Se le hacen duras acusaciones de falso profeta (Mt
27,62-64; Jn 7,12), loco (Mc 3,24), impostor (Mt 27,63), subversivo
(Lc 23,2.14), poseso (Mc 3,22; Jn 7,20), hereje (Jn 8,48) y otras
parecidas. «Ningún profeta es bien acogido en su propia patria»,
dice Jesús para consolarse (Mc 6,4; Mt 13,57; Lc 4,24; Jn 4,44).
Ante estas crisis Jesús tuvo que ir modificando la idea que se
hacía de si mismo. No quedó impasible, a una soberana distancia
de los hechos históricos. Al comienzo se entiende como el heraldo
y profeta escatológico de Dios: anuncia la salvación y predica la
conversión. Ante la resistencia que encuentra y al percibir que un
fin dramático se está organizando en contra de él, no modifica su
comportamiento fundamental. Sigue predicando con la misma
valentía y confiando en la capacidad humana de adhesión y
conversión. Pero se siente como el Justo sufriente del que la
teología del Antiguo Testamento y la apocalíptica habían señalado
las características. El justo, fiel a Dios y a la Ley, es perseguido,
humillado y hasta puede ser muerto, pero Dios lo exaltará. Esta
figura del justo y profeta sufriente se compagina bien con la
atmósfera apocalíptica en que se movía Jesús.
EXPIACION/MARTIR MARTIR/AXPIACION: La muerte del justo
como expiación por los pecados de los demás constituyó un tema
de la teología rabínica y no de la apocalíptica. Según los rabinos,
el mártir no necesitaba ser justo (2 Mac 7,32) pero aun así podía
expiar por los pecados de los demás (4 Mac 6,28; 17,22). Hasta un
criminal condenado a muerte podía expiar mediante la aceptación
libre de la muerte. No parece que Jesús se haya considerado
Siervo sufriente (contra la tesis de Cullmann y J. Jeremías). Según
F. Hahn y especialmente W. Popkes Jesús se habría entregado
pero sin hacer alusión al himno del Siervo sufriente de Is 53 y sin
tener conciencia explicita de serlo.

Es muy probable que la conciencia del Jesús histórico haya sido
ésta: la de considerarse el profeta y el justo sufriente (L Ruppert).
Pero esa conciencia se fue elaborando lentamente a lo largo de su
vida, a medida que iba experimentando la oposición y según iba
asimilando e interpretando él mismo la situación.

12. J/VD: Como tónica general, los evangelios dejan muy claro
que Jesús se orientaba en todo a partir de Dios y no a partir de la
situación. Su vida era una acción originaria y no una reacción a la
acción de los otros. Estaba dispuesto a hacer en todo la voluntad
del Padre al que se sentía unido. Pero esta voluntad de Dios no
significaba una especie de film en la cabeza de Jesús en el que
todo estuviese ya establecido de antemano y del que él lo supiese
todo con anticipación. Si hubiese tenido esa ciencia previa de todo,
su predicación, la insistencia en la conversión y su compromiso tan
serio no hubieran sido más que un «como si», una mera
representación. De igual modo la muerte sería también mero
teatro. Jesús era un «viator» como todos los demás hombres. Pero
como profeta escatológico y justo poseía una inaudita sensibilidad
para lo divino y para la voluntad concreta de Dios. No es que la
conociese a priori, sino que la buscaba con fidelidad y con una
total pureza interior. Se encontraba con ella en la vida concreta
que vivía como profeta ambulante, en la convivencia con los suyos,
en las disputas con los fariseos, en los encuentros que realizaba,
en la oración y en la meditación acerca del Dios que lo sorprendía
tanto en los lirios del campo como en la lectura de las Escrituras.
Cuál sería la voluntad de Dios en cada momento era algo que
Jesús no podía saber a priori, pero sí asumiendo la historia con
todo su tenor imprevisible, fortuito y casual. La intensidad de la
búsqueda y la uni6n intima con Dios hacían que siempre acogiese
la voluntad divina ya fuese en la alegría de los apostó1es que
volvían contentos de su predicación (Mc 6,30-31; Mt 14,22), ya
huyendo de los que querían prenderlo y matarlo (Lc 4, 30; Jn 8,59;
10,39) o desde lo alto de la cruz y ante la inminencia de la muerte.
No le debe haber sido fácil de asumir esa voluntad de Dios que,
posiblemente, destruía imágenes que se había hecho del Reino
(cfr. Lc 22,15-29; Mc 14,25); lo vemos claramente en la tentación
del Getsemaní. Pero lo importante era estar a la completa
disposición y obediencia de la voluntad divina hasta la muerte. Así
como toda su existencia era una existencia-para, un
ser-para-los-otros, así también los sufrimientos que soportaba
deben entenderse como asumidos ante Dios en razón de las
exigencias de la causa que representaba y por fidelidad hacia
todos los hombres en función de los cuales era profeta.

13. Visto el fracaso de Galilea donde había actuado, se dirige a
Jerusalén. Allí esperaba la irrupción total y la victoria de su causa.
Entra con los suyos en Jerusalén y se dirige al templo. Es allí
donde se debe manifestar el Reino. Mc 11,11 dice: «Entró en
Jerusalén y ya en el templo contemplaba detenidamente todo lo
que lo rodeaba. Y como se hiciese tarde salió con los doce hacia
Betania».
Creemos tener ante nosotros un texto decisivo. Forma una
cesura dentro del contexto general y constituye uno de los grandes
problemas exegéticos. Sin embargo, es inteligible a la luz de la
conciencia del Profeta y Justo de Nazaret. Entra en el templo;
contempla detenidamente todo cuanto hay en su derredor. El
Reino puede explotar en cualquier instante y desde cualquier parte
del templo. Y nada sucede… Jesús sale, se dirige a Betania donde
tenía amigos, Lázaro, Marta y María.
Al día siguiente regresa. Los evangelios nos narran la
purificación del templo. ¿Cuál pudo ser su sentido? ¿Nada más
que un gesto de rigor de Jesús? Creemos que el hecho se sitúa
dentro de su perspectiva de la llegada inminente del Reino. El
Reino no llega en el templo porque éste se ha hecho impuro e
indigno de Dios. Hay que purificarlo y entonces se creará la
condición para que Dios se manifieste en su gloria a todos y para
que inaugure su señorío sobre todas las cosas. En la versión de
Marcos el relato de la purificación concluye con casi las mismas
palabras que el pasaje anterior: «Y, llegada la tarde, salieron fuera
de la ciudad» (Mc 11,19).
FE/INTERPRETACION INTERPRETACION/FE: Una vez más se
había desmoronado una representación de Jesús. Ese proceso
interior de destrucción y nueva construcción, de muerte y
resurrección, configura el proceso permanente de la vida humana,
también de la de Jesús. El hombre vive interpretando e interpreta
viviendo. Construye para sí el significado del mundo. La tarea de la
fe consiste en eso: en librarse de esa interpretación a fin de estar
libre para Dios y su permanente novedad. Jesús era por excelencia
un hombre de fe y de esperanza.
Si la fe no consiste únicamente en adherirse a unas verdades o
a unos hechos salvíficos, sino que fundamentalmente significa un
modo de vivir por el que me entrego constantemente a Dios y vivo
a partir de él, entonces Jesús fue el creyente por excelencia. En
este sentido /Hb/12/02 afirma que Jesús es el «arjegós» y
«teleiotés» de la fe (el que comienza y pone término, el que hace
perfecta la fe). En otras palabras, el que creyó de tal manera y de
forma tan perfecta que se constituyó en el principio alimentador de
toda fe. Y lo es porque creyó lo mismo que habían creído los
prototipos de la fe en el Antiguo Testamento de los que el capitulo
11 de la epístola a los Hebreos hace la apología por extenso y de
manera inigualable. En razón de esto se le llama «pistós» (Hbr 3,2:
el que tiene fe; cfr. Hbr 2,13 y 2,17 y 5,8 aludiendo a la obediencia
que aprendió: aquí sinónimo de la fe).
La fe alimentaba continuamente la vida de Jesús. A su luz leía en
los hechos que iba viviendo ia voluntad concreta de Dios y la
asumía.

14. En Getsemani vivió los preludios de la gran tentación, la
escatológica. Había visto con claridad que se aproximaba el
momento en que todo se decidiría y temía ese momento. «Mi alma
está triste hasta la muerte» (Mc 14,34). «Voy a orar» (Mc 14,32).
Suplica para que se aparte aquella «hora» (Mc 14,35): «Abba,
Padre, todo te es posible. Aparta de mí este cáliz, pero no se haga
lo que yo quiero sino lo que tú quieres» (Mc 14,36). Se vuelve aquí
a las expresiones técnicas de «aquella hora» y el «cáliz». Jesús
sale fortalecido de la tentación. Se entrega confiado al designio
secreto de Dios. Confía en que Dios lo liberará por mal que se
presente la situación.

15. Todo el relato de la pasión se sitúa bajo el signo de la
entrega: es entregado por Judas al Sanedrín (Mc 14,10 42); del
Sanedrín a Pilato (Mc 15,1.10); de Pilato a los soldados (Mc 15,15)
y éstos lo entregan a la muerte (Mc 15,25); por fin Dios mismo lo
entrega a su propia suerte, muriendo con un grito de abandono en
los labios (Mc 14,34). Jesús se conserva siempre sereno y dueño
de sí durante todo el proceso, cualidad ésta bien observada por
los evangelios. No se trata de estoicismo. Es la confianza en la
entrega absoluta a Dios. Sigue el camino del Misterio cualquiera
que él sea.

16. J/REDENCION REDENCION/J: ¿Qué sentido dio Jesús a su
muerte? El mismo que dio a su vida. Entendió la vida no como algo
que hay que vivir y disfrutar para sí, sino como servicio a los
demás. La diaconía fue un rasgo característico de Jesús. Como
resume bien San Marcos: «todo lo hizo bien; hizo oír a los sordos y
hablar a los mudos» (Mc 7,37). Un teólogo moderno dice con
acierto: «Con toda probabilidad la investigación actual
neotestamentaria puede afirmar que Jesús no entendió su muerte
como sacrificio expiatorio, ni como satisfacción, ni como rescate. Ni
estaba en su intención precisamente redimir a los hombres
mediante su muerte. En la mente de Jesús la redención de los
hombres dependía de la aceptación de su Dios y del modo de vivir
para los demás que él les predicaba y él mismo vivía. La salvación
y la redención no dependían para Jesús de su futura muerte, sino
del hecho de que los hombres se dejasen penetrar por el Dios
universalmente bueno revelado por Jesús. Esto habría de llevar a
los hombres a un comportamiento correspondiente respecto del
prójimo, convirtiéndolos en libres y liberados. En pocas palabras, la
redención llegaría por el amor que se traduce en obras y que nace
de una fe confiada en Dios (Gal 5,6)» (·Kessler-H).
La redención no depende, por tanto, de un punto matemático de
la vida de Jesús, de su muerte. Toda la vida de Jesús es
redentora. La muerte es redentora en la medida en que está
dentro de su vida. La muerte fue asumida por él del mismo modo
como asumió todas las cosas, como algo venido de Dios. Es
evidente que, por poseer la muerte un significado cualitativo
eminente desde el punto de vista antropológico, ya que implica la
culminación de la vida, hemos de afirmar que ella representó para
Jesús el ápice de su existencia-para y de su ser-para-los-otros.
Con total intensidad y libertad vivió la muerte como entrega a Dios
y a los hombres que amó hasta el fin (cfr Jn 17,1). La muerte, en
este sentido preciso, significa la culminación del servicio de Jesús
ya que no otra cosa fue su vida. Ella posee una tal plenitud
humana que conserva un valor en sí misma. Pero ese momento no
agota el valor y la intención salvífica de Jesús.

4. Significado transcendente
de la muerte humana de Jesús
Si los motivos que condujeron a Jesús al proceso y a la muerte
fueron triviales: motivos de seguridad, de egoísmo y de
esclerotización de un sistema, su muerte, por el contrario, no tuvo
nada de banal. En ella se refleja toda la grandeza de Jesús. El hizo
de la propia opresión un camino de liberación. A partir de un cierto
momento (crisis de Galilea) contaba ya con un drama que
acechaba su vida. La muerte de Juan el Bautista no le había
pasado desapercibida (Mc 6,14-29). Conoce el destino reservado
a todos los profetas (Mt 23,37; Lc 13,33-34; Hech 2,23) y se
comprende en su línea. Por eso no fue ingenuamente a la muerte.
No es que la buscase o la quisiese. Los evangelios muestran cómo
se escondía (cfr. Jn 11,57; 12,36; 18,2; Lc 21,37) y evitaba a los
fariseos que tanto lo importunaban (Mc 7,24; 8,13; cfr. Mt 12,15;
14,13). Pero, como todo hombre justo, estaba pronto a sacrificar
su vida si fuese necesario para atestiguar su verdad (cfr. Jn
18,37), aunque en su mentalidad apocalíptica esperaba ser
liberado por Dios. Intentaba convertir a los judíos. Aun sintiéndose
aislado, no conoció la resignación o el compromiso con la situación
para lograr sobrevivir. Siguió fiel a su verdad hasta el fin, aun
cuando implicaba el mayor peligro. El peligro es así abrazado
libremente, no como fatalidad histórica sino como libertad que
pone a riesgo la propia vida para testimoniar su mensaje. «Nadie
me quita la vida; yo la doy por mi cuenta» (/Jn/10/18).
La muerte no es castigo, es testimonio; no es fatalidad, es
libertad. No teme a la muerte ni actúa bajo el miedo a la muerte.
Vive y actúa a pesar de la muerte y aunque le sea exigida, porque
el vigor y la inspiración de la vida y de su actuación no es el miedo
a la muerte sino el compromiso con la voluntad del Padre, leída en
la concreción de la vida, y el compromiso con su mensaje de
liberación para los hermanos.
El profeta y el justo que, como Jesús, mueren por la justicia y por
la verdad denuncian el mal de este mundo y ponen en jaque a los
sistemas cerrados que pretenden monopolizar la verdad y el bien.
Esta cerrazón monopolística es el pecado del mundo. Cristo
murió a causa de este pecado trivial y estructurado. Su reacción
no se planteó dentro del esquema de sus enemigos. Víctima de la
opresión y de la violencia, no usó de la violencia y de la opresión
para imponerse. «El odio puede matar pero no puede definir el
sentido que el que muere da a su propia muerte» (Duquoc). Cristo
definió el sentido de su muerte en términos de amor, donación,
sacrificio libre, realizado en favor de los que lo mataban y en el de
todos los hombres. El profeta de Nazaret que muere era
simultáneamente el Hijo de Dios, realidad que sólo se haría diáfana
realmente para la fe, después de la resurrección. En cuanto Hijo
de Dios no hizo uso de su poder divino, capaz de modificar todas
las situaciones. No testimonió el poder como dominación, pues
ésta constituye el carácter diabólico del poder, generador de
opresión y de obstáculos a la comunicación. Da testimonio del
poder verdadero de Dios que es el amor. Es ese amor el que
libera, solidariza a los hombres y los abre hacia el legitimo proceso
de liberación. Ese amor excluye toda violencia y opresión, aun
para imponerse a sí mismo. Su eficacia no es la eficacia de la
violencia que modifica situaciones y elimina hombres. Esa aparente
eficacia de la violencia no consigue romper con la espiral de la
opresión. El amor posee una eficacia propia que no es
inmediatamente visible y detectable: es la valentía que genera el
sacrificio de la propia vida por amor y la certeza de que el futuro
está del lado del derecho, de la justicia, del amor y de la
fraternidad y no del lado de la opresión, de la venganza y de la
injusticia. No es por tanto de extrañar, como lo comprueba la
experiencia de siglos y la historia reciente, que los asesinos de los
profetas y de los justos se vuelvan tanto más violentos cuanto más
cercana presienten la derrota; la iniquidad de la injusticia
desolidariza a los mismos malvados y crea separaciones entre los
asesinos. Dios no actúa si el hombre, en su libertad, no lo quiere.
El Reino es un proceso en el que el hombre debe participar. Si se
niega a ello el hombre seguirá siendo invitado a adherirse, pero no
por la violencia sino por el amor sacrificado de quien dijo: «cuando
haya sido alzado sobre la tierra lo atraeré todo a mí» (/Jn/12/32).
La muerte de Cristo, independientemente de la luz que recibe de
la resurrección, posee un sentido coherente con la vida llevada por
él. Todos cuantos, como Jesús, plantean exigencias de una justicia
mayor, de más amor, de más derecho para los oprimidos y más
libertad para Dios, han de contar con la contestación y con el
peligro de la liquidación. La muerte es vencida en la medida en
que ya no se la convierte en el fantasma que amedrenta al hombre
y le impide vivir y proclamar la verdad. Entonces es aceptada e
integrada en el proyecto del hombre justo y del profeta verdadero.
Se puede y se debe contar con ella. La grandeza de Jesús
consistió en que, a pesar de la contestación y la condenación, no
se dejó dominar por el derrotismo. Aun cuando en la cruz se siente
abandonado del Dios a quien había servido, no se entrega a la
resignación. Perdona y sigue creyendo y esperando. Se entrega,
en el paroxismo del fracaso, en manos del Padre misterioso en
quien reside el sentido ultimo del absurdo de la muerte del
Inocente. En el punto álgido de la desesperación y del abandono
se revela el summum de la confianza y de la entrega al Padre. Ya
no tiene apoyo alguno, ni en sí mismo, ni en su obra. Sólo en Dios
se apoya y sólo en Dios puede descansar su esperanza. Una
esperanza así transciende ya los límites de la propia muerte. Es la
obra perfecta de liberación: se ha liberado totalmente de sí mismo
a fin de ser todo para Dios. Si, como dice Bonhoeffer, Sócrates nos
liberó del morir por su serenidad y soberanía, Cristo hizo mucho
más: nos liberó de la muerte. Su morir tocó los limites de la
desesperación, pero su entrega en favor de los hombres y de Dios
fue tan ilimitada y total que venció el imperio de la muerte. Esto es
lo que significa la resurrección al irrumpir en el mismo corazón de
la aniquilación.

LEONARD BOFF

http://www.mercaba.org/FICHAS/JESUS/pasion_de_cristo_02.htm

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