David Darling
Contenido
El Fin
- La Muerte llega por Envejecimiento
- La Búsqueda de la Eternidad
- Visiones de Paraíso
- Puerta al Infinito
- Pensamientos Egoístas
- La “I” de Ilusión
- ¿Alguien para el Te?
- Mente Fuera del Tiempo
- La Verdad, Toda la Verdad
- La Muerte y más Allá
El Principio
El Fin
El evento de la muerte siempre es desconcertante; nuestra filosofía nunca la alcanza, nunca la posee; siempre estamos al principio de nuestro catecismo; siempre con una definición pendiente. ¿Qué es la muerte?
– Ralph Waldo Emerson
¿Qué sucede cuando morimos? ¿Concluye todo lo que somos? ¿Se pierde la conciencia para siempre? ¿O alguna chispa vital dentro de nosotros, un espíritu o un alma, continúa viviendo?
Se nos hace increíble pensar en que no tengamos una mente, que nuestra conciencia se apague como una vela. Aún así, el hecho real es que dentro de unos cien años más o menos, todos los que hoy vivimos – todos los 6 mil millones – estaremos muertos. Nada en la vida es más cierto. Más tarde o más temprano, sea lo que sea que hagamos o que realicemos, nuestros despojos físicos estarán pudriéndose en la tierra o habrán sido convertidos en cenizas. O quizá como el cerebro de Einstein, algunas partes de nosotros estarán encurtidos en formaldehído para la posteridad y la ciencia.
Buscamos a nuestro alrededor para reconfortarnos. Pero el mensaje de la línea frontal de la investigación cerebral no podía ser más sombría. No debemos crear ninguna esperanza, nos dice, de ser capaces de continuar después de la muerte. El cerebro juega, obviamente, un papel muy importante en hacernos lo que somos. Cuando sus funciones son deterioradas, por la bebida, drogas o enfermedad, “nosotros” también nos alteramos. Y cuando los altos centros del cerebro están completamente fuera de acción, por un golpe en la cabeza o por anestesia general, todo nuestro ser interior parece cerrarse temporalmente. Durante la vida, nuestros recuerdos, personalidad y estado de conciencia, parecen depender crucialmente del estado en que se encuentre esa masa bizarra interior que está entre nuestras orejas. ¿Por qué, entonces, queremos engañarnos a nosotros mismos? ¿Porqué mantener esperanzas de poder ser capaces de pensar y permanecer conscientes cuando el cerebro esté muerto, si ni siquiera podemos hacerlo en las profundidades del sueño?
Los seres humanos somos las únicas criaturas en la tierra que sabemos que vamos a morir. Pero ese presagio ha llegado apenas recientemente y se pasea a la cara de 4 mil millones de años de evolución. Esos eones nos han condicionado genéticamente para tratar de hacer todo lo posible para preservarnos a nosotros mismos y a nuestra especie. El resultado es que nos encontramos en un gran dilema. Estamos programados para sobrevivir por medio de nuestros genes y aún así estamos dolorosamente conscientes de nuestra mortalidad gracias a nuestro avanzado cerebro. Si admitimos que la muerte es inevitable, entonces nuestro deseo de sobrevivir puede quedar fatalmente debilitado. Por otra parte, si negamos la muerte, tendríamos que hacernos los ciegos ante un hecho patente del mundo real.
Sólo existe una salida posible de escape – creer en una vida después de la muerte. Con esto podemos afrontar la pesadilla a la que la muerte somete a la mente racional.
Los cultos que tratan sobre almas y la inmortalidad han surgido en todas partes, en el tiempo y el espacio del ser humano. Tan hacia atrás en el tiempo, como el Neolítico y aún posiblemente antes, el hombre ya tenía fe en la supervivencia del espíritu más allá de la muerte. Los arqueólogos han encontrado que los seres prehistóricos enterraban comida y armas con sus compañeros fallecidos para equiparlos para la vida venidera. En cuevas en Israel, los restos de Neandertal de casi 100,000 años de antigüedad han sido desenterrados en medio de evidencias de un ritual funerario. Incluyen el esqueleto de un joven de trece años encontrado en una cavidad cortada en la roca de Qafzeh. El cuerpo del joven había sido puesto sobre su espalda con el cráneo descansando en la pared de la tumba. Sus manos hacia arriba. A través de las manos y pecho había sido colocada cuidadosamente la cornamenta de un ciervo. En las cuevas de Shanidar en las montañas de Iraq, se encontró un esqueleto masculino recostado sobre su lado. Recubriendo la tumba había rastros de pétalos de flores esparcidos ritualmente.
Desde la prehistoria hasta hoy en día, nos hemos enfrentado con la brevedad de la vida terrestre y el sueño por una eternidad. Han surgido grandes sistemas religiosos para servir de puntos primordiales para nuestra creencia. Pero hoy, estas enseñanzas tradicionales y nuestra adorable creencia en un después de la muerte – lo que Sigmund Freud llamó el “más viejo, fuerte y más insistente deseo del ser humano” – se encuentran en peligro. Los dioses y las almas parecen fuera de lugar en este universo estéril y más parecido a una máquina que nos muestra la ciencia.
A medida que la creencia primaria en nuestra naturaleza espiritual se marchita, así buscamos mayores explicaciones para rechazar o volver ficticia la muerte. La muerte ha reemplazado al sexo como el gran tabú. Aún el mencionarlo, es indicativo de mal gusto, y cuando nos golpea de cerca la tratamos con indignación. Decimos, el ser querido fue “acometido por…”, como si se tratase de algo no natural el hecho de morirse. Freud indicó que cuando una muerte acontece, “Nuestra costumbre es la de hacer hincapié en la causa fortuita que causó la muerte – accidente, enfermedad, infección, edad avanzada; de esta manera realizamos un esfuerzo para cambiar la muerte, de una necesidad, a un evento casual.”
Nos distanciamos de la muerte convirtiéndola en una institución. Mientras que en épocas anteriores la mayoría de la gente pasaba sus últimos días en casa rodeados de la familia y amigos, hoy en día las cuatro quintas partes de todos nosotros somos enviados a hospitales o asilos de ancianos. Se nos oculta a los ojos de los jóvenes y de los sanos y somos atendidos por extraños. A medida que se acerca el final, se nos cambia discretamente a pabellones para los desahuciados o ya en fase final y hacia máquinas de soporte vital final. La tecnología ocupa su lugar. Y cuando eventualmente morimos, se le hecha la culpa a lo inadecuado del equipo o a los fallos en el tratamiento.
En lugar de aceptar a la muerte como un hecho natural e inevitable de la vida, estamos en peligro de convencernos a nosotros mismos, de que, si tuviéramos mejores avances médicos, seríamos capaces de alargarlo por el tiempo que deseásemos. “Algunas personas quieren obtener la inmortalidad a través de sus obras o de sus descendientes,” dijo Woody Allen. “Yo quiero obtenerlo no muriéndome.” Ahora, por vez primera, la ciencia parece estar ofreciendo una pequeña esperanza de burlar a la muerte. Ya, algunas de nuestras partes vitales pueden ser reemplazadas con substitutos naturales o sintéticos. Con el tiempo, parece, los cirujanos de trasplantes serán capaces de hacer por los humanos lo que cualquier mecánico competente, en un garaje bien equipado, puede hacer por un coche.
En otro frente distinto, continúa la investigación por encontrar las formas de disminuir o parar la constante degeneración de nuestros cuerpos. La inmortalidad sin muerte, nos hace señas. Quizá dentro del próximo siglo, nos dicen, existirán elíxires de vida en las farmacias tan a la disposición como hoy en día se venden las vitaminas. Entonces, el viejo sueño de los alquimistas se habrá hecho realidad y, junto con nuestros víveres semanales, llevaremos a casa lo necesario para disminuir, o aún invertir, nuestro proceso de envejecimiento.
Algunos de nosotros puede ser que no vivamos lo suficiente como para beneficiarnos de estos avances. Pero no importa. Por un precio, podemos arreglar que pongan nuestros restos aún frescos en congelamiento total – o todo nuestro cuerpo, o simplemente nuestra cabeza (una “neurona”), almacenados como un pepinillo en nitrógeno líquido – a esperar el glorioso día cuando la tecnología pueda regresarnos a la vida. ¿Qué tan desesperados podemos llegar a estar? Los biólogos británicos Peter y Jean Medawar expresaron cual debe de ser la opinión de un individuo que piensa racionalmente: “En nuestra opinión, el dinero gastado en estos sistemas para la conservación de la vida humana es un dinero perdido, siendo dichas sumas lo suficientemente grandes como para merecer una auto-demanda punitiva a modo de multa por credulidad y vanidad.”
Están apareciendo signos de peligro; nos estamos obsesionando por aferrarnos a la vida, evitando la muerte, a cualquier precio. Y no sólo nuestra dignidad está en juego. Hemos perdido contacto con el mundo natural y nuestras raíces espirituales. Ya no existe un sentido de participación en el ciclo de la vida, la renovación, la secuencia regenerativa de la-vida-la muerte-la vida. El hombre occidental ha vagado en un desierto espiritual donde las tradiciones de intimación con la naturaleza, el rito final de la travesía, y la creencia en una vida eterna han sido totalmente olvidadas.
Le tememos a la muerte por muchas razones. Tememos la posibilidad del dolor porque lo vemos en las caras de otros, la agonía y la angustia de un cáncer terminal. Tememos lo impredecible de la muerte, su pasmoso poder para traer en un instante el final de todo lo que hemos vivido y trabajado por ello. Tememos la muerte de los que amamos – padres, consortes e hijos. Pero por encima de todo, le tememos a la pérdida de nosotros mismos.
En las palabras de Sogyal Rinpoche, uno de los principales exponentes hoy en día del Budismo Tibetano:
…nuestro deseo instintivo es vivir y continuar viviendo, y la muerte es un fin salvaje de todo aquello que tenemos por familiar. Sentimos que cuando llegue, nos sentiremos inmersos en algo muy desconocido, o que nos volveremos en alguien totalmente diferente. Nos imaginamos que nos encontraremos perdidos y desconcertados, en lugares que nos son desconocidos. Imaginamos que será como despertar solos en un tormento de ansiedad, en un país extraño, sin conocimiento de la tierra o del idioma, sin dinero, sin contactos, sin pasaporte, sin amigos…
En tanto que creemos todo, creemos que tenemos un exclusivo, “ser” personal, un “yo” interior, que debe ser preservado a toda costa. Pero si nos atrevemos a analizar profundamente a este ser, nos encontramos que esta hecho de no más que un simple equipaje reunido durante su vida: un nombre dado, un carácter y una biografía modelados por nuestro comportamiento con otras personas, recuerdos de eventos pasados, posesiones, familia y amigos, una ciudad natal y todo lo demás con lo que nos hemos cruzado y reclamado como “nuestro.” Estas son las frágiles propiedades de las cuales dependemos y a las cuales nos aferramos desesperadamente. Tememos a la muerte por que significa un final de todo ello y, por lo tanto, a la persona con la que los confundimos. Sogyal Rinpoche puntualiza:
“Vivimos bajo una identidad asumida, en un mundo de cuento de hadas no más real de lo que pueda ser la tortuga Mock en Alicia en el País de las Maravillas. Hipnotizados por la emoción de construir, hemos alzado las casas de nuestras vidas sobre arena. Este mundo puede parecernos maravillosamente convincente hasta que la muerte colapsa la ilusión y nos expulsa de nuestro escondite.”
Dice el dicho “No puedes llevártelo contigo”. No, pero tú tampoco te puedes llevar “a ti mismo”. Y esa es la fuente primordial de nuestro temor a la muerte.
¿Qué esperanza, entonces, podemos tener para después de la muerte? Nada – absolutamente nada – si creemos lo que dicen muchos científicos. Toda la vida, argumentan, puede entenderse en términos de reacciones químicas. Cada evento, todas las maravillas de la naturaleza, pueden explicarse por el golpeteo y zangoloteo accidental de partículas. El cerebro es la mente. ¿Porqué tomarse la molestia de especular más allá, acerca de un alma inmaterial o un después de la vida?
Hemos llegado a respetar el veredicto de los científicos en casi cada cosa, por que la ciencia funciona muy bien. Hace progresos. Nos dice, con más y más detalle como se comportan los átomos ó como se ha desarrollado el universo. Nos da una visión privilegiada del guión matemático que sigue la naturaleza. Y, más visible para la persona común, nos conduce a toda clase de maravillas tecnológicas que han transformado nuestras vidas.
En efecto, la ciencia ha usurpado a la religión y los científicos se han convertido en nuestros nuevos altos sacerdotes. El problema es que cuando la ciencia trata sobre temas espirituales o morales, se vuelve un completo desastre. Para la ciencia, el ser humano no es más que una máquina complicada. ¿Y cómo puede una máquina tener alma? El respetado neurólogo Richard Restrak ha llegado hasta a realizar evaluaciones del cerebro con un escáner PET para encontrar evidencia del alma. Es innecesario decir que ha salido con las manos vacías.
Como sociedad, hemos cometido el error de pensar que como la ciencia puede responder muy bien a muchas preguntas, podría eventualmente ser capaz de contestarlas todas. Los científicos solían ser muy modestos en sus afirmaciones. Pero recientemente un buen número de ellos se han vuelto más ambiciosos, como si el poder ilusorio que les hemos otorgado hubiese afectado su buen juicio. El resultado ha sido un gran número de grandiosas pretensiones que no pueden ser ni justificadas ni cumplidas. Por ejemplo, Steven Hawking terminó su libro A Brief History of Time con la declaración de que si su teoría acerca del universo era apoyada, nos ayudaría “como la mente de Dios.” Hawking puede ser un genio, pero sus opiniones acerca de Dios no tienen más peso que las que pueda tener su vecino de la puerta de al lado. De una manera similarmente directa, el biólogo-evolucionario de Oxford, Richard Dawkins, autor de The Selfish Gene, ha dicho: “La ciencia nos ofrece una explicación de como la complejidad surgió de la simplicidad. La hipótesis de Dios no ofrece una explicación que valga la pena para nada… No podemos demostrar que no hay Dios, pero podemos concluir con seguridad de que El es muy, muy improbable de verdad.”
Dawkins puede sacar las conclusiones que él desee. Pero otros pueden pensar que su agresiva intolerancia hacia la religión destruye el mismísimo dogma que el está tan ansioso por evitar. No es difícil de ver porque el reduccionismo falla en encontrar un Dios o un alma, o inclusive un aspecto subjetivo de la experiencia humana. Todos estos aspectos están fuera de la agenda de los reduccionistas desde el propio principio.
Al tratar temas tales como la muerte y la vida después de, son esenciales una mente abierta y una tolerancia para todos los puntos de vista. Necesitamos mirar a través de los ojos del científico y del místico y aprender lo más que podamos de ambos. Al hacer esto, estaremos siguiendo simplemente las pautas de algunos de los verdaderamente más grandes pensadores del mundo.
Gente de la calidad de Niels Bohr y Alberto Einstein eran muy concientes del enlace entre su propio trabajo y las tradiciones místicas ancestrales. Bohr, el más influyente de todos los pioneros de la mecánica cuántica, dijo una vez: “Como paralelo a la lección de la teoría atómica… [Debemos darle vuelta] a esos tipos de problemas epistemológicos con los cuales ya pensadores como Buda y Lao Tzu se han enfrentado, al tratar de armonizar nuestra postura como espectadores y actores en el gran drama de la existencia.”
De igual manera, el actual Dalai Lama ve la posibilidad de un enlace entre la ciencia y formas más intuitivas de conocimiento. Escribe: “La Muerte y el Morir proporcionan un punto de encuentro entre el Budismo Tibetano y las tradiciones científicas modernas. Creo que ambos tienen mucho que contribuir entre sí al nivel de entendimiento y de beneficio práctico.”
La ciencia nunca sería una buena religión. Por su propia naturaleza, se encuentra encadenada a lo material y mensurable. Si va demasiado lejos, siempre resbalará en su propia red. Pero como consecuencia de los recientes descubrimientos acerca del mundo, los científicos están siendo animados a pensar más holísmicamente [Holismo – doctrina epistemológica]. Por ejemplo han existido algunos cambios trascendentales en la forma como la ciencia se enfrenta a sistemas complicados. Estos son sistemas que, formados por elementos que se rigen por leyes fijas, están hechos de tantos elementos que esas leyes se pierden en una tormenta de complejidades. Los organismos vivos, resulta ser, no pueden en principio comprenderse totalmente en términos de las partículas separadas de las cuales están formados. Aún a un nivel material, somos más que sólo la suma de nuestras microscópicas partes.
Los científicos también han tenido que revisar drásticamente su punto de vista en la relación del ser humano con el universo. Desde la física del mundo subatómico, la mecánica cuántica, hemos aprendido que sería insignificante hablar acerca de la existencia de partículas fuera de nuestras observaciones. Parece ser que interrogando al temperamento en su nivel más fino realmente jugamos una parte decisiva en traer algunos aspectos de la realidad a que sucedan.
El reduccionismo, había separado, efectivamente, al hombre del universo. Se había convertido en una parte del canon científico de que las experiencias del ser humano eran algo de un orden inferior a la realidad, de lo que lo eran los eventos “externos.” Pero ahora, la mecánica cuántica insiste en que no podemos aferrarnos a esa dualidad. Las partículas efímeras que aparecen en los experimentos de laboratorio, deben sus cortas vidas a los investigadores que las observan. Las partículas no están ahí siempre, esperando a ser detectadas. Su existencia está provocada por el campo cuántico donde nada es sólido ni definido. La frontera entre sujeto y objeto se ha vuelto borrosa.
También a escala cósmica, nos hemos encontrado de repente e inesperadamente lanzados al punto de atención. Resulta que vivimos en un universo irrazonablemente bien adaptado para el desarrollo de la vida. Hace alrededor de 15 mil millones de años, espacio, tiempo, materia y energía se combinaron en una explosión titánica conocida como el “Big Bang.” Nuestra presencia aquí, hoy en día, se debe a que esa explosión fue precisamente lo violenta que fue; aún un pequeño cambio en el tamaño de la explosión, habría ocasionado que el universo se deshiciera o cayese sobre sí mismo antes de que las estrellas, planetas y vida tuviesen alguna oportunidad de llegar a formarse. Otras coincidencias misteriosas se han encontrado en las fuerzas relativas a las cuatro fuerzas básicas de la naturaleza y en la localización muy particular de los niveles de energía en los átomos clave como son el carbono y el oxígeno. Donde quiera y cuando sea que miremos, nos encontramos con que la naturaleza se muestra extrañamente comprensiva a la evolución de la vida y la inteligencia.
Estas nuevas perspectivas del mundo no han traído realmente una dimensión espiritual a la ciencia. Eso sería pretender demasiado. Pero han permitido que la brecha entre lo espiritual y lo material se estreche. Comenzamos a ver que escribimos la narrativa de la naturaleza de una manera fundamental y misteriosa. La mente ya no es sólo algo existente en un vacío jugando con objetos neutrales y tratando de acomodarlos dentro de una teoría poco inteligente; más bien “pertenece” al universo. La nueva imagen científica, con sus armónicos holísticos, se asienta mejor con ideas intuitivas tales como reverencia por la tierra, el agua y el aire. Es el mantenernos con un sentido de lo sagrado y un sentimiento sin palabras, la manera en como pasamos a formar parte integral e inseparable de todo lo que existe.
La naturaleza, así lo apreciamos ahora, es una unidad elegante, ya se trate de que nos preocupemos por estudiar el macrocosmos de las estrellas y galaxias o el microcosmos del átomo. Y nosotros, parece ser, podemos tener un papel – quizá un papel muy importante – a jugar en el desarrollo de este drama. El universo en el que nos encontramos es una evolutiva red de espacio-tiempo que lo ha producido todo desde partículas hasta gente, desde cuarks a conciencias.
Ahora ha llegado el tiempo para que ampliemos nuestro campo de investigación. Al voltear la cara hacia misterios más profundos de la vida y de la muerte, necesitamos comprender no sólo lo que está fuera de nosotros, si no también lo que tenemos dentro. Como escribió Tolstoi: “La más alta sabiduría sólo tiene una ciencia, la ciencia del todo, la ciencia que explica la Creación y el lugar del hombre en ella.”
Nos preguntamos cual es el propósito de la vida y porqué tenemos que morir. Pero la ciencia nos ha enseñado que la vida y la muerte, en el más amplio sentido, están en todo alrededor de nosotros. Existimos hoy en día por que hace miles de millones de años, las estrellas gigantes “vivieron” y “murieron” en grandes explosiones que lanzaron al exterior los elementos pesados formados por la fusión, de los cuales se componen nuestros cuerpos. Sólo viviendo y muriendo han sido capaces de evolucionar las plantas y los animales en formas tan complejas como lo somos nosotros mismos. Sólo viviendo y muriendo, otras formas de vida, es como continúan proveyéndonos de alimento y oxígeno. Y sólo viviendo y muriendo, es como contribuimos de una pequeña manera al proceso de reciclado universal.
La simple verdad es que no habría un usted, y no existiría un universo viable, sin la muerte – la muerte de estrellas y la muerte de sucesivas generaciones de vida orgánica. En palabras del filósofo John Bowker:
Si usted pregunta, “¿Porqué me está sucediendo la muerte (o a cualquiera)?” la respuesta es: porque el universo le está sucediendo a usted; usted es un evento del universo; usted es un niño de las estrellas, al igual que sus padres, y usted no podría ser un niño de ninguna otra manera. Aún mientras vive, y ciertamente cuando muere, los átomos y moléculas que están actualmente encerrados en su forma y apariencia se escapan y se dispersan hacia otros aspectos y formas de construcción.
Sabemos que eventualmente nuestros cuerpos se desintegrarán. Sabemos que nuestros cerebros dejarán de trabajar. La gran pregunta permanece, en relación a si la conciencia está igualmente condenada. ¿Existe, tal y como tan desesperadamente tratamos de creer, una vida después esperándonos más allá de las rejas de la muerte? La respuesta, creo, se encuentra a nuestro alcance.
Así como algunos científicos se asoman en los más intrincados huecos del cerebro humano, otros continúan refinando nuestro conocimiento de las experiencias cercanas a la muerte. Se están dando pistas de la naturaleza y el futuro de la conciencia, en campos tan diversos como la neurología, psicología, cosmología y física cuántica. Y sumado a todo esto se encuentra un creciente sentido de que una fusión entre las más altas enseñanzas de la ciencia, religión y misticismo debería de haberse realizado hace tiempo – una gran síntesis que nos ayudará finalmente a resolver el más gran misterio en el universo.
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