Precisamente, como ya nos indicaba Luhmann en el anterior post, la idea es que cada uno agarra la realidad desde su propio sistema o piso de la torre y se las arregla para que la realidad le encaje en su propia perspectiva. Como acabamos de indicar, lo más gracioso es que esto sucede incluso con la explicación del por qué sucede esto, con el propio mito.
La historia bíblica nos habla de gentes de oriente que hablaban una sola lengua y que llegaron a la tierra de Shinar y se dijeron “vamos, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego” (Génesis XI), y se pusieron a construir la torre para que llegara al cielo. Entonces Dios se cabreó con ellos y los confundió haciéndoles hablar muchas lenguas para que dejaran de trepar y se dispersaran por la tierra y se multiplicaran. El Talmud por el contrario cuenta que Dios lo que hizo fue destruir la torre incendiándola porque algunos de los que la construían querían subir para declararle la guerra en su reino de los cielos.
Sea como fuere el abandono de la torre, lo importante es que el idioma original del hombre se perdió y se dividió en 72 lenguas (una de las cuales, según Esteban Garibay era por supuesto el vasco). Y se dividieron en tribus y se dispersaron como hinchas de distintos equipos después de un partido, formándose las naciones y la falta de entendimiento que caracteriza nuestra civilización actual.
El afán integrador de una humanidad dividida ha estado siempre presente, y para ello se ha emprendido en numerosas ocasiones la loable tarea de encerrar niños incomunicados a ver qué palabras aprenden de Dios, a ver cuál era el lenguaje original divino antes de la caída de Babel. Se hace esto desde hace 2.700 años; lo han efectuado el faraón Psamtik, el rey Jaime V de Escocia, el emperador Federico II Barbarroja y el emperador Akbar de la India, obteniendo que el idioma original era el pirgio, el hebreo y ninguno en los dos últimos casos porque los niños murieron sin decir palabra. (El último intento de descubrir el lenguaje original del hombre lo realizó, conforme a “ciudad de cristal” de Paul Auster, un tal Stillmann, al parecer con cierto éxito, pero tampoco podemos fiarnos mucho).
Algo más materialistas y aprovechando lo publicitada que está, los buscadores de tesoros y fama se empeñan en ver Babel en cada rastro de torre grande que se encuentran por la zona, y van chillando a turnos: “¡he encontrado Babel, es el ziggurat de Etemenanki!”, y otro contesta, “¡No, yo la he descubierto, está en Borsippa, a 11 millas ruta Babylón!”. Pero no ha de confundirse la historia con los gritos de los fruteros del mercado.
A la izquierda tenemos a un marine americano bajando de ver a Dios por las rampas del minarete de Samarra, una de las construcciones relacionadas con la torre de Babel.
Un dato que debería llevarnos a cierta reflexión es la presencia del mito de Babel en tradiciones bastante distantes. El Corán sitúa el mito en el Egipto de la época de Moisés, y -lo más extraño- también hay un mito mesoamericano que habla de la construcción de la gran pirámide de Cholula con objeto de arrasar el cielo, y de su destrucción por parte de los dioses y la confusión de las lenguas de los trabajadores. Este mito se lo contó a fraile dominicano Diego Duran un sacerdote de Cholula de 100 años de edad, poco después de la conquista de México. También hay una antigua leyenda tolteca que cuenta aproximadamente lo mismo. Historias similares corren por Nepal y el norte de la India, así como en China. En todas se habla de una única lengua original, del desafío del hombre a Dios y de la instantánea confusión de lenguas a manos de éste. Finalmente, el Dr. Livingstone contó que las tribus cerca del lago Ngami tenían una tradición similar (pero en vez de confundir sus lenguas, Dios les derribaba pedruscos de la torre sobre su cabeza, así que el mito no cuenta).
Naturalmente, pretender que la torre de Babel se construyó en todos esos emplazamientos es casi tan absurdo como asegurar que todos están equivocados salvo nosotros, de tradición cristiana, que somos más inteligentes e interpretamos mejor los “clásicos”. Este es uno de los problemas que surgen de mirar al mundo desde el piso de la torre en el que uno se encuentra, pretendiendo que dicha perspectiva es la única posible.
Cuando encontramos la misma leyenda en distintas culturas, ¿qué es aquello a lo que debemos atender?, ¿qué es lo que no cambia estemos en Irak o en Yucatán? Hay dos cosas que no cambian: que somos seres humanos y que tenemos este mito. Por lo tanto, quizás debiéramos partir de los dos únicos datos seguros que permiten establecer una teoría sólida.
Desde la interpretación esotérica, buscar todos los edificios u objetos mencionados en la Biblia resulta tan absurdo como interpretar literalmente su significado y creer que efectivamente algo llamado Dios bajó del cielo, y que estaba enfadado, y que bla, bla, bla. Para la tradición esotérica, la Biblia entera es una metáfora, así como todo texto religioso. El mito de Babel, por tanto, también lo es. La separación de lenguas significa la fragmentación de la unidad, la división… Y la división significa la caída, porque la voluntad del hombre no puede realizarse si su ego está dividido. La división no fue solo entre personas, fue además en cada uno de nosotros. Vencer la división y alcanzar la unidad, el absoluto, equivale a vencer a las mil cabezas de esa hidra que es el ego, ese cúmulo de “yoes” que van turnándose para reclamar comida, fama, sexo, dinero, diversión, amor, victoria o molestias de ese estilo.
Babel está compuesta de dos palabras: “Baa”, que significa “puerta”, y “El” que significa “Dios”. Por tanto, la torre es una puerta hacia Dios. Cuando se habla de una puerta hacia Dios, resulta absurdo interpretar literalmente que hay que subir a saltitos escalón tras escalón y al final te plantas en el cielo y conoces a Dios, le pides un autógrafo, te regala una carpeta y un bolígrafo de promoción, te da palmaditas en la espalda y cosas así… Desde una perspectiva esotérica la puerta hacia Dios nunca ha estado fuera de uno mismo, sino disponible en cada uno de nosotros, esperando ser descubierta. Evidentemente, no podemos encontrarla si solo miramos al estrecho cuartito del piso de la torre donde nos encontramos. Y si miramos “desde la torre” no vemos “la torre”, sino la vista correspondiende a nuestro cuartito, una distorsión del absoluto.
La torre, que es una torre helicoidal, está por tanto mostrando un camino, un camino cuesta arriba, que parte de lo concreto y efímero (la tierra) y lleva hacia lo abstracto y trascendente (el cielo). Ante el reto de cómo representar un camino interior, abstracto… humanos de todo el mundo acuden al significado simbólico más evidente: la construcción humana (no natural, de ahí el ladrillo) interior de un camino que sube, como las plantas cuando evolucionan, que sube hacia la luz, las estrellas, lo infinito. El mito de la torre de Babel es arte, no mera descripción homérica de hechos históricos. Esto es lo que diferencia esta historia de la de Troya.
Conforme al místico armenio Gurdjieff de principios del siglo XX, de quien hablaremos en un artículo posterior, el mito de Babel cobra un cariz absolutamente distinto. La humanidad se halla dividida en estratos, fundamentalmente cuatro. El externo es al que pertenece la casi completa mayoría de la población, vive en el anonimato, no se comprende con los demás, todo cuanto ve es reflejo de su propio ego, interpreta conforme a su propio idioma mental, vive en lo imaginario, prejuicial… incomprendido e incapaz de comprender nada más allá de su nariz. Una tremenda barrera divisoria separa este estrato de los otros tres, llamados exotérico, mesotérico y esotérico respectivamente. Las personas que residen en dichos estratos tienen conocimiento del camino hacia el Absoluto, los exotéricos un conocimiento meramente teórico y los esotéricos un conocimiento teórico y también práctico. Continuamente se lanzan mensajes desde los círculos esotéricos hacia la confusa turba de afuera para tratar de dirigir a los hombres hacia sus propias posibilidades evolutivas, para sacarlos de la incomprensión y la división y permitir que en ellos se alce la unidad. Se trata del camino o “los caminos” místicos de acercamiento a aquello a lo que se llama Dios desde esta perspectiva; no una entidad separada de ti que te gobierna, sino más bien el “todo”, el “absoluto”.
El lenguaje no es la única barrera, solo las ejemplifica. La incomprensión es total: no escuchamos lo que dicen sino que remitimos a categorías mentales prefijadas, etiquetamos personas, actitudes, formas, obligaciones, tonos, sonidos, animales y desde ese mismo momento dejamos de ver la realidad y comenzamos a vivir en nuestra imaginación. El pasado y el futuro contaminan la experiencia del presente hasta tal punto que todo lo que vivimos termina siendo engorrosa repetición de este pasado o inútil ensoñación del futuro. La división de las lenguas es una metáfora de la división humana, de cómo estamos alienados, encerrados en cubículos autorreferenciales que nos impiden movernos por la torre, evolucionar.
Lo de arriba es el cuadro del pintor Brueghel titulado “La torre de Babel”. La característica fundamental que tradicionalmente se ha señalado en el cuadro era el abandono de un diseño helicoidal. Esto era interpretado como la imposibilidad de una evolución de los estilos artísticos, que van montándose unos encima de otros (cada piso es distinto). Desde la perspectiva esotérica señalada, indicaría una división insalvable en el camino hacia Dios.
Sin embargo, el pintor abstracto turolense Gonzalo Tena descubrió algo en el cuadro de Brueghel. Descubrió, de hecho, un camino oculto que permitía atravesar las plantas, camino que se inicia abajo a la derecha desde la barca y que sube hacia las 10:00, a través de escaleras disimuladas en una parte derruida y tablones de madera que marcan una clara dirección, hasta arribar a una cabaña pegada al muro, donde Gonzalo Tena identifica al propio Brueghel, que se ha dibujado a sí mismo en el tercer piso de la torre, pintando el mismo cuadro en el que aparece pintado, observándolo con unas lentes de aumento, instrumentos requeridos también por nosotros para identificar al pintor alemán.
De forma que hay un camino, arduo y peligroso, eso sí, que permite atravesar las divisiones aparentemente insalvables.
Pero eso no es todo, sino que el propio diseño aparentemente “no helicoidal” de la torre se pone en cuestión, al descubrir Gonzalo Tena que junto al dibujo de Brueghel hay una ventana y una puerta distintas de las del resto del piso, como las del siguiente. Juzgando imposible que este y otros detalles fueran errores, la conclusión es que esta evolución artística progresiva es posible, que los estilos pueden entenderse y la diversidad conciliarse, que el ser puede cambiar poco a poco andándose la torre entera, o más rápido caminando por el abrupto sendero abierto en el muro de la torre de Babel.
Pero para ello debe superar la incomunicación, debe salir de su piso, sea cual sea, y moverse, caminar, liberarse de los condicionamientos y de la identificación con el idioma, la tribu, el hogar… liberarse del pasado y del futuro y caminar torre arriba.
Y sin embargo la construimos incesantemente en lo externo, la buscamos fuera sin comprender que no va a cambiar nada fuera jamás si no es en correlación con un cambio interno, porque para nosotros solo existe lo que tiene un nombre en nuestra mente; lo demás son alaridos de bárbaros, cómicos, incomprensibles, despreciables… ¡Como en casa en ninguna parte, Totó!