Parece indudable que todo ser humano que no es feliz busca serlo. Y aunque es bien cierto que muchos se resignan, en alguna u otra medida, a una vida gris o a la desdicha, esto no es más que otra estrategia para intentar sentirse mejor (y, en lo posible, satisfechos). De manera que tenemos a miles de millones de personas en el mundo ansiando y buscando estar, si no felices, al menos medianamente contentos.
Por lo demás, en nuestras sociedades “modernas”, donde vivir los sueños del corazón parece ser cosa reservada a unos pocos afortunados o espabilados, la gente en general aspira a estar bien, “normal”, sin grandes problemas. Y sí que hay, a pesar de todo, un nutrido número de gentes que viven vidas un poquito más coloreadas.
Empero, aún así, entre la minoría de personas que se reconocen felices o contentos en este planeta lleno de contrastes -de inmensos rebaños y elitistas pastores-, la mayoría basan su felicidad o satisfacción en circunstancias o condiciones coyunturales y, en todo caso, temporales, las cuales podrían cambiar en un instante y abocar directamente al abatimiento, la desolación y el ostracismo a quienes antes se declaraban contentos. “De momento me va bien –dicen-, tengo trabajo, familia, un hogar, y alcanzo para vivir con cierta desenvoltura”.
Cuando, comúnmente, hablan así de la satisfacción o felicidad, es obvio que no se están refiriendo a algo estable y duradero. Ahora bien, ¿podemos seguir entonces llamando –con propiedad- felicidad o bienestar a un estado tan volátil y fluctuante?
Por ejemplo, como bien sabemos, ese precario bienestar –fundamentado en bases movedizas- se viene abajo masivamente, cada cierto tiempo, en lo que llaman crisis, pues eso es lo que pasa cuando en las sociedades las cosas no se hacen por el bien común, sino para el interés y el beneficio de unos pocos, quienes pueden manejar fácilmente los hilos desde la trastienda, porque el 95% de la población asume un papel -o papelón, mejor dicho- de incapacidad, subordinación y dependencia. Un papelón, por cierto, que se asume como inevitable y se normaliza y justifica de una y mil maneras, pues todo parece mejor que afrontar cuestiones profundas, básicas y sangrantes que atañen a… uno mismo.
Y es aquí –mirando por primera vez al interior, en vez de echar siempre balones fuera-, donde podríamos empezar a indagar de verdad, con sincera honestidad y rigor, las causas de la infelicidad y, por ende, los factores clave que realmente contribuirían al bienestar integral, tanto individual como colectivo.
“No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita”, reza un viejo adagio de la sabiduría popular, mostrando certeramente cuán paradójico, subjetivo e intransferible puede llegar a ser el asunto de la felicidad.
A lo mejor este dicho, lejos de ser un tópico, es bastante más sabio de lo que muchos pensaban. Por de pronto echa abajo un –este sí- auténtico cliché, a la altura de nuestra civilización tan evolucionada: “tanto tienes, tanto vales”.
Sugerir que el valor de uno mismo no estriba necesariamente en las posesiones de cualquier tipo (materiales, estatus, fama, éxito social, laboral, pareja-casa-coche, etc.), puede dejar a más de uno (y de dos) bastante descolocado; o inmediatamente puede suscitar una reacción burlona o despreciativa (esto último en los más materialistas, o “apegados a las cosas”).
Apegados, dije de pasada, como quien no quiere la cosa; pero este es –si se escarba un poquito en él- un tema clave, insospechada y pasmosamente clave…
¿Qué es el apego? Para empezar a comprender la trascendencia del asunto del apego, nos ayudará primero ver lo que convencionalmente se entiende por felicidad, y podremos luego vislumbrar qué tan relacionado el apego está al concepto de felicidad y a los inevitables efectos (sufrimiento, desequilibrio y miseria) que tal visión implica.
La Real Academia Española recoge en su primera acepción de la palabra felicidad el sentir convencionalmente aceptado por el colectivo sobre la misma, pues la define como (ojo, que vienen curvas!) “estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”.
¿Te suena? ¿No es acaso esta una versión más políticamente correcta del aserto“tanto tienes tanto vales”, que de esta forma es socialmente encumbrado y refrendado? Pues, amigos, si la posesión de un bien (o bienes) es la felicidad, en un mundo donde el dinero y las posesiones materiales son el becerro de oro que casi todos adoran, es fácil de comprender que, bajo este punto de vista, poseer (y, por tanto, comprar, obtener o consumir –o robar) son la llave de oro (cómo no) de la felicidad… de la felicidad “con fecha de caducidad” o momentánea, claro.
Todo el mundo ha oído alguna vez, o conoce directamente en su entorno, de historias de grandes millonarios extraordinariamente tacaños o “agarrados” que vivían entre estrecheces para ahorrar dinero; o de otros que, “teniéndolo todo” pero ansiando todavía un poquito más, cayeron en las conductas más inescrupulosas, rastreras o psicopáticas (de estos abundan en los palacios gubernamentales, gabinetes ministeriales, despachos de multinacionales, corporaciones farmacéuticas, financieras, etc.), o de aquellos que, confundidos y perdidos en la fama y la “celebridad”, despilfarraron o fundieron rápidamente su fortuna, cayendo en las drogas o en la violencia homicida, para terminar internados, presos o, en no pocos casos, muertos.
También están los que, de procedencia humilde, se vieron de la noche a la mañana como dueños de enormes sumas de dinero, ganado en loterías, experimentando desde ese momento un cambio de vida tan rápido y brutal, o asumiendo responsabilidades y preocupaciones tan grandes (para las que no estaban preparados) que no pudieron soportar la presión y, desesperados por los efectos descontrolados que no sabían manejar, se quitaron la vida.
Sarcásticamente, pero con mucha inteligencia y cierto fondo de experiencia familiar, Groucho Marx dijo una vez: “partiendo de la nada hemos llegado a la más absoluta de las miserias”. Una sentencia muy descriptiva de aquellas historias, muy comunes, que hemos mencionado, las cuales reflejan otra gran verdad que, una vez más, fue plasmada en otra frase lapidaria de la sabiduría popular: “el dinero no da la felicidad” (lo cual se hace extensivo a las posesiones de cualquier tipo).
Y si ni el dinero ni las posesiones materiales o nominales (títulos, prestigio, fama) o situacionales (pareja, hijos, profesión) dan la felicidad, y si, mirando todo alrededor, cualquier cosa que veamos o imaginemos no dura para siempre, sino que se acaba o se pierde algún día, entonces, ¿dónde diantres está o puede hallarse la felicidad?
La preguntita, si se escucha y se plantea sinceramente, nos lleva de nuevo a lo único que no consideramos cuando nos empeñamos en buscar afuera -en todas partes y objetos-, lo que en realidad está adentro: en uno mismo.
Y ahora entenderemos mejor que el apego -la adicción a las cosas, personas y situaciones “deseables”-, que por causa de la no obtención o la pérdida de lo ansiado o lo atesorado (con lo cual nos hemos identificado y de lo cual hemos hecho depender nuestra felicidad), nos conduce inexorablemente a la frustración, la ira y el desequilibrio (deparando sufrimiento continuado a través de un rosario de estados anímicos, psíquicos o emocionales aflictivos)… está justamente en nuestro interior, y nosotros mismos lo alimentamos.
Y ya no le podemos pasar “la patata caliente” a otro, porque –aunque nos escueza y duela reconocerlo al principio- ahora sabemos que las creencias, tendencias y actitudes que tanto nos estaban boicoteando y lastrando, sin saberlo, están efectivamente operando en nosotros; y a nosotros nos corresponde revisarlas, replanteárnoslas y, en su caso, obrar en consecuencia.
Alan Omar Santhi, para Mache blog
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