Mami ya es septiembre ¿Cuándo podré empezar a comer en el cole? Lucía miró a la chiquilla con mucha pena, su hijita Silvia casi no había ingerido bocado durante las vacaciones, los alimentos de la parroquia del barrio eran insuficientes, algunos productos caducados, los que ella misma se comía para evitar una intoxicación de su ser más amado.
En los servicios sociales ya no daban abasto con sus inmensos problemas económicos, madre soltera, las ayudas todas agotadas, sin apoyo del padre de su hija, ingresado en la cárcel de Juan Grande por un delito de tráfico de drogas, la típica espiral de cualquier hijo de la clase obrera, carne de cañón de la marginalidad, donde miles de jóvenes no conocen otra realidad que la miseria y las drogas.
Lucía también coqueteó con el abismo, pegamento, pastillas, rayas de coca, incluso llegó a probar con solo 15 años la heroína fumada. Su madre fallecida de leucemia cuando ella tenía 18 meses, su padre enfermo terminal de cáncer de pulmón no podía parar las salidas de la chiquilla por el barrio, el absentismo escolar, las malas compañías, el oscuro manto de tristeza de cualquier suburbio de cemento y calles destruidas, abandonado por los políticos, que solo se acercan cada cuatro años a pedir el voto, a repartir camisetas con eslóganes victoriosos, vendiendo platos de lentejas envenenadas entre el sufrimiento y las penalidades.
Ahora se trataba de que llegaran las clases, que los colegios se abrieran en su totalidad para que la niña pudiera hacer al menos una comida al día, Lucía seguía recorriendo casas y comercios presentando currículos, nadie la llamaba, se ofrecía como limpiadora, dependienta, cajera, reponedora, chica para todo, lo que fuera, pero no le salía nada, algunos empresarios le llegaron a pedir favores sexuales a cambio de alguna posibilidad laboral, todo mentira, ella lo sabía, cuando veía aquellas caras de gente mala, las mismas que dejaron a su padre sin trabajo cuando enfermó, los que no le reconocieron jamás que su enfermedad tenía relación con el trabajo que realizaba, más de 30 años respirando el asbesto, entre el humo y el polvo de la vieja fábrica de cemento del sur de la isla.
Las dos salieron aquella mañana de septiembre a la calle, se encaminaron al pequeño parque infantil junto a la iglesia, allí Silvia se lo pasaba muy bien entre toboganes y castillos de plástico, ella aprovechó para sentarse y pensar en alguna salida, pensó en su familia de Tenerife, en marcharse al extranjero, pero ¿Cómo? con la niña tan pequeña, la angustia la inundó de nuevo, ese miedo que padece tanta gente en España, el terror de verte sin nada, en manos de banqueros, políticos y otros personajes sin escrúpulos. Ya había empeñado todo en el Monte de Piedad y el “Compro Oro”, hasta el anillo que le regaló su padre cuando cumplió 18 años. No le quedaba nada más que el amor por su hija, la esperanza de que saliera adelante en aquella jungla de abusos de poder, corrupción política y vulneración sistemática de derechos civiles.
Lucía no era consciente de todo, pero si sabía que lo que sucedía era injusto, ya hacía meses que había superado la etapa de sentirse culpable, desde el momento en que empezó a asistir a las reuniones de la PAH, allí tomó conciencia, supo que ella no tenía la culpa de lo que le sucedía, que todo era causa de esa crisis-estafa creada por la mafia gobernante, por banqueros, constructores, usureros y otros delincuentes, junto a otras organizaciones criminales como la troika y otras con nombres rimbombantes que no recordaba nunca.
Silvia vino corriendo mientras Lucía estaba ensimismada en sus pensamientos, también en sus sueños, la chiquilla sonreía, traía una hoja del viejo laurel de indias centenario –Mira mamá un regalito para ti. La miró, vio el brillo limpio de sus ojos, las lágrimas se le saltaron mientras abrazaba aquel cuerpecito desnutrido y frío, su corazón latía más fuerte que nunca, olía a flores, la mañana se avecinaba repleta de esperanza, el amor podía vencer el premeditado genocidio social.