Cristina de Pizán o Pisan, indistintamente, fue italiana de nacimiento pero francesa de adopción. De ahí la diferencia fonética de su apellido. Fue una de las primeras «feministas» de la historia, y logró, nada menos que en el siglo XIV, ser una escritora reconocida. Lo fue por vocación y por necesidad.
Una biografía medieval
Nació en el año 1364 en Venecia. Su madre siempre quiso estimular su dedicación a las tareas propias del hogar, pero ella prefería seguir los pasos de su padre. Se llamaba Tomás, y de él heredó su curiosidad intelectual y su interés por el estudio.
Su padre abandonó la tierra italiana al ser reclamado por Carlos el Sabio, el rey cristiano de Francia que quiso tenerle a su lado y que ha pasado a la historia como Carlos V de Francia. Tenía entonces Cristina cuatro años de edad.
Aquel monarca, de quien siempre guardó buen recuerdo, otorgó grandes favores a Tomás de Pizán, que fue su asesor, su médico, su astrónomo y su leal y fiel consejero. Cristina gozó, por ello, de algunos privilegios.
Fue la suya una infancia feliz, en la que pudo acceder al estudio. Su conocimiento del latín le abrió las puertas del mundo de los clásicos, y pudo acceder al campo privado de los varones ilustres: la teología, la filosofía, las ciencias.
Cristina vivía alegre, entregada a las lecturas y gozando de admiración, según relata ella misma. A los quince años (una edad habitual para la época), se casó con Etienne Castel, que era notario y secretario del rey. No fue un matrimonio pactado, como tantos otros de aquel momento. Ella le quiso sinceramente y con él tuvo tres hijos. Sin embargo, su suerte, y también la de Francia, cambió.
El rey Carlos murió en 1380, y las armas sustituyeron a los libros y los astrolabios. Su amado padre moriría pocos años más tarde cubierto de deudas. El esposo de Cristina pudo conservar su cargo, pero los sueldos de los oficiales reales se pagaban de forma muy irregular, sobre todo, en un periodo de escasez fiscal.
Poco antes de morir su padre, el marido de Cristina tuvo que acompañar al rey en un viaje. Diez días después de su partida, la peste se lo arrebató para siempre.
Sola y madre de familia
Viuda a los veinticinco años, se encontró con tres hijos que alimentar –la mayor de nueve años–, el dolor de perder a un hijo recién nacido, el deber de mantener a su madre, una sobrina pobre a la que había acogido y la responsabilidad que suponían sus dos hermanos menores. Alguien tenía que tomar las riendas de la situación y, como no había otro alguien, decidió que lo haría ella.
Tomó la dirección de su casa. Sin embargo, la repentina desaparición de su esposo la había dejado totalmente indefensa. Hubo un momento en que se la llegó a demandar judicialmente en cuatro tribunales de París con el fin de negarle el patrimonio que había comprado su marido. Según escribe ella misma, «todavía recuerdo cada ocasión que pasé en aquellas salas, cómo aquellas gentes, llenas de vino y de grasa, se burlaban de mis pretensiones».
Pero una madre que tiene la obligación de velar por sus hijos no se arruga fácilmente, aunque tenga que pasar por encima de todas las convenciones sociales. Por eso insistió, y aunque tuviera el corazón encogido por dentro, se armó de dignidad en la mirada por fuera y acudió una y otra vez asistida por lo que ella consideraba que era la razón.
Aquel duro y largo periodo de juicios y pleitos, de tribunal en tribunal, lleno de respuestas dilatorias, de palabras desdeñosas y miradas insolentes, produjeron en ella un dolor difícil de comprender para quienes lo analizamos desde una época en la que la mujer tiene derecho a reclamar justicia y a actuar por cuenta propia.
Mientras esto sucedía, había que comer y, seguramente por inspiración del destino, comenzó a escribir. Podemos considerar a Cristina de Pizán la primera mujer escritora profesional. Con su pluma, logró alimentar a toda su familia. Todavía conservamos treinta y siete obras de las que escribió.
Comenzó a adquirir cierta fama, y su nombre traspasó las fronteras de Francia a través de sus escritos.
El conde de Salisbury le propuso enviar a Inglaterra a su hijo mayor, Juan, de doce años, con la promesa de recibir una educación de caballero. La desgracia quiso que, al poco tiempo, una nueva dinastía, la de los Lancaster, suplantara en el trono a los Plantagenet, y el protector de su hijo no sobrevivió al cambio.
Durante mucho tiempo la consumió la inquietud por no recibir noticias de su hijo Juan. El nuevo rey de Inglaterra quiso que se instalase en aquel país, prometiéndole que sus dotes poéticas serían apreciadas, pero ella solo deseaba que su hijo volviera a Francia, por lo cual se vio obligada a fingir que estaba a sus órdenes para poder recuperarle. Por fin, consiguió que regresara.
Más tarde, el primer duque de Milán le ofreció una renta perpetua si se trasladaba con su familia a Italia, pero el duque fue asesinado cuando ya estaban en puertas de iniciar el viaje.
Escribir para educar
Escribió algunas obras con tintes autobiográficos como L’Advision de Christine, y El libro del cambio de fortuna; en otras, reflejó su visión de la política y de los acontecimientos de la época; algunas más, incluyen descripciones que hoy nos sirven para conocer algunas costumbres de entonces. También reflejó en sus escritos la admiración que le produjeron algunos personajes contemporáneos suyos. Recordemos que fue la única escritora que relató los grandes sucesos provocados por Juana de Arco estando ella viva. Y también salieron de su pluma muchos versos y muchos consejos pedagógicos para la formación de hombres y mujeres, con los que fomentaba el cultivo de las virtudes y alertaba contra la ignorancia y el miedo, a los que consideraba dos enemigos terribles. Pero, sobre todo, escribió defendiendo el derecho de la mujer a ser considerada un ser humano con conciencia, sensibilidad y cabeza para pensar. Es difícil para nosotros imaginar el revuelo que se organizó entre los intelectuales de la época y entre los universitarios de París con su «osadía».
Fue testigo de muchos desmanes. Por eso escribió el Libro de los hechos de armas y de caballería, que habría podido titularse «cómo se hacían antaño las guerras justas». Quiso exponer lo que debe ser la guerra, recordando que antiguamente no se habría permitido que degenerase en pillaje, ni en brutales disputas callejeras o venganzas personales.
Concebía la vida con un orden establecido por las virtudes: la razón que ilumina el saber en las artes y las ciencias, el valor de la palabra empeñada, la dignidad personal, la prudencia, la justicia, la rectitud. Siempre pensó que cada individuo es responsable de sí mismo y del bien de los demás. Así nacieron los Proverbios morales, Enseñanzas morales a mi hijo Juan Castel o el Libro de las tres virtudes, entre otros.
La ciudad de las damas es una alegoría en la que Razón, Justicia y Rectitud dirigen la construcción de una ciudad para las féminas, que estará prohibida a todas aquellas que carezcan de virtudes, para lo cual se vacía primero el foso donde han de ir los cimientos de la ciudad de todos los prejuicios que los hombres han propagado sobre las mujeres.
La controversia feminista
Cristina, que nació mujer, se puso a reflexionar sobre sí misma y su conducta y sobre otras mujeres que conoció, según relata con sus propias palabras. Llegó a la conclusión de que «podía ser erróneo el testimonio de tantos hombres ilustres que vituperaron a todo el género femenino sin excepción», testimonio al que apelaban los mecanismos sociales para someter a la mujer a una condición de servidumbre y obediencia respecto al varón. Si las mujeres hubieran escrito los libros –decía Cristina– lo habrían hecho de otra forma.
Estaba convencida de que si se educara a la mujeres de la misma manera que a los hombres, ellas podrían tener las mismas facultades que ellos, incluso en el terreno científico y jurídico, aunque ella reconocía que unas serían más inteligentes que otras, pero, a fin de cuentas, lo mismo pasa con el sexo masculino.
Filósofos, poetas y moralistas parecían hablar al unísono para concluir que la mujer es intrínsecamente mala. Ella se rebelaba y le preguntaba a Dios por qué no la había hecho nacer varón a fin de no equivocarse en nada.
La Universidad de París adquirió un gran poder político en aquel tiempo que fue testigo del enfrentamiento entre dos papas. Los últimos papas habían vivido en Aviñón, eran todos franceses y estaban formados por la Universidad o influidos por ella. Jean de Meung era el abanderado de esa Universidad y tuvo la retorcida idea de ampliar un best seller del momento, el Roman de la rose, expresando abiertamente su desprecio por la mujer.
Cristina no calló y se produjo la primera disputa feminista de la que tenemos noticia. Escribió que las damas eran todos los días culpadas, difamadas y engañadas por bellacos, que su honor era pisoteado y que no eran ellas las que organizaban guerras ni mataban, herían o saqueaban.
Recibió una misiva en la que una alta autoridad eclesiástica manifestaba tener compasión hacia ella y la invitaba a corregir sus horribles palabras, prometiendo, en ese caso y gracias a su misericordia, darle penitencia saludable.
Cristina contestó con argumentos apelando a la memoria de las muchas mujeres valientes que habían existido y la querella se extendió por toda la universidad de París.
Tres años después de comenzar la disputa se creó la Orden de la Rosa, y los hombres que entraban en ella asumían la defensa del honor de las damas. Ya no estaba sola.
Un testigo singular
En 1415, el ejército francés vio caer a 7000 combatientes en la histórica batalla de Azincourt contra los ingleses, que ganó Enrique V de Inglaterra al frente de su ejército, en el que apenas hubo 400 ó 500 bajas. La desproporción de la derrota sumió a Francia en un profundo abatimiento.
Era un momento difícil en la vida personal de Cristina de Pizán, que se había refugiado en la paz del convento de Poissy, donde había profesado su hija, el único miembro de su familia que todavía vivía. Según sus propias palabras, la vida le pesaba demasiado y ni siquiera escribiendo encontraba consuelo.
Pero ocurrió algo insólito y no pudo sujetar su mano ante el papel después de once años de silencio. Una muchacha de dieciséis años había liberado Orleans en ocho días, después de estar sufriendo un asedio de siete meses. ¡Una mujer!
Aquello desató nuevamente su vocación literaria. Escribió apasionadamente sobre la virtud y la capacidad de Juana de Arco. Ella, que pasó su existencia intentando convencer a sus contemporáneos de que hacían mal despreciando a la mujer, que siempre alabó el valor como virtud femenina, no podía desear mejor justificación con el ejemplo magnífico de esta deslumbrante doncella.
Le ditié de Jehanne d’Arc fue su última obra. La sorprendente epopeya de Juana superaba con mucho todo lo que ella había podido desear, y seguramente se fue de este mundo con una sensación de complacencia interior.
No conocemos la fecha de su muerte. En 1940 se imprimieron algunos fragmentos de su obra, con lo que su figura resucitó para el recuerdo después de haber descansado en el olvido durante más de cinco siglos.
«(…) queremos sacarte de esa ignorancia que te ciega hasta tal punto que rechazas lo que sabes con toda certeza para adoptar una opinión en la que no crees, (…) porque solo está fundada sobre los prejuicios de los demás» (La ciudad de las damas, Cristina de Pizán).
Las condiciones sociales que enmarcan una vida pueden ser muy diferentes según la época. Pero toda persona aspira a una condición digna que le permita desarrollar sus anhelos más profundos. En el siglo XIV y ahora.
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