Los miles de migrantes desesperados procedentes de África que llegaron a Sicilia deben ahora encontrar su lugar en un país en recesión.
En un principio, tienen algo en común con algunos habitantes de la isla: la falta de trabajo y de hogar.
Y apoyándose en eso, y gracias a la colaboración con unos sicilianos, un grupo de migrantes hizo de un palacio vacío de la capital siciliana, Palermo, su casa.
Cuando lo visité, el elegante edificio parecía desierto. Ni un rayo de sol traspasaba las ventanas cerradas.
Así que toqué el timbre y esperé. Pero no hubo respuesta.
Al rato, una mujer abrió la puerta. Tras ella, varios compañeros me observaban nerviosos.
Se resistían a abrir la puerta por si era la policía, me explicó la mujer.
Aunque algunos de los habitantes de la casa sabían que iba a llegar, parece ser que oir tocar la puerta les asustó.
«Bella» o mamá
Esperé en un largo pasillo, poco iluminado, con puertas ricamente decoradas.
La mujer se presentó: «Mi nombre es Wubelem Aklilu».
Y me contó que compartía el palacio con 18 personas de Etiopía y Eritrea, y con un siciliano.
Como Wubelem significa «bella» en amárico, la lengua oficial del norte y centro de Etiopía, es así como la llaman los italianos.
Aunque sus compañeros de casa le dicen mamá.
Así que Bella se mostró de acuerdo con enseñarme el que era su hogar.
Una de las primeras habitaciones a las que accedimos estaba completamente a oscuras.
Cuando encendió la luz, me encontré a mí mismo ante un altar, bajo una pintura religiosa de vivos colores.
La impresionante mansión, a la que los italianos llaman palazzo, fue construida en el siglo XIX para una de las familias más importantes de Palermo, los Florio, cuyo nombre aún circula como una de las marcas del vino de Marsala.
Los Florio cedieron el edificio a una orden de monjas, las Hijas de San José.
Pero la congregación fue mermándose con los años, y las monjas trataron de vender el edificio, sin éxito.
Así que el palacio permaneció vacío durante una década.
Peligroso viaje
Fue también hace 10 años cuando Bella dejó Etiopía.
Había tenido una tienda cerca de la universidad de Addis Abeba, la capital.
Allí, además de comida vendía camisetas en apoyo a un partido político de oposición y repartía panfletos.
Pero aquello era peligroso.
Un día, cuando se dirigía a su negocio, vio a un policía esperándola. Así que dio media vuelta y se alejó de allí rápido.
Temiendo por su vida, cruzó la frontera con Sudán, dejando atrás a su madre e hijos.
Cruzó a pie el Sáhara hasta Libia, y decidió intentar llegar a Europa por mar.
No es la única con esa idea. El número de migrantes que hacen este peligroso viaje ha aumentado exponencialmente desde que Libia se sumiera en una guerra civil, la mayoría procedentes del África subsahariana.
Más de 1.727 personas murieron en la travesía en lo que va de año y las víctimas mortales podrían llegar a ser 30.000 para diciembre si la tendencia continúa.
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Tras contactar con los traficantes de personas y lograr una plaza en un barco, Bella pasó seis día en el mar sin nada que comer.
Después, ella y sus compañeros fueron rescatados y llevados a la pequeña isla italiana de Lampedusa. Y desde allí la trasladaron a Sicilia.
Burocracia italiana
Actualmente, en muchos pueblos sicilianos, las autoridades utilizan conventos y monasterios abandonados para albergar a los recién llegados.
Y es en esas salas de mármol donde los migrantes se encuentran por primera vez con la burocracia italiana.
Cuando Bella llegó, por ejemplo, le tomaron las huellas dactilares, la evaluaron y le permitieron permanecer en Italia.
Y es que los solicitantes de asilo en Europa están obligados a vivir en el estado en el que primero pidieron protección.
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Así que Bella se encontró atrapada en un país en lucha para salir de una profunda recesión.
Los programas sociales para ayudar a los migrantes a integrarse ya no existen.
El desempleo en Sicilia es del 20%, y de cerca del 50% entre jóvenes.
Así que la etíope tuvo que arreglárselas sola.
Tras varios años en el país, ahora trabaja como cuidadora de los miembros más ancianos de una adinerada familia.
A pesar de visitar a sus clientes varias veces al día durante los siete días de la semana, lo que gana no es suficiente para pagar alojamiento.
Y hay mucha gente en su misma precaria situación en Sicilia, muchos italianos.
Nueva forma de convivencia
Ante esto, Bella contactó con una organización llamada Prendocasa, literalmente «tomo la casa», una red de gente sin hogar, tanto jóvenes italianos como migrantes, que ocupa propiedades abandonadas.
En marzo del año pasado, ella y algunos amigos de Prendocasa irrumpieron en el palacio Florio tras trepar hasta una ventana del segundo piso.
Ocupar edificios abandonados es una forma práctica de hacer frente a la «contradicción» creada por la economía italiana, me dijo Emiliano Spera, uno de los coordinadores de Prendocasa.
Y con ello se refiere por una parte al estancamiento de la economía, la falta de fondos de conservación histórica y la disminución de vocaciones católicas que resultó en que cada vez haya más propiedades vacías y en desuso. Y, por otra, al aumento del número de personas sin hogar ni empleo, asó como el de inmigrantes.
Pero Spera no sólo ve la ocupación como una forma de conveniencia política, sino como una nueva manera de convivencia.
Pude hacerme una idea de lo que defiende cuando me senté en una reunión de los residentes del palacio Florio.
Como los compañeros de piso de cualquier parte del mundo, comenzaron a discutir los turnos de limpieza, sobre la importancia de apagar las luces y de cerrar la puerta trasera cuando llueve.
Era evidente que el grupo se sentía a cargo del cuidado de la casa.
Es más, habían decidido no ocupar y arriesgarse a dañar una de las habitaciones con frescos y valiosos azulejos.
Pero pronto la conversación derivó en cuestiones políticas.
Por un cambio reciente en las leyes de vivienda del país, al ser ocupantes ilegales, Bella y sus compañeros no pueden obtener la residencia, un documento imprescindible para demostrar que tienes una dirección y para lograr un empleo, enviar a tus hijos a la escuela y tener acceso a servicios como el de salud.
Ante esto, Prendocasa se puso en contacto con ocupas de otras ciudades para coordinar manifestaciones a lo largo y ancho de Italia.
Así que días después, los residentes del edificio tomaron las calles alrededor del ayuntamiento, cantando «Somos los que ocupamos las casas», y haciendo turnos para sostener una pancarta contra las medidas de austeridad.
Llovía y la protesta era pequeña; habían logrado reunir a unas 100 personas.
Además, al ser al final de la tarde de un sábado, parecía improbable que las consignas llegaran a oídos del alcalde de Palermo.
Apoyo de ciudadanos
En un rato comencé a ver que la protesta era, tanto para los que participaban en ella como para los que están en el poder, un recordatorio de que enfrentan los mismos problemas y retos.
Y me sorprendió el nivel de apoyo en Palermo a los residentes del palazzo Florio. En general, los sicilianos parecen más acogedores con los migrantes que los italianos del norte del país, quizá por la propia historia de la isla.
Cuando pregunté a algunas personas en un café cercano a la villa Florio sobre sus opiniones del tema, una de ellas me contestó: «¿Qué pasó cuando nuestros abuelos se fueron a América?».
Otros favorecieron a los ocupantes frente a los sicilianos que tomaron una escuela católica cercana y destrozaron el lugar.
Los grupos de defensa de los migrantes en Sicilia no han documentado ningún caso de crímenes contra estos, a persar de que encontraron indicios de extorsión por parte de la mafia.
Pero sea cual sea la posición de los habitantes de la ciudad, pronto quedó claro que las autoridades querían que los ocupantes salieran del palacio Florio.
Poco tiempo después de dejar Sicilia, recibí una llamada de Bella.
El palacio, me dijo, había sido embargado y los residentes desalojados.
Ocurrió una mañana, casi al año exacto de que Bella y sus amigos ocuparan el edificio. Cuando uno de ellos abrió la puerta para salir de casa se encontró con una patrulla de la policía esperando fuera.
Los agentes irrumpieron en la casa, rodearon a todos los que encontraron en ella y los obligaron a salir. A Bella no le ha sido permitido volver a entrar a por sus cosas.
«Estoy enfadada, nerviosa, cansada», me dijo. «¿Qué puedo hacer?».
La alternativa, ¿ser indocumentado?
Mientras muchos migrantes llegan a Italia, los que están mejor informados tratan de dejar el país y buscar asilo en algún otro lugar. Los empleos escasean y el Estado no ofrece mucho apoyo.
Bella recomendó su propia hija no emprender el viaje antes de que ella llegara a Alemania y pidiera asilo allí.
Pero aún sigue en Italia y se ha inscrito en las clases para recién llegados al país.
Esta semana Prendocasa ocupó otro edificio, aún mayor que el palacio Florio, en Palermo; el que fuera la sede de una institución para sordos situado en el centro de la ciudad.
La mayoría de los que vivían en el palacio Florio se trasladaron allí, pero Bella no está entre ellos.
«Terminé con eso», exclamó.
¿Debería Bella unirse a su hija como migrante indocumentada?
Dijo que lo está pensando. «En Italia nada es fácil».