Resulta curiosa la tendencia que tenemos (incluidos los científicos) a considerar que las hipótesis o las teorías pueden ser elevadas a la categoría de dogma. Podemos aceptar sin mayor problema que una determinada hipótesis sea rechazada por los datos empíricos. Sin embargo, buscamos verdades científicas que nos den sosiego y tranquilidad, cuando en realidad todas las hipótesis están expuestas a su refutación en cualquier momento.
Existen dos explicaciones a esta forma de comportamiento. Los humanos necesitamos estabilidad emocional. Está en nuestra propia naturaleza de seres indefensos ante tantos y tantos avatares de la vida. Es por ello que solemos aceptar sin vacilaciones los dogmas religiosos, que se nos inculcan cuando nuestra mente todavía es incapaz de razonar con argumentos. Y esta es la segunda explicación, porque la mente queda moldeada por la educación religiosa o las creencias atávicas en prácticamente todos los grupos humanos de nuestra especie. De ese modo, naturaleza y cultura diseñan los pensamientos de nuestra mente hacia la creencia y el dogmatismo. Se necesita mucho entrenamiento mental para neutralizar y reconducir los pensamientos hacia un razonamiento de criterios objetivos, equivocados o no. Las hipótesis no pueden ser “validadas”, tan solo se debilitan y terminan por ser rechazadas o se refuerzan con la información que se obtiene con el tiempo.
Los párrafos anteriores son el resultado de mi propia experiencia en la comunicación de la ciencia. En muchas ocasiones he notado la frustración de los asistentes a una charla, cuando dejo caer que tal o cual hipótesis simplemente ha ganado en apoyo o credibilidad a partir de los datos empíricos. Grave error por mi parte, porque el auditorio necesita saber que una cierta teoría ha sido aceptada de manera definitiva.
Cuando recibí el encargo de participar en los contenidos del Museo de la Evolución Humana de Burgos, uno de mis cometidos fue preparar una filogenia de las especies de homininos reconocidas por la mayoría de los especialistas. Se trataba de presentar un gran panel casi a la entrada del Museo, que invitaría a saber más sobre nuestra genealogía. Las especies tendrían que estar unidas por líneas, mostrando su relación filogenética. Es la forma común de representar nuestra evolución, en la que cada especie puede dar lugar a otra o a un grupo de ellas. En realidad, cuando se presenta un filogenia en un artículo científico (no es muy común) en realidad se está presentando una hipótesis, expuesta a ser rechazada en poco tiempo. Tan solo es cuestión de que lleguen nuevos descubrimientos. La experiencia me dice que todas las hipótesis filogenéticas han ido cayendo una tras otra con el paso de los años. Por supuesto, existen métodos ideados para proponer filogenias, que se utilizan con cierta frecuencia en paleontología. Cuando se emplean estos métodos lo más común es presentar varias filogenias hipotéticas alternativas, aceptando que la información siempre es incompleta.
Por todo ello, mi opción en el Museo de la Evolución Humana fue presentar en ese panel las especies más reconocidas por la comunidad científica, con sus respectivos recorridos cronológicos. De ese modo, una posible revisión del panel con el transcurso de los años sería poco costosa. Únicamente habría que introducir información sobre futuras especies o estirar un poco la barra que representa el recorrido temporal de las especies ya descubiertas. Por supuesto, esa decisión no siempre es del agrado de quienes contemplan el panel. Todo se puede quedar en un juego, en el que cada uno pone las líneas donde le parece más oportuno. Casi es mejor pensar que la ciencia puede ser un juego divertido, que empeñarnos en convertirla en un compendio de dogmas inamovibles.