En muchas historias clásicas y medievales, de claro matiz sobrenatural o religioso, encontramos relatos que hacen alusión al hallazgo de luces que no se extinguen, lámparas que no se consumen y candiles sin aceite que no se apagan.
Según la leyenda, estas lámparas (la voz latina lucerna corresponde a la griega lychnus) ardían sin intermitencia en algunos templos de las divinidades paganas y se alimentaban de un líquido inconsumible. También se cuenta que al abrir algunas sepulturas se encontraron con lámparas de esta clase encendidas que se apagaron justo en el momento de profanar la tumba o el recinto donde se encontraban. Muchas de estas noticias se localizan en la Biblia, en la tradición egipcia, en la judeocristiana de la Edad Media, en la del Islam o incluso en la Hermandad Rosa-Cruz: lámparas que sirvieron para iluminar estancias sagradas de templos e imágenes religiosas y que fueron encontradas tras siglos de ocultamiento.
Aseguran los cabalistas que Moisés aprendió este secreto de los egipcios y que las lámparas del tabernáculo tenían una llama perpetua, según se infiere de este pasaje bíblico: “Tú, además, ordenarás a los hijos de Israel que te proporcionen aceite puro de olivas machacadas para el alumbrado, a fin de alimentar la lámpara de continuo” (Éxodo, 27-20), aunque es mucho inferir, creo yo.
Vírgenes con muchas luces
Uno de estos relatos se refiere al hallazgo de la imagen de la Virgen de la Almudena escondida por los cristianos durante la invasión musulmana en el siglo VIII. Fue encontrada por el rey Alfonso VI de Castilla, en el año 1085, al derribar la muralla que rodeaba la alcazaba de Madrid, conocida como la Almudayna. En el boquete abierto en la Cuesta de la Vega hallaron una Virgen Negra y, a sus pies, dos cirios encendidos sin extinguirse durante los trescientos setenta años que se supone estuvo escondida.
Este mismo soberano debía tener un fino olfato en eso de localizar lámparas similares pues también fue él el encargado de encontrar (o mejor dicho, su caballo al arrodillarse en un determinado lugar de la mezquita, durante la reconquista de Toledo) un hueco en el muro y dentro de él un Cristo ahumado por una extraña vela que había permanecido milagrosamente sin apagarse durante más de trescientos años, de ahí que recibiera el nombre de Cristo de la Luz. Caso parecido es el de Nuestra Señora de la Luz, patrona de Cuenca, que fue localizada por el rey Alfonso VIII en una cueva junto al río Júcar, con un candil de plata encendido.
Semejantes historias se cuentan respecto a otras imágenes de Vírgenes, lo cual nos lleva a formularnos una pregunta: ¿estamos hablando de una tecnología conocida por sabios medievales del siglo VII y VIII o éstos la habían heredado de épocas anteriores y tan sólo la utilizaron para esos fines tan piadosos? Hay mucho más de lo segundo que de lo primero.
Entre la historia y la leyenda
Algunos incrédulos quieren encontrar el origen de estas leyendas en la costumbre de mantener encendido el fuego sagrado en algunos templos con la ayuda de ciertas doncellas romanas llamadas vestales, que cuidaban escrupulosamente de que nunca se apagaran las «lámparas virginales». Lo cierto es que esta explicación es muy forzada por cuanto, remontándonos en el tiempo, algunos hallazgos arqueológicos la desbaratan por completo. Por ejemplo, una lámpara perenne fue hallada en Edessa o Antioquía durante el reinado de Justiniano de Bizancio (siglo V). Estaba colocada en un nicho encima de la verja de la ciudad y protegida de los elementos atmosféricos hasta que fue destruida por los soldados que no vieron con buenos ojos tal prodigio. Una inscripción en la misma indicaba que hasta ese momento había estado ardiendo durante más de 500 años (sin vestales a su cargo).
Asimismo, el hallazgo en el año 1540 de una lámpara encendida en la tumba de Máximo Olibio, próxima a Atessa, estado de Padua (Italia), alimentó aún más la creencia en estas lámparas inextinguibles.
Erection de la Acrópolis de Atenas
En el techo del Erection de la Acrópolis de Atenas existía a finales del siglo V a.C. una lámpara de oro con mecha de lino muy fino -llamado carpasio– construida por el escultor griego Calímaco. Según el geógrafo Pasuanias, su humo salía por el tronco vaciado de una palmera de bronce y, una vez encendida, ardía sin interrupción durante todo un año. Y no son casos aislados. Diversos autores latinos hablan de esta clase de lámparas en Roma durante los siglos II y III.
Y, como era de suponer, las hubo en el misterioso Egipto. San Agustín (Siglo V) dejó una descripción de una lámpara maravillosa localizada en un templo dedicado a Isis, afirmando que ni el viento ni el agua podían apagarla. Él creyó que era una obra del Diablo.
El jesuita Atanasius Kircher se refiere en su obra Edipo Egipcíaco (1652) a lámparas encendidas halladas en las bóvedas subterráneas de Menfis: “Estas lámparas, las de la luz perenne, son verdaderamente dispositivos diabólicos (…) y afirmo que todas las lámparas que se encontraron en las tumbas de los gentiles dedicadas al culto de ciertos dioses, era de este tipo, no por su ardor, o supuesto ardor de llamas perennes, sino porque probablemente el diablo las puso allí, pensando malévolamente en obtener la creencia en un culto falso”. Kircher intenta dar una respuesta al enigma diciendo: “En Egipto hay ricos depósitos de asfalto y petróleo. ¡Lo que hicieron estos hermanos diestros [los sacerdotes] fue conectar a un depósito de aceite por un conducto secreto una o más lámparas, con mechas de asbesto! ¿Cómo, sino, las tales lámparas podrían arder perpetuamente?”
Como vemos, la perplejidad era el denominador común en todos aquellos que llegaron a conocerlas. Por si fuera poco, durante el reinado anglicano de Enrique VIII, éste ordenó saquear y destruir muchas tumbas antiguas descubriendo entonces que algunas de ellas contenían lamparillas que aún estaban encendidas y que se remontaban al siglo III. Además, en ese mismo siglo, durante el papado de Pablo III (1534-1549) se encontró dentro de la tumba de Tulia, hija del célebre Cicerón, una extraña lamparilla que quince siglos después de haber sido encendida todavía ardía con una mortecina llama. Y hasta se asegura que uno de estos curiosos artefactos se localizó en la cueva-ermita de Sant Salvador, en el macizo de Montserrat, datándose su antigüedad en el siglo XIII. Una de las últimas encontradas fue en el año 1846, cerca de Córdoba, en una tumba romana y que ahora está en paradero desconocido. O la descripción que hizo el misionero católico Évariste Régis Huc de una de ellas que vio en el Tíbet. Por cierto, “Père Huc” fue el primer europeo en entrar en Lhassa precisamente en ese mismo año.
Atanasius Kircher
Las «lámparas perpetuas» del padre Feijóo
El escéptico benedictino fray Jerónimo Feijoo aborda esta cuestión en su Teatro Crítico Universal (tomo cuarto, discurso tercero), haciendo referencia a las que para él tienen más renombre, todas ellas halladas durante la Edad Media. El texto no tiene desperdicio:
“Tres son las Lámparas perpetuas más plausibles de que se halla noticia en los Autores. La primera dicen se halló por el año 800 (otros dicen que el de 1401, que es mucha variación) en el sepulcro de Palante, hijo de Evandro, Rey de Arcadia, y auxiliar de Eneas en la guerra contra el Rey Latino, el cual se descubrió en Roma con la ocasión de abrir cimientos para un edificio. Refieren que el cuerpo de Palante, que era de prodigiosa magnitud, se halló entero, y en el pecho se distinguía la herida con que le había quitado la vida Turno, la cual tenía cuatro pies de abertura; que junto al cuerpo ardía una Lámpara, y adornaba el sepulcro el siguiente Epitafio: Filius Evandri Palas, quem lancea Turni Militis occidit, more suo jacet hic.
La segunda lámpara perpetua dicen se halló en el sepulcro de Máximo Olybio, antiguo ciudadano de Padua, por los años de 1500, colocada entre dos fialas, en las cuales se contenían dos purísimos licores, que parece servían de nutrimento a la llama. Añaden que una fiala era de plata, la otra de oro, y cada una contenía el metal de su especie, disuelto con alto magisterio en un licor sutilísimo. Había una inscripción en la urna, por donde constaba que Máximo Olybio había compuesto, y mandado poner en su sepulcro aquella Lámpara, en honor y obsequio de la infernal deidad de Plutón.
La tercera se atribuye al sepulcro de Tulia, hija de Cicerón, descubierto en la Vía Apia; unos dicen que en el pontificado de Sixto IV; otros que en el de Paulo III. Conocióse ser de esta Señora el cadáver por la inscripción latina que tenía puesta por su mismo padre: Tulliolae filiae meae (A mi hija Tuliola). Añaden que al primer impulso del ambiente externo se apagó la lámpara, que había ardido por más de mil y quinientos años, y se deshizo en cenizas el cadáver que antes estaba entero. En efecto, se sabe que Cicerón amó con tan extraordinaria fineza a su hija Tulia, y estuvo en su muerte tan negado a todo consuelo, que no debe extrañar que quisiese, siendo posible, eternizar la memoria de su amor en aquella inextinguible llama sepulcral.
Añádanse a las tres lámparas sepulcrales nombradas otras muchas, que se dice haberse hallado en varios sepulcros en el territorio de Viterbo. Fortunio Lyceto, eruditísimo médico paduano, gran defensor de las lámparas perpetuas, en un grueso tratado que escribió a este intento, pretende que los antiguos no sólo las hayan usado en los sepulcros, mas también en los templos para obsequio de sus falsas deidades (…) En fin, pretende que aun para el estudio, y otros usos domésticos construyeron lámparas de luz inextinguible algunos grandes hombres, como Casiodoro, y nuestro famoso abad Tritemio”.
Feijoo, fiel a su postura crítica, concluye su discurso tratando este fenómeno como una especie de leyenda urbana de la época al decir que “ninguno de los autores que las afirman y defienden dice haberse hallado presente al descubrimiento de alguno de aquellos sepulcros”. De todas estas observaciones concluirá, que “la especie de las lámparas inextinguibles es uno de los muchos monstruos que engendra el embuste, y alimenta la credulidad”.
Fray Jerónimo Feijoo y su Teatro Crítico Universal
El licor alquímico
De las tres lámparas que menciona el padre Feijoo podemos añadir algunos datos complementarios que enriquecen su narración. Respecto a la primera, fue localizada cerca de Roma en el año 1401, según la versión más aceptada, y se encontró en el interior del sepulcro de Pallas, hijo del rey troyano Evander (o Euandros), iluminado por un farol perpetuo, personaje inmortalizado por Virgilio en la Eneida. Para apagarlo hubo que romperlo o, según otra versión, derramar el «licor» de la lámpara que había estando luciendo durante 2.600 años.
De la segunda lámpara añadir que el hallazgo se produjo en la tumba de Máximo Olibio, próxima a Atessa, estado de Padua (Italia), y fue el obispo de Verona, Ermalao Barbaro (1410-1471), conocido por sus traducciones de las fábulas de Esopo, quien señaló varios descubrimientos de lámparas efectuados accidentalmente, en particular el producido por un campesino de Padua en el año 1450 el cual, al arar su campo, sacó una urna de gran tamaño hecha de terracota con dos pequeños vasos metálicos, uno de oro y otro de plata. Un fluido claro, de composición desconocida y calificado de «licor alquímico», llenaba los dos vasos, mientras que en el interior de la urna un segundo vaso de terracota contenía una lámpara ardiendo. Francisco Maturancio, vecino de Perusa, en una carta a su amigo Alfeno, citada por Fortunio Liceto, aseguraba que tenía en su poder, intacta y entera, la lámpara y los dos vasos de oro y plata, y que no daría este precioso monumento ni por mil escudos de oro.
Sobre la urna, unas inscripciones en latín exhortaban a los ladrones eventuales a respetar la ofrenda de Maximus Olibius a Plutón. Algo que, evidentemente, no se hizo. El padre Feijoo comenta que “algunos de los que defienden las lámparas perpetuas, se imaginan que el nutrimento de ellas, y especialmente la de Máximo Olybio, haya sido el oro, reducido a substancia líquida por algún singular arcano de la Química que hayan alcanzado los antiguos, e ignoren los modernos”. El mismo Liceto dice que un compuesto de mercurio, filtrado siete veces por arena blanca puesta al fuego, sirvió para fabricar algunas de las lámparas que ardían continuamente.
Respecto a la tumba de Tulia ––fallecida en el año 44 a. C.–– se habla de que el hallazgo ocurrió en abril de 1485. Los descubridores quedaron sorprendidos al encontrar una lámpara de luz que aún ardía con una mortecina llama roja y no se les ocurrió mejor cosa que romperla por miedo a lo desconocido. Había estado ardiendo la friolera de 1.500 años. El sarcófago estaba lleno de un líquido oscuro que había conservado perfectamente el cuerpo expuesto de Tulia hasta que con el aire se desintegró. No obstante, una vez que corrió el rumor el sepulcro fue visitado por más de veinte mil personas. No era para menos.
Si les parece excesiva esta antigüedad de quince siglos, les cuento otro caso para añadir más leña al fuego, valga la expresión dado el tema que estamos tratando. En el año 1610, Ludovicius Vives, en sus notas sobre San Agustín, contó que treinta años antes, en 1580, una lámpara fue encontrada en una vieja tumba que se rompió nada más recogerla. Una inscripción en la base de la misma revelaba que tenía más de mil quinientos años de antigüedad.
Los prodigios de Rosenkreutz
Una tradición asegura que en el año 1604 quiso la “casualidad” que fuese descubierta la cueva en que se había refugiado el mítico Christian Rosenkreutz, fundador de la Orden de los Rosacruces, muerto en 1484 si que es hablamos de un personaje histórico, que la cosa no está tan clara. La persona que localizó la gruta vio brillar una luz, se acercó a ella y descubrió un sepulcro iluminado. En su interior había un cadáver en un estado de conservación extraordinario, con un aspecto de tener cuarenta años. En la pared del sepulcro aparecía grabada una inscripción: «Seré descubierto dentro de ciento veinte años». Al lado de su cuerpo se hallaron lámparas ardientes llamadas «eternas» que no cesaron de arder durante todos esos años en la cripta funeraria. Además, fueron encontrados libros, como el Microcosmos de Paracelso, campanillas y curiosos espejos de diversas virtudes.
En la obra Fama Fraternitatis (1614), que se atribuye a Johann Valentin Andreae (1586-1654), se relata la fundación de la Orden por este misterioso individuo alemán llamado Christian Rosenkreutz (designado con las iniciales C. R. C.), iniciado por los sabios de Siria en el curso de un viaje a Oriente. En ella da su versión del descubrimiento de la tumba en la cual los discípulos hallaron, además del cuerpo del maestro que llevaba en la mano un libro simbólico escrito sobre pergamino, toda suerte de objetos rituales:
“Otro cofre contenía espejos de propiedades múltiples, campanillas, lámparas encendidas, compendios de cantos maravillosos, dispuesto todo de tal manera que, si la orden o la fraternidad entera vinieran a desaparecer, todo se pudiera reconstituir aunque pasaran varios siglos, sobre la única base de esta sala abovedada”.
Respecto a esa música de origen artificial, algunos autores suponen que eran máquinas parlantes, antepasadas de los actuales magnetófonos, según manifiesta Serge Hutin en su obra Las Sociedades Secretas.
Johann Valentin Andreae y la obra Fama Fraternitatis
Sustancia secreta
Sobre el secreto de estas lámparas imposibles ahondó el profesor británico Hargrave Jennings (1817-1890) quien afirmaba que los romanos y los helenos consiguieron el método de mantenerlas encendidas durante siglos por medio de la oleosidad del oro convertida, mediante un proceso alquímico desconocido, en una sustancia líquida inapagable que, si hacemos un juego de palabras, hoy día sería inencontrable y, por supuesto, impagable.
Algunos autores se han aventurado a decir que estaban hechas con bloques de cristal y que el vinagre (o sea, el ácido acético) representaba en ellas un papel predominante. Los datos obtenidos en viejas leyendas y en prospecciones arqueológicas, son más coincidentes que divergentes, llegando a la conclusión que muchas eran lámparas que utilizaban mecha de amianto y que estaba prohibido tocarlas so pena de provocar una explosión capaz de arrasar toda una ciudad. ¿De qué tecnologías o fuerzas secretas nos están hablando estos relatos?
Se cree ahora que las mechas de estas lámparas perpetuas estaban hechas de trenzas tejidas
de asbesto, llamado “piel de salamandra” por los alquimistas, y que el combustible era fruto de esa misma investigación alquímica llevada con todo el sigilo del mundo. El mencionado Kircher intentó extraer aceite del asbesto, manteniendo la teoría de que como la propia sustancia era indestructible por el fuego, un aceite extraído de ella proporcionaría una lámpara con un combustible indestructible. Después de pasarse dos años trabajando infructuosamente, concluyó que la tarea era imposible de lograr.
La fórmula Blavatsky
El hecho de que él no lo consiguiera no significa que otros no lo hicieran. Se cree que existen varias fórmulas para fabricar ese combustible y que algunas han sido preservadas contra todo pronóstico. La fundadora de la Sociedad Teosófica, Helena P. Blavastsky, cuenta en su obra Isis sin velo (1877) cómo ella misma vio construir, mediante diversas fórmulas ocultistas, una lamparilla que estuvo encendida durante seis años: “He visto una lámpara así preparada que, según se nos aseguró, fue encendida el 2 de mayo de 1871 y aún sigue ardiendo”.
Blavatsky, en el capítulo séptimo del primer tomo de la citada obra, empieza diciendo que los químicos niegan la posibilidad de las lámparas perpetuas alegando que toda combustión requiere consumo de combustible a lo cual los alquimistas replican diciendo que no siempre el fuego procede de las combustiones químicas ya que existen sustancias que no sólo permiten que la llama arda sin consumirse sino que ni el aire ni el agua la puede extinguir. Para ella, el secreto del combustible y del pábilo o mecha de la lámpara residían en el amianto (lapis asbestos), el ciprio (lapis carystius) y el creto (linum vivum).
Helena P. Blavastsky
Y cita dos de estas fórmulas, tomadas de autores como Tritemio y Bartolomeo Korndorf. Una de ellas bastará para comprender -o no- el proceso que se seguía:
“Se toman cuatro onzas de sulfuro y alumbre y se subliman en flores hasta dos onzas.
Añádase una onza de polvo de bórax cristalino de Venecia y sobre estos ingredientes se vierte espíritu de vino muy rectificado, para que se dirigieran en él. Se evapora después en frío y se repite la operación hasta que puesto el sulfuro sobre un plato de bronce se ablande como cera sin despedir humo. Así se obtendrá el pábulo. En cuanto al pábilo se prepara como sigue: Tómense hebras de amianto del grueso del dedo del corazón y largo del meñique y pónganse en un vaso de Venecia recubriéndolas con el pábulo. Déjese el vaso durante 24 horas dentro de arena lo bastante caliente para que el pábulo hierva todo este tiempo, y una vez embadurnado así el pábilo se le pone en un vaso de forma de concha, de manera que el extremo de las hebras sobresalga de la masa del pábulo. Colóquese entonces el vaso sobre arena caliente para que, derretido el pábulo, se impregne el pabilo y una vez encendido éste arderá con llama perpetua que se podrá llevar a cualquier sitio”.
Hacia el año 1300, Marcus Grecus escribía en su Liber Ignium (Libro sobre el fuego), que se podía fabricar una lámpara inagotable funcionando con una «pasta de luciérnagas». Algunos sabios intentaron desentrañar, en la soledad de sus laboratorios, el misterio de su composición y acabaron encontrando otra cosa… Así es cómo, en 1669, al intentar probar la realidad de esas lámparas imposibles ––otros dicen que buscando la Piedra Filosofal–– el alquimista de Hamburgo, Henning Brand, descubrió el fósforo (que en griego significa «portador de luz»).
Intentos científicos
Hay leyendas que suelen ocultar un poso de verdad, como aquella que refiere que Roger Bacon estaba poseído por el demonio hasta el punto que éste le había regalado una parte del «fuego del Infierno” que le permitía leer y estudiar de noche para proseguir en su búsqueda de conocimientos. Esta leyenda no nos está diciendo que Bacon, monje y alquimista medieval, tuviera tratos con Belcebú, sino que había realizado otro de sus inventos científicos revolucionarios e incomprensibles para la gente de su época, cual era el gas de alumbrado gracias a la destilación de ciertos productos orgánicos. Sus coetáneos ni siquiera sospechaban la composición del aire y menos aún la existencia del gas combustible.
Roger Bacon
En el siglo XVI, otro alquimista como Blas de Vigenère se adelantó a su tiempo tratando de vulgarizar un procedimiento revolucionario de alumbrado: una lámpara de luz tan brillante que todo un gran salón podía quedar iluminado con una luz equivalente a tres docenas de grandes antorchas. Casi le mandan a la hoguera. No se daban cuenta que, tal como afirmó Chesterton: «muchas ideas nuevas no son más que ideas viejas puestas en otro sitio».
Otro escritor británico, Walter Scott, sabía de la existencia de estas lámparas y hábilmente lo dejó plasmado en uno de sus poemas:
Contempla, ¡oh, guerrero!
La roja cruz señala la tumba del poderoso muerto.
Dentro arde maravillosa luz que ahuyenta
a los espíritus de tinieblas.
Esta lámpara arderá sin consumirse
hasta que se haya cumplido la eterna sentencia…
No hay llama terrena que tan brillante arda.
Tal vez la explicación a su eterno secreto se encuentre en lo que nos dicen varios textos esotéricos: que estas lámparas «proceden de los vigilantes del cielo».