«Te voy a mandar violar para que te hagas mujercita», le decía su hermana.
Por aquel entonces Kattia Montenegro, una estudiante de 21 años de Arequipa, una ciudad del sur de Perú, no había hecho pública su orientación sexual.
Pero su hermana sabía que era lesbiana y le hacía la vida imposible, hasta tal punto de amenazarla con una violación «correctiva».
Practicar sexo con un hombre, «probar un buen varón», la «enderezaría», según ella.
Las mujeres homosexuales que se han visto sometidas a este tipo de prácticas con el objetivo de forzarlas a la heterosexualidad no se ven reflejadas en las encuestas sobre violencia en el país.
Pero los expertos, tanto del gobierno como de la sociedad civil, aseguran que no son casos aislados.
«Lamentablemente es una práctica que tiene cierta recurrencia», reconoce Margarita Díaz Picasso, la directora general de Igualdad de Género y No Discriminación del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables de Perú, a BBC Mundo.
Los casos «no están documentados, no es usual la denuncia, pero los he escuchado desde 2005», dice por su parte María Isabel Cedano, directora de la organización Estudio para la Defensa de Derechos de la Mujer (Demus), una activista con 25 años de experiencia, 10 de ellos en el ámbito del feminismo.
Y un estudio reciente del Centro de Promoción y Defensa de los Derechos Sexuales y Reproductivos y la Red Peruana TLGB, el Informe anual sobre los derechos humanos de personas transexuales, lesbianas, gays y bisexuales en el Perú 2014-2015, ha vuelto a poner el tema sobre la mesa.
«Quería ‘curarme'»
El informe no habla de cifras, pero recoge testimonios y sitúa los casos en un contexto más amplio.
«Son el resultado de la violencia de un paraguas grande, del sistema de presión del patriarcado», remarca Maribel Reyes, la secretaria nacional de una de las organizaciones detrás del estudio, la Red Peruana TLGB, a BBC Mundo.
Una violencia que se manifiesta de diversas formas, desde insultos, pasando por la agresión física, hasta las amenazas de este tipo, aclara.
«El propio término, violación correctiva, ha nacido de ese enfoque de presión que dice que hay que castigar todo lo que se salga de la norma establecida: la mujer heterosexual y sumisa a la sombra de un hombre», prosigue.
Por eso, «no creo que los que someten a mujeres lesbianas a estos procesos crean que van a cambiar su orientación sexual, sino que lo hacen a modo de castigo».
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Ese fue el castigo que le aplicaron a C., una mujer lesbiana cuyo testimonio incluye, junto con otros, el informe de Promsex y la Red Peruana TLGB.
Estaba sola en casa, en su habitación, cuando llegó un amigo de la familia. Alguien «a quien tratábamos como si fuera un pariente y (al que) le tenía confianza», cuenta.
La puerta estaba abierta, así que entró y la forzó.
«Quería ‘curarme’ a la fuerza. Lo entendía así, pues me decía que no estaba bien ‘ser como eres’ y que ‘una mujer que llora por otra, no es correcto'».
No quiso saber nada más de él y trató de olvidar.
Pero «en febrero se materializaron todos mis miedos: estaba embarazada».
Un caso similar es descrito por Marxy Condori, del Movimiento Lesbia de Arequipa en el libro Hey, soy gay.
La activista cuenta que una amiga lesbiana fue violada por su tío «para hacerla mujer».
«La mamá le decía que no denunciara porque era su tío. Y nosotros le decíamos que si no denunciaba podía volver a pasar, que su familia no podría presionarla».
Violencia del entorno familiar
Como en el de estas víctimas, en la mayoría de los casos este tipo de violencia suele provenir del entorno familiar o cercano, dice el informe.
Quería ‘curarme’ a la fuerza. Lo entendí así, pues me decía que no estaba bien ‘ser como eres'»
Así lo señala también otra investigación, Estado de violencia: diagnóstico de la situación de las personas lesbianas, gays, bisexuales, transgénero, intersexuales y queer en la Lima metropolitana, circunscrita a la capital peruana y publicada por el colectivo No Tengo Miedo en 2014.
De acuerdo a ésta, de cada diez lesbianas 4,3 han sufrido violencia familiar.
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«En el caso de las lesbianas, el 22% de la violencia familiar es sistemática», señala el estudio.
Y «en el 75% de los casos de violencia familiar se utiliza la heterosexualidad obligatoria como mecanismo de control», añade.
«Para corregirla y/o curarla, se utiliza el control emocional, económico e incluso la amenaza de violencia sexual y muerte (…)».
A Shalym, cuando su madre se enteró de que era lesbiana y salía con una chica le quitó el celular, le prohibió usar las redes sociales y no le dejaba salir.
Mi familia se opuso un año entero (a la relación con otra chica). Me hicieron la vida imposible hasta que me botaron de casa»
«No podía ni ir al colegio. Estaba todo el día vigilada», cuenta en el sitio web del colectivo.
No la amenazaron con violarla, pero ejercieron sobre ella otro tipo de presión.
«Mi familia se opuso un año entero (a la relación). Me hicieron la vida miserable hasta que me botaron de casa», prosigue.
«Era menor de edad, pero me fui porque mi mamá me dijo que me mataría a mi y a mi novia».
Otras organizaciones del ramo advierten que los porcentajes del estudio de No Tengo Miedo son aproximaciones, y prefieren ser más cautas y no vertir cifras.
Pero en lo que sí concuerdan tanto unas como otras y los expertos consultados por BBC Mundo, es en que el hecho de que la violencia venga de un entorno conocido dificulta la denuncia.
«Y es eso lo que hace difícil la visibilización de los casos», señala Reyes.
A juicio
No es el caso de Montenegro.
«La primera vez que mi hermana me amenazó con mandarme a violar me asusté», cuenta por teléfono a BBC Mundo.
Cuando lo hizo por segunda vez decidió hablarles a sus padres de su orientación sexual y del acoso de su hermana.
Pero las amenazas no cesaron, ni los insultos, ni las agresiones.
«Así que decidí denunciarla».
Montenegro acudió a un Centro de Emergencia Mujer, un servicio público y gratuito que brinta orientación legal, defensa judicial y consejería psicológica a víctimas de violencia familiar y sexual.
«Allí me entendieron y se comprometieron con el caso, sobre todo la abogada Rocío Cateriano, quien me apoyó cuando mi hermana me seguía amenazando para que desistiera de denunciarla», cuenta.
«La policía y los médicos también me atendieron bien. Tuve suerte, me encontré con gente muy competente», reconoce.
El proceso duró un año.
Montenegro terminó ganando el juicio y su hermana fue obligada a someterse a un tratamiento psicológico y a compensar económicamente a la víctima.
«Para entonces ya era activista (LGTBI) y eso me dio la capacidad para denunciar. Sabía qué hacer, dónde acudir».
Pero no es lo más común, insisten las expertas consultadas por BBC Mundo.
«No todas las víctimas están empoderadas», subraya Reyes.
Y quien encuentra el valor para hacerlo, no siempre se encuentra con los profesionales que gestionaron el caso de Montenegro.
«Una periodista de radio lesbiana fue violada durante un encuentro de comunicadores de la macroregión norte», recuerda Cedano.
«Se trata de un caso muy grave, pues salió embarazada», se lamenta.
«Y aunque quiso denunciar, en el hotel en el que ocurrió el ataque, en la comisaría, en el centro de salud en el que la atendieron, nadie le hizo caso. Ni siquiera le dieron el anticonceptivo de emergencia. No le hicieron exámenes para descartar VIH o enfermedades de transmisión sexual. Tampoco le ofrecieron atención de salud mental».
«Inacción del Estado»
Ante esto, el informe también señala al gobierno y su responsabilidad para con esta realidad.
Mi hermana me amenazaba con que me mandaría a violar para que me hiciera mujercita»
Y es que Perú no cuenta con una política nacional contra la discriminación por la orientación sexual y la identidad de género.
Ni tampoco tiene tipificados los crímenes de odio hacia la población LGTBI, aunque ha habido iniciativas parlamentarias para cambiar esa realidad y organizaciones como Amnistía Internacional llevan años luchando para ello.
El congresista Carlos Bruce (Perú Posible), también corredactor de la iniciativa de ley sobre la unión civil, presentó en 2009 el Proyecto de Ley Contra los Crímenes de Odio.
En 2013 volvió a plantear el borrador, modificado y sin el término «crímenes de odio».
Pero cuando finalmente se aprobó la Ley Contra Acciones Criminales Originadas por Motivos de Discriminación, el congresista denunció que había sido recortada y que excluía a la comunidad LGTBI.
«Como Estado estamos trabajando con la diversidad en general y teniendo en cuenta el eje LGTBI. Además, estamos a las puertas de que se apruebe unos lineamientos de violencia», responde a esto Olga Bardales, del Programa Nacional contra la Violencia Familiar y Sexual, del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables.
«Es una obligación para el Estado trabajar con la población vulnerable, pero es un proceso».
E insiste en que para eso necesitan la ayuda de la sociedad civil, las organizaciones feministas, LGTBI, y las que luchan contra la violencia familiar y sexual, las que a falta de estadísticas se han encargado hasta ahora de recopilar testimonios.
En esa línea, Picasso, la directora general de Igualdad de Género y No Discriminación, insiste en que recoger datos y sistematizar las vivencias de las víctimas es una prioridad.
Y para ello están diseñando un protocolo para atender casos de violencia hacia lesbianas y resto de miembros de la comunidad LGTBI.
Sudáfrica, India, Zimbabwe
Perú no es el único país en el que se habla de las violaciones «correctivas».
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Sudáfrica es donde han sonado con más fuerza estos casos.
En julio de 2007 la pareja lésbica Sizakele Sigasa y Salome Massooa fueron violadas y asesinadas.
Como consecuencia, varios grupos defensores de los derechos humanos crearon la campaña 07/07/07, para reclamar el fin de los crímenes de odio contra la población LGTB.
Pero el caso que tuvo mayor notoriedad y puso a estas violaciones en el punto de mira internacional fue el ataque a Eudy Simelane, exjugadora del equipo nacional de fútbol, activista y una de las primeras mujeres en vivir abiertamente como lesbiana en Kwa Thema, en el nordeste del país.
Simelane fue violada brutalmente por un grupo de hombres antes de ser apuñalada 25 veces en la cara, el pecho y las piernas.
Ocurrió en abril de 2009, pero ya un año antes Triangle, una organización sudafricana defensora de los derechos de los homosexuales, había revelado que un 86% de las mujeres lesbianas negras vivían con miedo a una agresión sexual.
E informó de que se ocupaba de hasta de 10 nuevos casos de violación «correctiva» cada semana.
Clínicas para «curar» en Ecuador
También se han reportado casos en Zimbabwe e India, entre otros países.
Y en 2012 en Ecuador clausuraron varias clínicas para «curar» homosexuales, en las que la violación era uno de los métodos empleados.
Cuando tenía 23 años, en 2007, Paola Concha fue ingresada a la fuerza en uno de estos centros, ubicada en los suburbios de Quito.
Durante los 18 meses en los que permaneció en él, fue sometida a todo tipo de vejaciones: la esposaron, encerraron sin comida durante días, la obligaron a vestirse como hombre y la violaron.
En Perú no hay datos, pero sí testimonios de víctimas que dejan patente la gravedad de la cuestión.
«En este país conservador es un tema muy poco o nada explorado, pero sí es un problema social vigente y urgente», sentencia Montenegro, una de ellas.