«Labrad, sembrad, regad cada día vuestra tierra interior y no pidáis que los demás se den cuenta de vuestro trabajo. Si lo hacéis concienzudamente, todo el mundo se verá un día obligado a reconocerlo y apreciarlo, porque las leyes son verídicas.
Imaginad un jardinero que acaba de plantar una semilla extraordinaria, única… Está tan contento y orgulloso que quiere que todo el mundo lo sepa; cada vez que se presentan visitantes, desentierra la semilla para mostrársela diciendo: «¿Veis? Soy yo quién la ha sembrado. Miradla bien, dentro de algún tiempo producirá un árbol excepcional con unos frutos deliciosos que podréis comer…» Evidentemente, esto será el fin de la pobre semilla.
¿Os reís? Pero precisamente esto es lo que tienen tendencia a hacer muchos espiritualistas: desentierran lo que apenas acaban de sembrar para que los demás sepan que árbol tan magnífico están cultivando. Y ésta es la mejor manera de matarlo. No hay que sacar la semilla de la tierra, hay que esperar a que el árbol aparezca por sí mismo ante las miradas de todos y empiece a dar frutos.»
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