INTRODUCCIÓN
En el mundo contemporáneo, hay muchos que rechazan a la Iglesia de Jesucristo pero aceptan amigablemente la figura de Jesús de Nazaret. Son personas que se oponen a cualquier cosa que huela a institución; detestan «lo establecido», y rechazan a la Iglesia, no sin cierta justificación, porque la consideran intolerante, corrompida, mundana.
Muchos que rechazan a la Iglesia no rechazan a Jesucristo mismo. La actitud crítica de tales personas se debe en gran medida a que ven una gran contradicción entre la vida, obra y enseñanzas del fundador del cristianismo y la actuación histórica de las Iglesias que dicen ser fundadas por él.
Sin embargo, la persona y la enseñanza de Jesucristo no han perdido ni vigencia ni atractivo. Tales personas leen en los Evangelios cómo Jesucristo mismo se opuso a la institución religiosa judía de su tiempo. Y simpatizan con Él.
Descubren que muchas de sus enseñanzas encierran principios revolucionarios, y, sobre todo, que Jesucristo incuestionablemente no sólo enseñó sobre la paz y el amor, sino que practicó lo que enseñó. Por eso sus ideales han permanecido incorruptibles a través de los siglos.
Pero, ¿Cuál es la verdad sobre Jesucristo? Muchas personas dan por sentado que el cristianismo es la verdad; pero con el correr del tiempo deciden que es mejor echar por la borda la fe de la niñez en lugar de esforzarse por profundizar en el conocimiento y en la vivencia de ella.
Muchas otras personas no crecen en ambientes cristianos, y en su lugar absorben enseñanzas metafísicas de la mal llamada «nueva era», del espiritismo, de las religiones estáticas de la India o del Lejano Oriente, del secularismo humanista, del consumismo capitalista o de las últimas modas religiosas de misterio o de filosofías existenciales.
Pero si tales personas pudieran profundizar en su estudio sobre Jesucristo hallarían que éste sigue ejerciendo una fascinación impresionante. Por esta razón, en esta serie de estudios que exponemos en las páginas siguientes y que hemos titulado Cristianismo Básico, haremos un absoluto énfasis en la persona histórica de Jesucristo.
Un hecho innegable es que fue un ser humano en toda la extensión de la palabra. Nació, creció, trabajó, sudó, descansó y durmió, comió y bebió, sufrió y murió como todo ser humano. Tuvo cuerpo, sentimientos y emociones verdaderamente humanas.
Pero, la Biblia también enseña que Él fue, en algún sentido, Dios mismo: ¿Podemos creer también que Dios estaba en Jesucristo? ¿Hay evidencias que apoyen tan sorprendente afirmación de que el carpintero de Nazaret era también el Hijo Unigénito de Dios hecho carne?
Esta es la pregunta fundamental. No podemos esquivarla. Y a tratar de responderla nos dedicaremos en nuestras reflexiones. Para ello, trataremos de estudiar y compendiar las ideas expuestas por el teólogo evangélico británico John R. Stott, cuya amplísima obra, desconocida en gran parte de América Latina, trataremos de adaptar apropiadamente, acomodándolo a nuestra realidad hispanoamericana y a nuestros lectores de hoy.
«EN EL PRINCIPIO DIOS…»
«En el principio Dios…» son las primeras palabras de la Biblia. Son algo más que la introducción al libro de Génesis o la narración de la Creación. Estas palabras son la llave que abre nuestra comprensión de toda la Biblia. Ellas nos revelan que la Biblia es la historia de la iniciativa de Dios.
Por definición, toda religión es el intento humano para buscar, acercarse y tratar de agradar a Dios. Pero la Biblia no nos habla de religión; nos habla de un Dios que ha tomado la iniciativa para buscar al hombre.
Dios es quien ha dado el primer paso; antes de que el hombre existiera e intentara buscarlo, ya Dios había salido en su búsqueda. La Biblia no nos muestra al hombre tanteando por encontrar a Dios, sino a Dios saliendo de sí mismo para encontrar al hombre.
Muchos tienen la idea de un Dios sentado en su trono, distante, separado, desinteresado e indiferente a las necesidades de los hombres, esperando hasta que los continuos gritos de éstos lo saquen de su profundo sueño para intervenir en su favor. Este concepto es falso, pero, ampliamente extendido.
La Biblia revela a un Dios que toma la iniciativa, se levanta, deja su gloria, se rebaja, se humilla para buscar al hombre mucho antes de que a éste, que se encuentra envuelto en la oscuridad y hundido en el pecado, se le ocurra intentar volverse a Él.
Esta actividad soberana de Dios se revela en varias maneras. Dios tomó la iniciativa en la Creación: «En el principio Dios creó los cielos y la tierra«. Dios tomó la iniciativa de darse a conocer, de revelarse al hombre: «En tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de diversas maneras, por medio de los profetas; y ahora, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo» (Carta a los Hebreos 1:1-2).
Dios también tomó la iniciativa para salvar al hombre, porque «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo». «Dios… ha venido a nosotros y nos ha salvado» (Lucas 1:68).
Ésta es una síntesis del mensaje de la Biblia: Dios creó, Dios habló, Dios actuó. Ésta es toda la revelación bíblica. El cristianismo bíblico no es una religión, porque simplemente no es el producto del pensamiento humano. Es la revelación de que Dios habló y actuó en la figura histórica de Jesucristo.
Si Dios habló, Jesucristo es la Palabra más grande pronunciada por Dios. Si Dios actuó, actuó en Jesucristo. Dios dijo algo, Dios hizo algo, el cristianismo no es simple piadosa palabrería humana. Tampoco es una colección de dichos de sabios o de leyes morales y religiosas.
DIOS HA HABLADO
El cristianismo es Cristo, una persona, no una religión; no es un catálogo de reglamentos morales. Es un Evangelio, es decir, una buena noticia; es la noticia de que Dios habló y actuó en Jesucristo para la redención del hombre.
La fe bíblica no es una invitación al hombre para que haga algo para Dios; es la invitación para que el hombre reciba lo que Dios ya ha hecho por y para el hombre.
El ser humano es insaciable en su búsqueda del saber. Su mente está estructurada de tal modo que nunca puede permanecer en reposo. Siempre busca lo desconocido, sin tregua ni descanso. Nunca se cansa de preguntar, como los niños, ¿Por qué?
Sin embargo, cuando la mente humana empieza a preocuparse de Dios, se queda perpleja. Tantea en la oscuridad. Tropieza. Esto no debería extrañarnos, porque Dios es infinito, y nosotros criaturas finitas. Dios está totalmente fuera de nuestro alcance.
Por consiguiente, nuestra mente no puede ayudarnos en este particular, no puede subir hasta la mente infinita de Dios; no hay escaleras, ni grandes ni chiquitas, para subir hasta la mente infinita de Dios. Entre Dios y los hombres sólo hay un vasto e inmensurable océano.
Esta situación hubiera permanecido así eternamente, si Dios no hubiera tomado la iniciativa para remediarla. El hombre sería sin duda un adorador, un ser religioso, porque en su naturaleza está ser religioso, pero en todos sus altares estaría la inscripción que Pablo encontró en Atenas: «Al Dios no conocido»
Pero, Dios ha hablado. Ha tomado la iniciativa de darse a conocer a sí mismo. Dios ha descubierto ante nuestra mente lo que de otro modo hubiera permanecido encubierto, escondido, porque sólo una parte de la revelación de Dios la encontramos en la naturaleza:
«Los cielos cuentan la gloria de Dios; de su creación nos habla la bóveda celeste» (Salmo 19:1)Pues, «lo invisible de Dios puede conocerse por medio de las cosas que Él ha hecho» (Romanos 1:19).
Esta revelación natural sólo hace que el hombre conozca de la existencia, del poder y de la gloria de Dios. Pero si el ser humano quiere conocer personalmente a Dios y entrar en comunión personal con Él necesita otra clase de revelación.
Esta revelación debe incluir su santidad, su amor y su poder para salvar del mal y del pecado. Y esta es la revelación que Dios nos ha dado de sí mismo en La Biblia, a través de la historia: de Israel, en el Antiguo Testamento, y de la Iglesia, en el Nuevo.
La revelación que Dios hizo de sí mismo tuvo su máxima expresión en la persona, vida, obra y enseñanza de Jesucristo. El modo en que La Biblia explica y describe esta revelación es diciendo: «Dios ha hablado«. Cuando alguien habla llegamos a saber cómo es, qué piensa: «Habla, y te diré quién eres», dice un refrán popular. Si es absolutamente verdadero el deseo de los hombres de comunicarse entre sí, es tanto más verdadero el hecho de que Dios desea comunicar su pensamiento infinito a nuestras mentes finitas. Pero, jamás hubiéramos conocido a Dios si Él no hubiera revestido su pensamiento con palabras.
Así es como habla La Biblia, con palabra humana. La Palabra de Dios fue revelada a los Profetas hasta que vino «aquel que es la Palabra», Jesucristo mismo. «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros«, por un poco de tiempo, «y vimos su Gloria» (Evangelio de Juan 1:14-18).
El hombre no llega a conocer a Dios por medio de su propia sabiduría, sino por La Palabra de Dios; es decir, de «su mensaje». No por medio de la razón humana sino por la revelación que Él ha hecho de sí mismo.
Una buena parte de la controversia entre la ciencia y la fe ha surgido porque no se tuvo en cuenta este punto de vista. El método científico no es adecuado en la esfera de lo espiritual.
El pensamiento científico avanza empleando la observación y el experimento. Opera con los datos e informaciones que le suplen los cinco sentidos. Pero en el terreno de lo espiritual no hay datos inmediatamente disponibles.
Hoy, Dios no es tangible, visible o audible; sin embargo, hubo un tiempo en que Él tuvo a bien hablar y revestirse de un cuerpo que podía verse, oírse y palparse.
Así lo afirma el apóstol Juan: «Les escribimos de aquello que ya existía desde el principio, de lo que hemos oído y hemos visto con nuestros propios ojos; pues lo hemos mirado y lo hemos tocado con nuestras manos» (I de Juan 1:1).
DIOS HA ACTUADO
Pero, el mensaje del Evangelio no está limitado por la declaración del hecho de que Dios ha hablado. La Biblia muestra en forma rotunda y contundente que Dios también ha actuado. Dios tomó la iniciativa debido al doble carácter de la necesidad humana. No sólo somos ignorantes, somos también débiles y frágiles pecadores.
Por eso no es suficiente que Dios haya visitado nuestra ignorancia, revelándose a Sí mismo. Él tuvo que tomar también la iniciativa de actuar para salvarnos de nuestra débil condición de pecadores.
La historia de esta salvación comenzó con el llamamiento de Abraham, desde Ur de los Caldeos, para hacer de él y de sus descendientes una gran nación, a la cual liberó de la esclavitud en Egipto, haciendo un pacto o alianza con ellos en el Monte Sinaí, y los dirigió a través del desierto hasta la «Tierra Prometida» , guiándolos y enseñándolos como Pueblo suyo propio.
Pero todo esto era simplemente una preparación para la obra mayor de Redención. Los hombres necesitaban ser liberados no de la esclavitud de Egipto o del destierro babilónico, sino del exilio y la esclavitud del pecado y de la muerte.
Para esto vino Jesucristo, el «Dios-En-Carne», el «Dios-Con-Nosotros»: «Y llamarás su Nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mateo 1:21). «Palabra fiel y digna de ser creída por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (I Timoteo 1:15).
«Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lucas 19:10).
Es la historia del pastor que perdió una de sus ovejas de su rebaño, y salió a buscarla por los montes hasta que la encontró (Lucas 15:3-7). La fe cristiana es un mensaje de salvación. En ninguna de las religiones del mundo hay algo que pueda compararse con el mensaje de un Dios que ama, sale, va en busca de un mundo de pecadores perdidos, se humilla y muere por él. Esto es el cristianismo.
Dios habló. Dios actuó. El relato e interpretación de estas palabras y actuación divinas se encuentran en La Biblia. Pero, para muchas personas, allí está y allí debería quedarse.
Para muchos, lo que Dios dijo e hizo pertenece al pasado, a la historia. No han permitido que estas palabras y estos hechos pasen de la Biblia a la vida, de la historia a la experiencia personal. Si Dios ha hablado, ¿hemos acaso escuchado su Palabra? Si Dios ha actuado, ¿de qué nos ha beneficiado lo que Él hizo?
Frente a esto, ¿qué debemos hacer? Es necesario poner énfasis en lo siguiente: Dios nos ha buscado, todavía sigue buscándonos. Nosotros tenemos también que buscar. En efecto, la queja que Dios tiene contra el hombre es que éste no lo busca:
«Dice el necio en su corazón: no hay Dios. Se han corrompido, hacen obras despreciables, no hay quien haga lo bueno. Dios miró desde los cielos sobre los hijos de los hombres, para ver si había algún entendido que buscara a Dios. Todos se desviaron, a una se han corrompido. No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno» (Salmo 14:1-3).
Y sin embargo, Jesucristo prometió: «Busquen y encontrarán». Dios desea ser hallado, pero lo será únicamente de aquellos que lo buscan. Tenemos que buscar con diligencia, como la mujer que revolvió toda su casa hasta encontrar la moneda perdida.
El problema que tenemos entre manos es muy serio, y tenemos que aplicarnos en cuerpo y alma a la búsqueda, porque Dios recompensa a los que lo buscan,
Tenemos que buscar humildemente. Si para algunos, la apatía y la negligencia son impedimentos, para muchos el orgullo es el estorbo más común y mayor. Es preciso admitir con toda humildad que nuestra mente finita es incapaz de descubrir a Dios por su propio esfuerzo, sin la ayuda de la revelación que Él ha dado de Sí mismo.
Esto no quiere decir que debemos renunciar a nuestro pensamiento racional; al contrario, Dios no quiere que seamos como el mulo sin entendimiento. Tenemos que usar nuestra mente, pero sabiendo nuestras limitaciones. Por eso Jesucristo mismo dijo:
«Te alabo Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y de los entendidos, y las revelaste a los niños. Sí, Padre, porque así te agradó».(Mateo 11:25).
Esta es una de las razones por las que Jesús amó a los niños, porque son enseñables; no son orgullosos ni auto-suficientes. Para buscar y encontrar a Dios tenemos que poseer la mente abierta, humilde y receptiva de los niños.
Tenemos que buscar honradamente. Al acer-carnos a la revelación de Dios debemos hacerlo libres de prejuicios, con una mente abierta. Muchos se acercan a la Biblia con juicios ya preconcebidos; pero la promesa de Dios es para los que le buscan con sinceridad: «Uds. me buscarán y me hallarán, porque me buscarán de todo corazón».
Para buscar y encontrar a Dios no sólo tenemos que dejar a un lado los prejuicios y abrir nuestra mente, sino que debemos buscarlo obedientemente. Esta es la condición más difícil de llenar.
No sólo tenemos que estar preparados para revisar nuestras ideas sino también para transformar y cambiar nuestra vida. El mensaje cristiano es un desafío ético. Si el cristianismo es la verdad, tenemos también que aceptar su radical desafío ético.
Dios no es un objeto que el hombre pueda analizar fríamente. Uno no puede colocar a Dios en el extremo de un telescopio o de un microscopio y exclamar: ¡Oh, que interesante!». Dios no es intere-sante, es perturbador, trastornador, incómodo.
Esto es lo que Jesucristo quiso decir cuando, dirigiéndose a ciertos judíos incrédulos, les dijo: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mi propia cuenta».
La promesa es clara, y significa que podemos saber si la doctrina cristiana es verdadera o falsa. Pero esta promesa descansa sobre la base de un compromiso ético: buscar la verdad para cambiar nuestro modo de vivir.
Tenemos que estar dispuestos no sólo a creer sino a obedecer. Tenemos que estar preparados para obedecer la voluntad de Dios cuando Él nos la dé a conocer.
Hay muchos que dicen que han dejado de ir a la Iglesia porque ya no pueden repetir el Credo Apostólico sin sentirse hipócritas. Pero cuando a tales personas uno les dice: «Si yo pudiera contestar a plena satisfacción todas sus dudas, ¿estarían Uds. dispuestos a cambiar su modo de vivir? Entonces se sonríen, un tanto avergonzados, porque saben que el problema no es intelectual sino ético.
Este es el espíritu que mueve esta serie de reflexiones. Debemos dejar de lado la apatía, la negligencia, el orgullo, el prejuicio y nuestro estilo de vida, para buscar a Dios a pesar de las consecuencias.
Reconocemos que las condiciones más difíciles de vencer son los prejuicios intelectuales y la rebeldía ética y moral. Ambas son expresiones del temor, y el temor es el peor enemigo de la verdad. El temor paraliza la búsqueda.
A DIOS PODEMOS BUSCARLO
Sabemos que la búsqueda y el encuentro de Dios, y la aceptación de Jesucristo como Señor y Salvador suponen una experiencia exigente. Suponen la re-evaluación de la totalidad de nuestra vida y el reajuste de la totalidad de nuestro modo de vivir.
La combinación de nuestra cobardía intelectual y ética es lo que nos hace vacilar. No encontramos porque no buscamos. No buscamos porque no queremos encontrar.
Así, pues, estimado lector, te pido que te abras a la posibilidad de que puedas estar equivocado. Podría ser que Cristo sí sea la Verdad, tal como Él lo dijo. Te invito a que te conviertas en un investigador sincero de la verdad; en un buscador diligente, humilde, honrado y, sobre todo, obediente a Dios.
Acude a la Biblia, el Libro que dice ser la Revelación de Dios; lee los Evangelios, y dale a Jesucristo la oportunidad de confrontarte y autenticarse ante ti.
Acude a Él con el libre y pleno consentimiento de tu voluntad, dispuesto a creer y, sobre todo, a obedecer a Dios, si Él te convence.
¿Por qué no puedes darte el trabajo de leer los Evangelios? Podrías leerlos despacio, con detenimiento, pero como un buscador sincero de la verdad. Puede que no creas que Dios exista; pero, piensa que si en verdad existe y Dios trae a tu mente una convicción firme de que Jesucristo es el único camino que conduce a la salvación, entonces debes estar en condición de confiar en Él y de entregar tu vida a Él, reconociéndolo como tu Salvador personal y siguiéndolo como tu Señor.
¿DÓNDE DEBO BUSCAR?
Tal vez quieres hacerte la siguiente pregunta: ¿Dónde debo empezar la búsqueda de Dios? Déjame responderte diciéndote que el único lugar donde puedes encontrar a Dios no es una iglesia, ni una religión, ni una filosofía: ¡es en una persona¡
Para encontrar a Dios es imprescindible empezar con la persona histórica de Jesús de Nazaret. Porque, si Dios habló, si Dios actuó, lo hizo entera, absoluta y finalmente en Jesucristo. Porque, a fin de cuentas, la pregunta crucial es ésta: ¿ Es realmente el carpintero de Nazaret lo que la Biblia dice que es? ¿Es Jesucristo realmente verdadero Dios y verdadero hombre? De la respuesta a esta pregunta depende absolutamente todo lo demás.
Porque el cristianismo es Jesucristo: su persona y su obra son la roca fundamental sobre la cual se construye la fe cristiana. Si Jesucristo no es lo que él dijo que era, si Jesucristo no realiza la obra para la cual él declaró que había venido a este mundo, entonces todo eso que llamamos fe cristiana o cristianismo, toda esa imponente estructura teológica, eclesial, intelectual, histórica, cultural, material, que llamamos cristianismo, se derrumbaría estrepitosamente por el suelo.
Cristo es el único centro de la fe cristiana. Todo lo demás es circunferencia. Si quitamos a Jesús de Nazaret del centro del cristianismo simplemente lo que quedaría es un cascarón vacío. No quedaría absolutamente nada. Si quitáramos a la persona de Cristo del centro de la fe cristiana, seríamos, como dijo el Apóstol Pablo: » Los más dignos de lástima de todos los hombres»( I Corintios 15:19).
LAS PRETENSIONES DE JESUCRISTO
El Nuevo Testamento demuestra que Jesucristo tuvo una relación con Dios única, eterna y esencial, la cual ninguna otra persona humana tuvo ni antes ni después de Él. La doctrina unánime de la Biblia es que Jesucristo es una persona histórica que poseyó en sí mismo, en una forma perfecta y distinta, la naturaleza divina y la naturaleza humana, de un modo absoluto y único.
Jesucristo no era un disfraz humano de Dios, ni tampoco un hombre con cualidades divinas. Era Dios-hombre. Solo existiendo en esta forma tiene sentido su exigencia de ser adorado, y no simplemente admirado.
Una de las características más sobresaliente de la enseñanza de Jesucristo es que él habla frecuentemente de sí mismo. Ciertamente enseñó sobre la paternidad de Dios, sobre el Reino de Dios. Pero esto sólo sería una bella enseñanza de un maestro religioso más si a esta enseñanza no la hubiera seguido su rotunda afirmación de que quien lo había visto a él, había visto a Dios mismo (Juan 14:1-11) y de que la entrada al Reino de Dios dependía de la actitud de los hombres frente a él mismo. Por eso nunca vaciló al referirse al Reino de Dios como «mi Reino».
Lo que desconcierta, entonces, de la enseñanza de Jesús es su carácter profundamente centrado en su propia persona, lo cual lo coloca en abierto contraste con todos los demás maestros religiosos que han existido en el mundo. Estos grandes maestros religiosos o de sabiduría se borran a sí mismos.
En cambio Jesús se colocó a sí mismo en el mero centro de su enseñanza. Los maestros de religión o de filosofía suelen decir: «Allí está la verdad, Uds. deben seguirla». En cambio, Jesucristo afirmó sorprendentemente: «Yo soy la verdad: Uds. deben seguirme a mí«. Ningún fundador de religiones, ni de escuela filosófica, en el mundo se atrevió a tal afirmación.
En la enseñanza de Jesús el pronombre de primera persona singular se repite constantemente. Veamos algunos ejemplos: «Yo soy el pan de vida, el que viene a mí, nunca tendrá hambre. Yo soy la luz del mundo; el que me sigue tendrá la luz de la vida. Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá. Yo soy el camino, la verdad y la vida. Vengan a mí todos los que estén cansados que Yo les daré descanso, y aprendan de mí».
Aún más sorprendente es que Jesús afirmó que Abraham se había alegrado porque vio su día; que Moisés había escrito sobre Él, y que toda la Escritura daba testimonio sobre Él; que la Ley, los Salmos y los Profetas hablaban de Él.
Un día sábado, cuando Jesús se presentó en la Sinagoga de Nazareth, y leyó un pasaje del Profeta Isaías, cap. 6:1-2, que dice: «El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me ha consagrado para dar buenas nuevas a los pobres«, los ojos de todos estaban fijos en Él, y se quedaron asombrados, sin dar crédito a lo que escuchaban cuando pronunció estas sorprendentes palabras: «Hoy mismo se ha cumplido esta Escritura delante de Uds.»; lo que Jesús quiso decir fue: «Esto es lo que Isaías escribió de mí».
Por eso no debemos sorprendernos que Jesús no llamó a los hombres para que siguieran un conjunto de verdades; los llamó para que lo siguieran a Él. Cuando les dijo. «Vengan a mí«, no les estaba cursando una invitación, les estaba dando una orden: «Síganme«.
Alguien podría decir: ¡Caramba, esas son pretensiones totalitarias». ¡Claro que sí! Absolutamente totalitarias. Sólo Dios mismo podría tener tales pretensiones. Jesucristo tenía plenos derecho de tener tales pretensiones totalitarias.
No sólo había que creer en Él, sino que sus discípulos tenían que amarlo a Él por encima de cualquier otro amor en la vida. Sólo Dios podía exigir tal clase de amor absoluto: «amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con todas tus fuerzas y con toda tu mente«. Este fue la clase de amor que Jesucristo exigió para sí mismo a sus discípulos. Sólo siendo Dios puede esto tener sentido.
En las páginas anteriores hemos afirmados que las pretensiones de Jesucristo fueron absolutas, totalitarias, y que sólo Dios podía tener tales pretensiones. Pero lo más notable de este hecho es que tales pretensiones fueron mantenidas por alguien que insistió en que todos los hombres debían ser humildes, que reprendió a los discípulos porque buscaban su propio engrandecimiento y deseos de grandeza.
Acaso ¿tenía Jesús normas distintas para sí mismo? No. Sus pretensiones correspondían exactamente con lo que Él era. Jesucristo siempre practicó lo que enseñó. Él dijo que era manso y humilde, y sin embargo reclamó para sí mismo el título de Mesías, conforme a las expectativas formadas en el Antiguo Testamento.
Es evidente que Jesús se consideró el Mesías prometido a Israel, y su ministerio lo consideró como el cumplimiento de todas las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento. Afirmó rotundamente que había venido para establecer el Reino de Dios en la tierra. Empezó su ministerio público afirmando que todos los tiempos proféticos se habían cumplido en Él y que en Él el Reino de Dios se había acercado a los hombres.
Jesucristo adoptó el título de «Hijo del Hombre», título mesiánico derivado del Profeta Daniel. Cuando el Sumo Sacerdote judío le preguntó si Él era el «Hijo de Dios», aceptó esta designación con absoluta normalidad. También interpretó su misión a la luz de la figura del Siervo Sufriente que aparece en la última parte del libro del profeta Isaías.
Todo el ministerio de Jesucristo resalta esta pretensión mesiánica. En cierta ocasión les dijo a sus discípulos, en privado, «Felices los que ven con sus ojos lo que ustedes están viendo; porque les digo que muchos profetas y reyes quisieron ver esto que Uds. ven, pero no lo vieron; quisieron oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron» (Lucas 10:23-24).
Pero la pretensión más radical que Cristo hizo para sí mismo no se refiere a su mesianismo, sino a su deidad. Jesucristo pretendió ser el Hijo de Dios por su relación eterna y única que mantuvo con el Padre. Constantemente habló de esta íntima relación que mantuvo con Dios como su Padre.
Esta asociación íntima con Dios la mantuvo desde su más temprana edad, cuando sorprendió a sus propios padres mostrándoles un celo insobornable por los asuntos de su Padre celestial (Lucas 2:9). Al inicio de su ministerio público hizo afirmaciones como estas: «Mi Padre hasta ahora trabaja, y Yo también». «Yo y el Padre somos uno». «Yo estoy en el Padre, y el Padre está en mí» (Juan 5:17; 10:30; 14:11).
Es verdad que Jesucristo enseñó a los discípulos a dirigirse a Dios como «Padre», pero su relación con Dios como Padre era tan distinta a la nuestra, que se vio obligado a distinguirse llamándolo «Mi Padre».
Después de la resurrección, le dijo a María Magdalena: «Subo a donde está Mi Padre y Padre de ustedes«; no le dijo: «Subo a donde está «nuestro» Padre».
La indignación que Jesús provocó entre los judíos comprueba que Él pretendió tener una relación exclusiva e íntima con Dios. Elos dijeron de Él: «Se ha hecho Hijo de Dios»(Juan 19:7). Tan absoluta era esta identificación, que para Él era totalmente natural comparar las actitudes de los hombres hacia Él y hacia Dios mismo; por eso dijo que: Conocerlo a Él era conocer a Dios. Verlo a Él era ver a Dios. Creer en Él era creer en Dios. Honrarlo a Él era honrar a Dios.
Jesucristo estaba tan consciente de que Él tenía una relación especial con Dios, que en su controversia con los judíos les dijo: «En verdad les digo, que el que cree lo que Yo digo, nunca morirá».
Esto resultó demasiado para sus críticos, quienes le replicaron: «Abraham y todos los profetas murieron, ¿acaso eres tú más que nuestro padre Abraham? ¿Quién eres tú? Jesús les respondió: «Abraham, el antepasado de ustedes, se alegró porque iba a ver mi día«.
Los judíos se quedaron perplejos: «Todavía no tienes ni 50 años, y dices que has visto a Abraham?». Entonces Jesús les respondió con una de las afirmaciones más asombrosas que jamás hizo: «En verdad les digo, que desde antes de que Abraham existiera, Yo Soy» (Juan 8:51-58). Entonces tomaron piedras para matarlo, porque consideraron que había blasfemado contra Dios. ¿Por qué lo consideraron blasfemo? Porque Jesús no dijo que Él «existía» antes que Abraham; Él dijo: «Yo Soy».
En la lengua hebrea, estas palabras son las mismas usadas para designar el Nombre de Dios revelado a Moisés desde la zarza ardiente: «Yo Soy el que Soy». Este fue el título que Jesús tomó para sí mismo con la más absoluta naturalidad. Por eso los judíos quisieron matarlo, porque entendieron que Él se estaba llamando a sí mismo: «Yo Soy el que Soy»; es decir, DIOS.
Otro ejemplo profundamente impactante de esta pretensión divina, lo tenemos cuando después de la resurrección, Jesús se aparece a los discípulos, y el incrédulo Tomás está entre ellos. Jesús lo invitó para que metiera los dedos en sus heridas, y Tomás, sobrecogido de admiración le gritó: «Mi Señor y mi Dios«. Jesús aceptó tranquilamente tal designación; censuró a Tomás por su incredulidad, pero ni una sola palabra de reproche por haberlo llamado Dios, ni por haberlo adorado postrado de rodillas ante Él.
Esta pretensión de ser Dios mismo se muestra en numerosos testimonios durante todo su ministerio público. En muchas ocasiones ejerció funciones que sólo se correspondía a Dios. Así, por ejemplo, asumió la prerrogativa de perdonar pecados.
La primera fue cuando un grupo de amigos le trajeron a un paralítico, tendido en una cama y lo bajaron por el techo. Jesús vio la necesidad física, pero sorprendió a todo el mundo diciéndole al paralítico: «Hijo, tus pecados quedan perdonados» (Marcos 2:1-12). En otra ocasión, una mujer de mala reputación se acercó a dónde estaba Jesús cenando con un fariseo, y, colocándose detrás de Jesús, lavó sus pies con sus lágrimas y los secó con sus cabellos, y luego los ungió con un costoso ungüento perfumado, y Jesús le dijo: «Tus pecados te son perdonados».
En ambas ocasiones, los presentes arrugaron el rostro y se preguntaron: «¿Quién es este hombre? ¿Qué blasfemia es ésta? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?»
Las preguntas estaban bien formuladas y justificadas, porque sólo Dios podía perdonar las ofensas cometidas contra Él. Jesucristo estaba haciendo exactamente eso: perdonando los pecados cometidos contra Dios. Sólo siendo Dios podía esto tener sentido.
Igual de atrevida fue su pretensión de que Él tenía poder para otorgar la vida. Él se llamó «El Pan de vida«, y la resurrección y la vida. A los discípulos les dijo que Él era la savia que da vida a las ramas de la vid; y a la samaritana le dijo que Él era el agua de la vida. Dios es vida.
En numerosas oportunidades Jesús se declaró dador de la vida. La vida es un enigma, ya sea física o espiritual. Su naturaleza es tan desconcertante como su origen. No sabemos ni siquiera definir lo que es ni de dónde viene. Sólo sabemos que la vida es un don de Dios. Y esto es precisamente lo que Jesucristo pretendió ser y otorgar: Él es el buen pastor que da su vida por las ovejas. Él declaró que tenía el poder de otorgar la vida a todo aquel a quien Él quisiera darla.
Esta pretensión fue tan rotunda y contundente que esto fue lo que hizo que los discípulos no se separaran de Él. Cuando todos lo abandonaron, sus discípulos confesaron: «Señor, ¿a quién iremos? Tus palabras son palabras de vida eterna? (Juan 6:68).
Pero Jesús no sólo pretendió ser la vida; también dijo que Él era la verdad. Lo que más impresionó a quienes lo escucharon, no fue tanto las verdades que enseñaba sino la forma como enseñaba. Sus contemporáneos quedaron impresionados por su sabiduría y decían:
«Dónde aprendió este hombre todo esto? ¿Qué es esta sabiduría que se le ha dado? ¿No es este es el carpintero? ¿Cómo sabe éste tantas cosas sin haber estudiado? Y todos, impresionados por la autoridad con la que enseñaba, exclamaban: «¡Nunca nadie ha hablado como ese hombre! Y se admiraban de cómo les enseñaba, porque les enseñaba con autoridad» (Marcos 6:3; Mateo 7:28-29).
Si la autoridad de Jesús no era como la de los demás maestros de la Ley ni como la de los profetas antiguos, ¿de dónde le venía tal autoridad? Jesús no predicó diciendo: «Así dice Jehová-Dios»; Él enseñaba diciendo: «Así digo Yo«. Su autoridad no era derivada sino propia.
Es cierto que Él enseñaba lo que Su Padre le había ordenado enseñar, pero Él estaba absolutamente convencido de que Él era el órgano inmediato y final de la revelación de Dios. Nunca titubeó. Nunca se disculpó. Nunca se contradijo. Nunca se corrigió. Nunca modificó lo que había dicho. Habló cómo habló Dios mismo en el Antiguo Testamento.
Habló del futuro con absoluta convicción. Estableció nuevos mandamientos y nuevas normar morales en la misma forma como las estableció Dios en los Diez Mandamientos. Afirmó que sus palabras eran eternas como la Ley, y que el destino personal de sus oyentes (o lectores) dependía de cómo respondieran a sus palabras, tal como el destino del Israel antiguo dependería de cómo respondieran a la Palabra de Dios mismo.
Pero Jesús fue aún más atrevido. El afirmó que Él tenía autoridad para juzgar al mundo. Esta es su afirmación más extraordinaria. En sus parábolas enseñó que Él volverá al final de la historia para juzgar al mundo. Dijo que el día del juicio final será postergado hasta que Él regrese. Él mismo resucitará a los muertos y todas las naciones se postrarán delante de Él. Y Él será quien juzgue a todas las naciones.
Pero no solamente esto nos asombra. Él afirmó que el juicio a las naciones dependerá de la actitud que los hombres hayan tenido para con sus «hermanos más pequeños», que son sus discípulos, y de cómo hayan respondido a sus enseñanzas. Aquellos que lo hayan reconocido delante de los hombres Él los reconocerá delante de Dios. A los que lo hayan negado delante de los hombres, Él les dirá: «Apártense de mí; nunca les conocí». Semejante predicador, o era Dios mismo o debió haber sido llevado ante algún psiquiatra.
LOS MILAGROS: DRAMATIZACIÓN DE LAS PRETENSIONES DE JESUCRISTO
En las anteriores páginas, hemos considerado las extraordinarias pretensiones de Jesucristo: ser la vida, la verdad, perdonar los pecados, ser juez del mundo, etc. Nos queda por considerar lo que podríamos llamar la dramatización de tales pretensiones: sus milagros.
Es imposible aquí analizar a fondo la posibilidad o el propósito de los milagros. Debemos señalar que el verdadero valor de los milagros no es tanto su naturaleza como el significado espiritual, porque los milagros son «signos», «señales» de una realidad más trascendente.
Sus milagros nunca fueron realizados por motivos egoístas, o por sensacionalismos carentes de sentido. Jesús nunca hizo un milagro para hacer alarde de su poder ni para exigir que se le sometieran. Los milagros son ilustraciones de su autoridad espiritual; son parábolas dramatizadas, actuadas, para mostrar visiblemente todas las pretensiones de las que hemos hablado. Es decir, sus obras dramatizan sus palabras.
El evangelista Juan comprendió profundamente esta verdad; por eso construyó el Cuarto Evangelio, en torno a siete «señales», seleccionadas con un propósito bien definido (Evangelio de Juan 20:30-31). Juan asoció cada una de estas «señales» a una declaración pública de Jesús que comienza con las palabras «YO SOY».
La primera «señal» que aparece en este Cuarto Evangelio es la transformación del agua en vino, en una boda en el pueblo de Caná de Galilea. En sí mismo, no parece ser un milagro muy «edificante», pero su significado está debajo de la superficie.
El evangelista dice que en la casa había seis tinajas de las usadas para el agua de la «purificación». Esta es la clave para entender este milagro. El agua representaba la antigua religión judía, con sus leyes y ritos, con sus sacrificios de animales para buscar el perdón de Dios. El vino representaba el mensaje del Evangelio traído por Jesús.
El significado es este: así como Jesucristo cambió el agua en vino, así el Evangelio superará a la antigua Ley de Moisés. De esta forma, Jesucristo demostraba que Él estaba autorizado para inaugurar un nuevo orden, una verdadera nueva era: la era del Espíritu, la era del Reino de Dios. Jesús estaba diciendo: «Yo Soy el Mesías». Y sus discípulos creyeron en Él.
En otra ocasión, Jesús alimentó a cinco mil personas con la multiplicación de los panes. Con este milagro Jesús se proclama como «el Pan de vida» que puede saciar el hambre del corazón humano. Un poco más adelante, Jesús abrió los ojos a un hombre que había nacido ciego. Él había gritado públicamente: «Yo Soy la Luz del mundo». Con esta señal estaba enseñando que Él era capaz de abrir los ojos del corazón humano para que vieran quién era Él y lo reconocieran como Dios mismo.
Finalmente, trajo de nuevo a la vida a uno que antes había estado muerto. Lázaro, su amigo, estaba muerto. Jesucristo había dicho: «Yo Soy la Resurrección y la Vida». Jesús resucitó a Lázaro como señal de que Él era la vida del creyente antes y después de la muerte. La muerte nunca podrá prevalecer sobre la fe en Jesucristo, porque quien esté unido a Él vivirá para siempre.
Todos estos milagros eran parábolas: porque los seres humanos están hambrientos, ciegos y muertos espiritualmente, sólo Jesucristo puede satisfacer su hambre, restaurarles la vista y levantarlos a una nueva vida.
En lo expuesto hasta ahora, hemos concluido afirmando que sólo Jesucristo puede llenar las ansias del corazón humano, restaurándonos la vista y llevándonos a una nueva experiencia de vida. Sus milagros no son otra cosa que parábolas de esta realidad espiritual. Es imposible eliminar de los Evangelios las pretensiones radicales y absolutas que el carpintero de Nazaret formuló sobre sí mismo y sobre su misión en el mundo.
No es posible decir que estas pretensiones fueron inventadas por los evangelistas o que fueron exageraciones inconscientes, por cuanto no tenían precedentes que pudieran revelar en ellos tal grado de potencia imaginativa y las pretensiones resultan tan radicales que chocaban de frente con las concepciones religiosas de los evangelistas mismos.
Además, tan absolutas pretensiones de Jesús se hallan distribuidas profusa y equitativamente en los cuatro evangelios y el retrato de Jesús que resulta de las narraciones presentadas por los evangelistas es demasiado consistente y equilibrado como para haber sido creado por la imaginación de humildes pescadores artesanales.
Las pretensiones están allí. Alguien podría argumentar diciendo que por sí solas no constituyen una evidencia de la deidad de Jesús, que tal vez pudieran ser pretensiones falsas. Pero, las pretensiones están allí y es necesario encontrar alguna explicación. Porque no podríamos seguir considerando a Jesús como un gran maestro si estaba equivocado en alguno de los puntos capitales de su enseñanza, la más importante de todas: la enseñanza sobre sí mismo.
Algunos eruditos han señalado que, humanamente hablando, existe en Jesús una especial «megalomanía», y que esta «megalomanía» nunca ha dejado de ser realmente perturbadora para todos los que se asoman sin prejuicios al Jesús retratado en los Cuatro Evangelios.
Un cierto crítico señaló, y con razón, que «tales pretensiones en un mero hombre serían la expresión máxima de la megalomanía imperial». En efecto, en un simple mortal, las pretensiones expresadas por Jesús tendrían que ser consideradas como un signo de evidente locura.
Sin embargo, como afirma también otro crítico: «la discrepancia que existe entre la profundidad, la cordura y la astucia de las enseñanzas de Cristo, por una parte, y la megalomanía que trasunta su enseñanza teológica, por otra parte, nunca ha sido superada completamente, a menos que Él sea Dios».
¿Acaso fue deliberadamente un impostor? ¿Trató de conseguir la adhesión de los hombres a sus puntos de vista asumiendo una autoridad divina que nunca tuvo? Es muy difícil creer esto. En la vida de Jesús, tal como está descrita en los Cuatro Evangelios, todo resulta ser transparente, diáfano, sencillo.
Predicó fuertemente contra la hipocresía en otros, y fue absolutamente exigente y transparente para consigo mismo. Si hubiera sido un impostor habría salvado su vida simplemente plegándose a las expectativas que el pueblo tenía sobre el Mesías esperado por Israel. Pero Jesús fue absolutamente coherente consigo mismo y se negó a satisfacer las falsas expectativas despertadas en el pueblo. Esto no lo hace un impostor demagogo.
¿Estuvo acaso sinceramente equivocado? ¿Tenía una ilusión fija sobre sí mismo? Jesús no da nunca la impresión de poseer la anormalidad que uno espera descubrir en un iluso. El carácter de Cristo parece respaldar sus pretensiones. Y este es el terreno donde debemos seguir investigando.
Siempre han existido pretendientes a la grandeza y a la divinidad. Los manicomios están llenos de enfermos que se creyeron Julio César, Napoleón o Jesucristo. Emperadores hubo que se creyeron divinos y fueron muertos por la lanza de uno de sus guardaespaldas. Nadie les creyó. Nunca tuvieron discípulos. No convencieron a nadie, porque nunca parecieron ser aquello que pretendieron ser. Su carácter no avaló nunca sus pretensiones.
Con Cristo no sucedió lo mismo. Las convicciones que como cristianos tenemos acerca de Cristo reciben su fuerza por el hecho de que Él parece ser lo que pretende ser. Entre sus palabras y sus acciones nunca existió discrepancia. Indudablemente, para que alguien pudiera autenticar las pretensiones que Jesús manifestó necesitaría poseer un carácter extraordinario. Sólo Jesús de Nazaret puede presentar el carácter que nosotros aspiramos a encontrar en alguien radicalmente distinto de nosotros mismos.
Es cierto que su carácter no prueba de manera concluyente que sus pretensiones fueran verídicas, pero las confirma definitivamente. Sus preten-siones fueron exclusivas. Su carácter es único en su género. Es tan único que nadie, ni sus predecesores ni sus seguidores, pueden comparársele. Jesús de Nazaret no pertenece al grupo de los «grandes de la historia». Podemos hablar de Alejandro el Grande, de Napoleón el Grande, de Bolívar el Grande, pero a Jesucristo tenemos que ponerlo aparte. Jesucristo no es Grande, Él es UNICO.
Nada puede añadirse a su nombre. Él desafía todo análisis, confunde todos los cánones de la naturaleza humana. Bien podríamos decir que si Cervantes entrara en nuestra casa, nos pondríamos de pie para aplaudirle; pero si fuera Jesucristo quien entrara, todos caeríamos de rodillas para adorarle y besar el ruedo de su manto.
La categoría de Jesús de Nazaret es única. No nos satisface decir que Él «es el hombre más grande que ha existido»; ni que es » el más excelso maestro jamás escuchado». Con Jesucristo no podemos usar términos comparativos, ni aun superlativos.
En cierta ocasión vino a Él un hombre muy rico y piadoso, y le dijo: «Maestro bueno«. Jesús le respondió: ¿Por qué me llamas bueno? No hay más que uno bueno, y ese es Dios.»
¡Exacto! Hubiéramos exclamado nosotros. No se trata de que Jesús haya sido mejor que los demás hombres, ni siquiera el mejor de todos los hombres. Jesús es Bueno en la exacta dimensión de la absoluta bondad de Dios mismo.
La trascendencia de esta absoluta pretensión debe ser puesta en evidencia. Todos sabemos que el pecado es la naturaleza universal de todos los hombres. Todos los hombres somos pecadores. Esta es la verdad universal más evidente en el mundo. El pecado no es un accidente en la vida, es parte de nuestra naturaleza. No somos pecadores porque pecamos; pecamos porque somos peca-dores. Nuestra naturaleza está dañada por el mal. ¡Quién diga que no tiene pecado que tire la primera piedra!
En cambio, Jesucristo en varias ocasiones afirmó que no tenía pecado. Él desafió a sus adversarios preguntándoles: ¿Quién de ustedes puede demostrar que yo tengo algún pecado? (Juan 8:46).
Nadie le contestó. Cuando Él los acusó, todos se fueron; cuando los invitó a que lo acusaran a Él, Él se quedó a esperar el veredicto. La vida de Jesús de Nazaret es el más perfecto milagro que jamás haya sido hecho. Su carácter es más maravilloso que el más grande de todos los milagros.
JESUCRISTO: UNA CATEGORÍA MORAL ÚNICA
En las páginas anterior afirmamos que el carácter de Jesucristo es más maravilloso que el más grande de los milagros. La Biblia afirma que Él fue probado y tentado en todo, pero que no cometió pecado: «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado»(Carta a Los Hebreos, 4:15).
De manera que Jesús de Nazaret se colocó en una categoría moral única. Todos los demás hombres eran ovejas perdidas, pero Él había venido como el buen pastor, a dar su vida por las ovejas. Todos los demás hombres estaban plagados de la enfermedad mortal del pecado, pero Él era el médico que había venido para sanarlos.
Todos los demás hombres estaban hundidos en las tinieblas de la ignorancia y del pecado, pero Él era la Luz que resplandecía en medio de esas densas tinieblas. Todos los demás hombres eran pecadores, pero Él había venido para derramar su sangre y perdonarles todos sus pecados.
Todos los demás hombres tenían hambre, pero Él era el Pan de Vida que saciaría esa hambre. Todos los hombres estaban muertos en delitos y pecados, pero Él había venido para darles vida, y vida en abundancia, aquí y ahora, y más allá de la eternidad.
Todas estas metáforas expresaban la plena conciencia que Jesús tenía del carácter único y singular de su propia persona. Por eso no debemos sorprendernos que los Evangelios, aunque nos narran todas sus tentaciones, nunca dicen nada de sus pecados.
Jesús nunca confesó pecado alguno ni pidió perdón, aunque ordenó a sus discípulos que debían hacerlo. Nunca manifestó tener conciencia de fra-caso moral, conciencia de culpa ni de enajenación con Dios ni con sus semejantes.
Fue bautizado por Juan, a pesar de la resistencia de éste, no porque Él necesitara arrepentimiento, sino porque fue necesario para cumplir todo lo ordenado por Dios y como comienzo de su identificación solidaria con los pecados del mundo. Por eso, Pablo afirma: «Cristo no cometió pecado alguno; pero por causa nuestra, Dios lo hizo pecado, para hacernos a nosotros justicia de Dios en Cristo» (II Cor.5:21).
Este sentimiento de una diáfana y trans-parente comunión con Dios es realmente notable por dos razones. La primera, porque Jesucristo dio muestra de poseer un juicio moral sumamente agudo y penetrante. Los evangelistas señalan varias veces que Él «sabía lo que hay en el corazón del hombre«.
Con frecuencia, Jesús leía los problemas y perplejidades más íntimos de la multitud. Tal cla-ridad de percepción, le permitió denunciar con la fuerza de un trueno, la hipocresía de los religiosos fariseos.
La ostentación y el simulacro eran para Él una abominación. Sin embargo, su mirada pene-trante no descubrió ni un solo pecado en su propia persona.
En segundo lugar, nos asombra la absoluta conciencia que Jesucristo tuvo de su pureza porque es radicalmente distinta a la experiencia de todos los santos místicos de todo el mundo. Por expe-riencia, el verdadero cristiano sabe que cuanto más cerca se siente de Dios, mucho más profunda es su conciencia de su pecado. Es como el verdadero científico: cuanto más investiga, más consciente está de su profunda ignorancia.
Cuanto más el cristiano trata de ser como Cristo, más aguda es su propia conciencia de la distancia que lo separa de Dios. En cambio, Jesucristo vivió plenamente libre de este sentimiento de pecado.
Hemos tratado de poner en evidencia que Jesucristo creyó en todo momento estar libre de pecado, del mismo modo que creyó ser el Mesías y El Hijo de Dios. Pero, es legítimo que nos hagamos la pregunta: ¿No pudo haber estado equivocado en cuanto a estas pretensiones? ¿Qué pensaban sus contemporáneos acerca de Él? ¿Tendrían la misma percepción?
Se podría pensar que los discípulos de Cristo fueron testigos imperfectos, o que fueron parciales, o que deliberadamente pintaron un retrato de Jesús con colorares más hermosos de los que Él mismo merecía. Sin embargo, no podemos echar por la borda sus afirmaciones. Existen varias razo-nes por las cuales podemos descansar confiada-mente en la evidencia que presentan.
En primer lugar, los discípulos de Cristo vivieron en compañía íntima con Él durante algo más de tres años. Comían y dormían juntos; experimentaban la estrechez del mismo bote. Tenían una caja chica común, y todos sabemos que una cuenta bancaria común puede convertirse fácilmente en una manzana de la discordia.
Los discípulos se molestaban entre sí; disputaban agriamente; pero nunca encontraron en Jesús los defectos que ellos encontraban en sí mismos. Por lo general, la familiaridad y el roce continuo terminan engendrando menosprecio. Pero en esta caso no fue así.
En segundo lugar, podemos confiar en el testimonio de los apóstoles porque ellos eran judíos que, desde la infancia, tenían sus mentes empapadas de las doctrinas y enseñanzas del Antiguo Testamento, y una de estas doctrinas que no podían ignorar era que el pecado es universal en toda la naturaleza humana. A la luz de la doctrina del Antiguo Testamento en la que fueron criados, jamás hubieran atribuido impecabilidad a ningún hombre.
En tercer lugar, el testimonio apostólico sobre la impecabilidad de Jesús es creíble porque ellos nunca se propusieron deliberadamente enseñar tal cosa. Sus observaciones fueron hechas como de paso; estaban tratando otros asuntos o temas y, como entre paréntesis, se refirieron a su impecabilidad.
Esto es lo que dicen personas que lo vieron día tras día y en todas las circunstancias de la vida diaria: Pedro describió a Jesús como «un cordero sin defecto ni mancha», y luego testificó que Jesús no cometió pecado ni jamás engañó a nadie.
El apóstol Juan declara enfáticamente que todos los hombres son pecadores, y que si alguien dice lo contrario es un mentiroso y hacemos a Dios mentiroso; pero después dice que Jesús se manifestó para quitar nuestros pecados porque Él no tenía pecado alguno.
A este testimonio podemos añadir el de Pablo. Él era un enemigo de Cristo, no tenía ningún motivo para hablar bien de Él. Persiguió a los cristianos con violencia y odio irracional. Pero llegó a la misma conclusión de quienes convivieron con Él íntimamente. Pablo dijo: Jesucristo no cometió pecado, aunque fue hecho pecado por causa de nosotros.
Jesucristo, que fue puro y sin maldad, en quien no hubo nunca engaño en su boca, el que fue apartado de todo pecado, fue convertido en pecado por Dios, para recibir en su cuerpo la descarga de toda la ira que Dios debía descargar sobre nosotros. El justo murió por los injustos, dirá Pablo.
ACUSACIONES CONTRA JESUCRISTO
Es posible que Ud. piense que esto lo dijeron los amigos de Jesús. ¿Qué habrán pensado sus enemigos? Estos no tenían ninguna inclinación favorable hacia Jesús. Esto lo expondremos en nuestra próxima entrega.
Como es bien sabido, cuando no podemos ganar un debate por la vía de la argumentación solemos caer en el terreno de las acusaciones personales. Cuando nos faltan las razones, el fango es un buen sustituto. Ni siquiera la historia de la Iglesia se ha podido salvar de esta condición humana. Los enemigos de Jesús no podían ser una excepción.
El evangelista Marcos acumula cuatro de las críticas que lanzaron contra Jesús (ver Marcos 2:1 al 3:6). La primera acusación fue «Jesús es un blasfemo».
En una cierta ocasión, Jesús había perdonado los pecados de un hombre; los enemigos de Jesús consideraron que Él estaba invadiendo los terrenos de Dios mismo. Era, según ellos, una arrogancia blasfema. Pero esta acusación pone en evidencia una cuestión de principios, si Jesús se atrevía a perdonar pecados, era porque Él se veía a sí mismo como divino.
La segunda acusación fue: «Jesús anda con malas amistades». ¿Cómo puede ser de origen divino alguien que confraterniza, come y bebe, con hombres impíos, rameras y pecadores? Ningún maestro de la Ley hubiera jamás soñado con hacer semejantes amistades. Un Rabino era capaz de recoger el manto alrededor de su cuerpo para evitar el más leve roce con semejantes escorias. Y, además, le habría dado las gracias a Dios por haberlo hecho. Por eso, los religiosos judíos, los Sacerdotes y Fariseos, no pudieron reconocer la gracia y la ternura de Jesús, el cual, aunque no cometió pecado alguno se honraba en ser llamado «amigo de pecadores».
La tercera acusación contra Jesús fue: «Jesús predica una religión frívola y muy poco seria». Él no ayunaba como los Fariseos, ni siquiera como los discípulos de Juan el Bautista. Él gustaba de los banquetes; era, según ellos, «un comilón y bebedor de vino». ¿Cómo podía ser un verdadero Maestro de la Ley un hombre que comía con gente de tan mala fama?
La cuarta acusación fue: «Jesús corrompe las costumbres violando la ley del Sábado». Esto enfurecía a los Fariseos. Jesús sanaba a los enfermos en el día de reposo, y sus discípulos no tenían escrúpulos en comer sin lavarse las manos, tremendo pecado para los Fariseos.
Cualquier serio investigador de la Biblia sabe que Jesús fue un cumplidor estricto de la Ley y que incluso afirmó que Él había venido para dar pleno significado a la Ley; por eso enseñó que el día de reposo estaba al servicio de los hombres y no los hombres al servicio del día de reposo, porque Él era «Señor del día de reposo», y por eso tenía derecho a dejar de lado las falsas tradiciones religiosas de los Fariseos.
Todas estas acusaciones resultaban realmente triviales, pero nuevamente expresaban una cuestión de principio: los Fariseos no tenían nada que pudiera enlodar la reputación de Jesús. Por eso, cuando lo juzgaron en el proceso de la crucifixión, tuvieron que buscar testigos falsos, y ni aún ellos pudieron ponerse de acuerdo; de hecho, la única acusación que pudieron formular contra él no fue moral ni religiosa, sino política.
Cuando Jesús fue llevado al tribunal, una y otra vez fue declarado inocente; Pilato , cobardemente, se lavó las manos, reconociendo que él no era culpable por la muerte de un hombre inocente. Judas mismo devolvió a los Sacerdotes las monedas de plata, lleno de remordimiento por haber entregado a un hombre inocente. El ladrón en la cruz reconoció que Jesús no había hecho nada malo, y hasta el centurión romano, después de ver la agonía de Jesús en la cruz, exclamó: «Verdaderamente, este hombre no hizo nada malo».
Al valorar la vida de Jesús de Nazaret, nosotros mismos podemos hacer nuestra propia evaluación. En los Evangelios aparece claramente afirmada la perfección moral de Jesucristo, expresada sin ningún alarde, afirmada confiadamente por sus amigos, y reconocida de mala gana por sus mismos enemigos.
Lo vemos actuando en un sin fin de situaciones, durante unos tres años, que dan clara idea del poderoso impacto que provocó en las masas de toda Palestina. Los evangelistas concluyen diciendo: «Tenía la aprobación de Dios y de toda la gente».
Lo vemos mezclarse en medio del bullicio de las multitudes, siendo aclamado como un héroe y, sin embargo, rechazando a las turbas que querían hacerlo Rey a la fuerza. Ya sea ascendiendo a la cresta de la popularidad, o descendiendo a las profundidades del abandono, lo vemos siempre el mismo. No es cambiante ni temperamental.
Su personalidad es absolutamente equilibrada en todas las mil situaciones que enfrentó. No es un fanático religioso, tampoco un maniático obsesionado por la conquista del poder. Su doctrina no es popular, ni mucho menos populista, pero ama al pueblo, y les enseñó sin darle importancia a la opinión que los hombres tuvieran de Él.
En el retrato que de Él dibujan los Evangelios hay evidencias tanto de su humanidad como de su divinidad. Experimentó plenamente todas las emociones y necesidades humanas: el amor y la ira, el gozo y el dolor, el hambre y el cansancio. Es enteramente humano. Sin embargo, no es meramente un hombre.
Esta es la paradoja, o aparente contradicción, que asombra y desconcierta: se sabe distinto pero nunca se mostró pomposo entre los hombres; se sabe importante, pero siempre fue humilde. Su persona fue el centro mismo de su enseñanza, y sin embargo su conducta fue de absoluta abnegación por los demás.
En cuanto al pensamiento, se puso siempre Él de primero; en cuanto a la acción, siempre estuvo de último. Demostró tanto la más alta esti-ma de sí mismo como el más grande sacrificio de su propia persona. Tenía plena conciencia de que era El Señor de todo, pero se hizo el Esclavo de todos. Dijo que Él era el Juez de todo el mundo, pero se arrodilló para lavarle los pies a sus discípulos.
Nadie jamás renunció a tanto. Renunció a los más grandes goces y placeres para asumir los do-lores de la tierra; cambió la infinita pureza de su carácter por el contacto doloroso con el pecado de todo el mundo. Nació de una humilde madre hebrea en un sucio pesebre de Belén. Fue criado y educado en un oscuro rincón de Palestina y su escuela fue un humilde banco de carpintería, para sostener a su madre y a los otros niños de la casa.
A su debido tiempo, se presentó como predicador ambulante, sin ninguna posesión mate-rial, con comodidades muy limitadas y sin hogar. Hizo amistades entre sencillos pescadores y publi-canos; puso sus manos sobre sucios leprosos, y permitió que prostitutas lo tocaran y acariciaran. Se entregó absolutamente ayudar, enseñar y curar a todos los enfermos, y nunca exigió nada a cambio.
No fue comprendido, se le calumnió, y fue víctima de los prejuicios religiosos y de los intereses creados. Fue despreciado y rechazado por su pro-pio pueblo, y abandonado por sus más íntimos amigos. Puso la espalda para ser flagelada, y la cara para ser escupida, las manos y los pies para ser clavados en una cruz romana. Mientras sufría horrible tortura, oraba por sus verdugos implo-rando el perdón para ellos, porque ignoraban lo que hacían.
Tal hombre está fuera de nuestra comprensión. Él triunfó donde nosotros fracasamos inva-riablemente. En todo momento, mantuvo absoluto control sobre sí mismo. Jamás mostró resen-timiento por lo que le hacían, y de su boca jamás salió ni una palabra corrompida por el odio o la venganza.
Se negó absolutamente a sí mismo, renunciando a lo que todos los demás hombres aman y buscan: la gloria y la satisfacción personal. Nunca se agradó a sí mismo, porque solamente anheló hacer todo aquello que fuera para el bienestar de los demás.
La vida de Jesús de Nazaret irradió tanta luz incandescente que jamás ni las más tenebrosas tinieblas han podido ni podrán empañarla.
La conclusión de su vida es ésta: venció al pecado porque estuvo libre del egoísmo, y esta libertad es la esencia del amor. Porque el amor es el sacrificio de uno mismo. Sólo siendo Dios podía amar de esta manera, porque Dios es amor.
Con razón, millones de hombres y mujeres de todas las épocas, razas, lenguas y naciones sobre la tierra se han sentido indignos de Él, y por amor a Él han sido capaces de entregar con gozo y alegría sus cuerpos, sus mentes, sus corazones y sus vidas.
LA OBRA DE JESUCRISTO
En las páginas precedentes hemos dedicado considerable espacio al examen de la evidencia de la deidad de Jesucristo. Es posible que algunos se hayan convencido de que Jesucristo es El Señor, Dios mismo manifestado en carne. Sin embargo, el NT no se ocupa únicamente de la a de Cristo sino también de su obra. En este sentido, Jesucristo es presentado como aquel que vino para buscar y salvar a los pecadores. En realidad, estos dos aspectos son indisolubles, pues la validez de su obra depende de la divinidad de su persona.
Para poder precisar la naturaleza de la obra realizada por Jesucristo, es indispensable que comprendamos quiénes somos nosotros mismos así como quién es Él. Lo que Jesucristo hizo, lo hizo por nosotros. Fue una obra ejecutada por una persona a favor de otras personas; una misión llevada a cabo por la única persona competente y capaz para llenar las necesidades de personas necesitadas. Esta capacidad de Jesucristo se basa en la naturaleza de su persona, en su divinidad. Nuestra necesidad se basa en nuestra naturaleza: somos pecadores.
En las páginas siguientes nos volvemos desde la persona de Cristo hacia la necesidad humana. Pasamos de la impecabilidad y gloria que hay en Él hacia el pecado y la vergüenza que hay en nosotros. Sólo entonces, cuando hayamos comprendido cabalmente lo que somos, estaremos en condiciones de percibir la maravilla de lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nos ofrece. Sólo cuando hayamos diagnosticado la enfermedad con toda precisión, estaremos dispuestos a tomar la medicina recetada.
EL PROBLEMA DEL PECADO
Primero, hay que reconocer que el pecado no es un tema muy popular, y muchas veces se nos critica porque insistimos en este asunto. El cristianismo no es ni pesimista ni optimista en este asunto, es sencillamente realista frente a este hecho. El pecado no es un invento de maestros religiosos que quieren mantenerse en sus puestos de trabajo. El pecado es el hecho más universal de la experiencia humana.
La historia de los últimos siglos nos ha convencido de que el problema del mal no radica ni en los sistemas económicos, sociales y educativos, sino en el hombre mismo. El pecado no es meramente un problema social. En el siglo XIX floreció poderosamente un optimismo filosófico basado en la creencia en la bondad innata de la naturaleza humana.
Se creía que la naturaleza del hombre era fundamentalmente buena, pero que el mal generado en la sociedad era causado por la ignorancia, por la pobreza, por la falta de educación; y que bastaba una reforma social y educativa para que el hombre alcanzara el estado perfecto de felicidad, paz y progreso.
Demás está decir que esta ilusión se estrelló frente a los hechos ineludibles de la historia. Jamás en la historia del hombre se ha ampliado tanto el horizonte de las oportunidades de estudio, el avance científico y tecnológico han alcanzado niveles sin precedentes en todos los siglos anteriores. Casi todas las naciones se han lanzado a grandes programas de bienestar y seguridad social, y en los países industrializados la vida de los niños al nacer parece perfectamente bien asegurada.
Sin embargo, las atrocidades que han caracterizado a las últimas guerras mundiales y los subsecuentes conflictos bélicos internacionales, la supervivencia de regímenes políticos de opresión y barbarie, las discriminaciones raciales, políticas y económicas, el incremento espantoso de la violencia y del crimen, en todas las estructuras de la sociedad, nos ha llevado a la convicción de que la raíz del mal no está fuera sino dentro del hombre. Y esta raíz tiene un nombre, aunque no nos guste: el pecado. El egoísmo humano.
Muchas de las cosas que hoy admitimos como señales incuestionables de una vida «civilizada» están profundamente sustentadas y penetradas por el pecado. Tomemos, por ejemplo, el campo de la Ley. En todas partes hay un clamor por el incremento de leyes para proporcionar defensa a la sociedad. Toda esta amplia y variada legislación, expresada en el ordenamiento jurídico de una nación, supone la existencia del pecado.
Los seres humanos no pueden confiar los unos en los otros; nadie cree que las diferencias y disputas entre los seres humanos se puedan resolver con justicia y sin que cada cual busque sacar el máximo provecho económico a sus propios intereses.
No basta prometer algo, se requiere firmar un contrato; no son suficientes puertas y ventanas, hay que cubrirlas con rejas y candados. No basta con cobrar los impuestos, hay que poner inspectores para que vigilen a los cobradores, y vigilantes para que controlen a los inspectores. No basta la Ley y el Orden, no basta una Constitución Nacional ni un Código Penal.
Hay que tener un poder policial fuerte para obligar al cumplimiento de la Ley. No podemos confiar en nadie, ni siquiera en la persona que duerme a nuestro lado. Nadie confía en nadie, porque necesitamos protegernos de los demás. Esta es la más terrible acusación contra la naturaleza humana. Todo esto se debe a esa palabra incómoda que nadie quiere pronunciar hoy: pecado.
Para la Biblia es absolutamente evidente que el pecado es una experiencia universal. La sentencia que resume esta convicción es: «Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque«, dice el libro del Eclesiastés. La conciencia de los escritores bíblicos les dice que si Dios se levantara en juicio contra los hombres, ni uno sólo escaparía a la condenación, porque ante Dios nadie es inocente.
El profeta Isaías lo dice categóricamente: «Todos nosotros nos descarriamos como ovejas; cada cual se apartó por su camino… todos nosotros somos como suciedad, y nuestra justicia es como trapo de inmundicia».
Nada de esto es fantasía. El apóstol Pablo inicia su carta a los Romanos argumentando minuciosamente que todos los hombres, sin discriminaciones de razas ni de religiones, somos pecadores. Pablo describe la moral degradada de la sociedad greco-romana del primer siglo, pero luego afirma que los judíos, quienes poseían la Ley Santa de Dios, no eran mejores porque la quebrantaban diariamente.
Por eso, Pablo sentencia rotundamente: «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la Gloria de Dios«. La sentencia es aún más enfática en las palabras del Apóstol Juan: «Si decimos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y nos engañamos a nosotros mismos y somos unos falsos».
Pero, debemos preguntarnos, ¿qué es, entonces, el pecado? Que es algo universal, eso está claro; pero, ¿cuál es su naturaleza? La Biblia usa para designar al pecado varias palabras; una representa algo así como una falla, un desliz, un lapsus, un error. Otra es una palabra que significa «no dar en el blanco». Desde otro punto de vista, el pecado es una transgresión; aquello que traspasa un límite, un acto que viola la ley y la justicia. Es decir, pecado es un ideal que no alcanzamos o una ley que violamos. La Biblia remata diciendo que pecamos cuando, sabiendo lo que es el bien, no lo hacemos.
EL PECADO Y LA ÉTICA DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS
La Biblia acepta como un hecho normal que todas las sociedades humanas tengan normas morales y éticas diferentes. Los judíos tienen la Ley de Moisés. Los romanos, el derecho romano; muchos otros pueblos tienen la Ley de la conciencia. Pero todas tienen algo en común: todas quebrantan la ley que tengan, sea cual sea. Nadie llega al cumplimiento de sus propias normas. ¿Cuál es nuestro código ético?
Puede que sea la Ley de Moisés o el Evangelio de Jesús; tal vez sea el sentido de la decencia, o lo que hace la mayoría, o las convenciones sociales, o tal vez sean las 8 sendas nobles de los budistas o los 5 pilares de la conducta de los musulmanes. Pero, sea lo que sea, hay una constante: No hemos logrado cumplir con nuestros propios códigos éticos. Todos nos condenamos a nosotros mismos.
Puede que para ciertas personas que viven, o creen vivir, «correctamente», estas afirmaciones les cause una genuina sorpresa. Ellos tienen sus propios ideales y creen que los cumplen al pie de la letra. Pero muchas de estas personas no son autocríticas, no son dadas a la introspección. Saben que de vez en cuando han cometido sus deslices, reconocen sus deficiencias de carácter; pero no sienten mayor alarma por eso. Todos terminan autojustificándose y se pican el ojo con cierta condescendencia. Solemos ser muy duros con los demás, pero muy blandengues y permisivos con nosotros mismos.
Esto es muy comprensible, nadie se considera peor que los demás. Sin embargo, es bueno recordar dos cosas: primera, que nuestro sentido del fracaso depende de la altura a que hemos colocado la varilla de nuestras normas. Es muy fácil considerarse un buen saltador de altura si uno nunca levanta la varilla más allá de un metro de altura.
Segunda, que a Dios le interesa el pensamiento que mueve a la acción y la motivación que impulsa a la obra.
Esto lo dejó claramente expresado el Señor Jesucristo y plenamente establecido en su Sermón del Monte. Podemos examinar cuáles son las normas que Dios nos ha puesto, a cuál altura Dios ha colocado la varilla. Por eso, haríamos bien si consideramos los tan conocidos y muchas veces violados 10 Mandamientos como la norma de nuestra ética. Así podríamos ver hasta dónde falla cada uno de nosotros.
Según el primero de los Diez Mandamientos, Dios demanda adoración exclusiva. «No tendrás otros dioses delante de mí» significa que ya no es necesario adorar al sol, a la luna, a las estrellas porque son cosas. Sin embargo, este mandamiento es violado cada vez que otorgamos a algo o a alguien el primer lugar en nuestros pensamientos, sentimientos y afectos. Puede ser incluso alguna actividad aparentemente muy buena o inocente, pero que puede llegar a convertirse en una ambición obsesionante o egoísta. A esto, la Biblia lo llama idolatría.
Podemos adorar a dioses de oro y de plata que tienen la forma de acciones financieras, o de cuentas bancarias; o a dioses de madera y barro, que tienen la forma de posesiones materiales, de casas y edificios; también podemos adorar a los dioses del placer, de la búsqueda desenfrenada del sexo, de la pornografía.
En fin, hemos hecho de las cosas, que en sí mismas no son malas, divinidades que ocupan el centro de nuestras vidas. Millones de personas viven para esos dioses de la satisfacción egoísta de todos los instintos, y se inmolan y se sacrifican diariamente en sus altares. A esta idolatría, la Biblia la llama el pecado; cuando el hombre se ha hecho su propio creador y termina adorándose a sí mismo.
SIGNIFICADO DE LOS DIEZ MANDAMIENTOS
Si el primero de los Diez Mandamientos se refiere al objeto de nuestra adoración, el segundo: «No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás ante ellas ni las honrarás…» expresa la manera en cómo debemos adorarlo. En el primer mandamiento, Dios demanda la adoración exclusiva; en el segundo nos enseña que la verdadera adoración a Dios debe ser sincera y espiritual: «Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo espiritualmente y en verdad» (Juan 4:24).
Es posible que ninguno de nosotros llegue jamás a forjar con las manos una tosca imagen de metal, de madera o de piedra; pero, ¿cuál es la imagen de Dios que guardamos en la mente? Aunque Dios no prohibe el uso de formas externas en la adoración, éstas son inútiles si no están acompañadas por una realidad interna.
Es posible que asistamos frecuentemente a los actos sagrados, misas y cultos, pero, ¿adoramos realmente a Dios? Es posible que pronunciemos oraciones, pero, ¿oramos realmente? Es posible que llevemos la Biblia bajo el brazo, pero, ¿dejamos que Dios nos hable por medio de ella? ¿acaso hacemos lo que ella nos dice?
De nada vale hablar a Dios con los labios si nuestro corazón está lejos de Él. Nuestra adoración puede convertirse en una pérdida de tiempo y en un formalismo vacío si nuestro corazón no tiene un profundo deseo de obedecerlo.
Esto es lo que enseña el tercero de los Mandamientos: «No tomarás el Nombre de Dios en vano». La Biblia nos manda reverenciar el Nombre de Dios. El Nombre es la naturaleza y la persona misma de Dios; tomar el Nombre de Dios en vano es un asunto mucho más profundo que meras palabras: incluye nuestras acciones, nuestra conducta. Cada vez que nuestras acciones y nuestras conductas contradigan las creencias, o la fe, que decimos profesar, o nuestras prácticas sean inconsecuentes con lo que predicamos, estamos profanando el Nombre del Señor.
En vano llamamos «Señor, Señor» si no hacemos lo que Él nos ha ordenado hacer. Llamar a Dios Padre y llenar nuestro corazón de odio o rencor hacia sus hijos, es profanar el Nombre de Dios. Hablar de un modo y actuar de otro, es tomar el Nombre de Dios en vano.
Dios también nos ordena que debemos santificar el día de descanso. Este es El Día del Señor, no es nuestro. Es un día para descanso físico, mental y espiritual, no sólo para disfrute egoísta de nosotros mismos, sino para el bien común de todos los demás; debemos hacer todo lo posible para que nadie tenga que trabajar innecesariamente en el Día del Señor.
Es un Día Santo que no debemos emplear para nuestro placer egoísta; este día le pertenece al Señor no a nosotros. Pero al afán de lucro y de placer de esta sociedad moderna ha conducido al hombre a un estado de esclavitud en la que el trabajo sólo se concibe como un medio para lograr fines egoístas.
Cuando una sociedad no es capaz de proporcionar un trabajo bien remunerado a la mayor parte de sus integrantes, también está profanando el Día del Señor, porque para poder santificar el día de reposo es necesario que cada persona tenga en qué ocuparse los seis días restantes de la semana.
Santificar el Día del Señor, entonces, obliga a proporcionar fuentes de trabajo y recompensar con salarios justos y protección social adecuada a todos los trabajadores, para que así puedan dedicarse con reposo, sin angustias y afanes, a la adoración y al servicio de Dios. Porque esto es algo más que una disposición humana, es un verdadero Plan de Dios.
En las páginas anteriores llamábamos la atención al mandamiento de santificar el día del Señor, día santo apartado para Dios y que debemos emplear para su servicio y adoración y no para nuestro placer egoísta.
Ahora queremos comentar el primer mandamiento que incluye una promesa: «Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que El Señor, tu Dios, te da». Este mandamiento, el quinto, es como la bisagra que une las dos tablas de la Ley. La primera parte está consagrada a los deberes para con Dios y la segunda a los deberes con los demás, con el prójimo. El honrar a padre y madre hoy día forma parte ya del folklore de nuestra sociedad de consumo; todo se ha reducido a pensar que honrar padre y madre es llenarlos de regalos en sus respectivos días, para beneplácito de nuestros comerciantes.
Pero lo que la Biblia nos enseña es que nuestros padres ocupan el lugar de la autoridad de Dios en la familia. Hoy día esta imagen está muy deteriorada; son millares de niños y jóvenes que crecen sin una presencia paterna a quien deban honrar; en otros miles la imagen de la madre cumple ambos significados, mientras que, por las condiciones de la vida moderna, en millones de hogares hay ausencia de padres y madres, y los niños y jóvenes son criados y educados por personas ajenas al hogar y por otras fuentes de autoridad, como la TV o los videojuegos.
El resultado es algo que se ha repetido hasta el cansancio: hay una profunda crisis en el hogar, en la familia, y esto ha provocado enormes y catastróficas consecuencias para toda la sociedad, tanto en países ricos como en los pobres.
Si examinamos a nuestra sociedad con la piedra de toque de estos 10 Mandamientos la conclusión es muy simple: la naturaleza humana está sumergida en lo que la Biblia llama PECADO, no importa cómo quieran llamarlo los comunicadores sociales.
Si el quinto mandamiento nos acusa, ¿qué podríamos decir del sexto?: NO MATARÁS. Este mandamiento no sólo tiene que ver con la violencia física, esa que todos los días, y cada vez más, se retrata en las páginas de nuestros periódicos y en las pantallas de los televisores. Hay miradas que matan.
Hay muchos que desearían matar con tan sólo la mirada de odio. Y ¿ a cuántos no hemos asesinado con nuestras palabras hirientes? Sin duda, tendríamos que concluir que simplemente todos hemos sido asesinos alguna vez. ¿Podrá alguien decir que la Biblia miente cuando afirma que «por cuanto todos pecaron están destituidos de la presencia de Dios?
Jesucristo enseñó que el enojarse contra alguien sin razón alguna o insultarlo es tan serio como un asesinato. Todo el que odia es un asesino, dice el Apóstol Juan. Cada arranque de ira, cada explosión de pasión incontrolada, cada irritación de mal humor, cada amargo resentimiento y la sed de venganza son formas de homicidio. Podemos matar con el arma de los chismes maliciosos; podemos matar con el arma del desprecio; matamos cuando exponemos a alguien al escarnio público y cuando traficamos con mentiras, con promesas no cumplidas, con el dolor de la tragedia de los demás, sobre todo si estos son pobres.
Matamos cuando hablamos de otras personas toda clase de mal, mintiendo; matamos cuando despreciamos y tratamos con crueldad a otros por su condición social, raza, color, sexo o creencias intelectuales. Matamos cuando nos creemos superiores a los demás, cuando miramos la paja en el ojo ajeno y no contemplamos la viga que hay en el nuestro. Podemos matar con el arma del rencor y de la envidia. Probablemente, todos alguna vez lo hemos hecho.
Un principio fundamental del cristianismo básico es que la enseñanza bíblica va siempre hacia las raíces más profundas y no se limita meramente a las cuestiones de la superficie. Los cinco mandamientos finales del Decálogo tienen un centro común: todos expresan la necesidad de respetar los derechos de los demás. Quebrantar uno cualquiera de estos mandamientos es violar alguno de los derechos fundamentales de humanidad.
Es violar al prójimo las cosas más preciosas que cualquier persona puede poseer: La vida («No matarás»); su hogar y su honor («No cometerás adulterio»); su propiedad («No robarás») y, por último, pero no menos importante, su reputación, su dignidad («No dirás falso testimonio contra tu prójimo»).
Por su puesto, todos estos mandamientos tienen una aplicación mucho más profunda que la expresada en su letra. Así, «No adulterarás» va más allá de la mera infidelidad conyugal. En realidad, abarca cualquier clase de relación sexual fuera de la esfera para la cual tal tipo de relación fue diseñada: el matrimonio, la vida en comunidad de una pareja. Incluye toda perversión de algo que, aunque es un instinto natural, está bajo nuestra responsabilidad.
La profundidad de este mandamiento, más allá de cualquier relación física, fue expresada por el mismo Señor Jesucristo cuando dijo contundentemente: «Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en el corazón».
Así como albergar cualquier clase de sentimientos de odio o de venganza en el corazón, es cometer homicidio, así también cualquier abuso que se cometa contra un don tan maravilloso, dado por Dios, santo y hermoso, como el sexo, es cometer adulterio, aunque éste se cometa en el mundo de las miradas; porque de la pureza de nuestros ojos depende la pureza de nuestras acciones.
«No robarás», dice el octavo mandamiento. Robar a una persona cualquier cosa que le pertenezca o a la que tenga derecho. Pero éste no es el único sentido. La evasión de impuestos también es un robo; el trabajar menos horas de las estipuladas en el contrato, perder el tiempo de trabajo en cuestiones personales o en tontas conversaciones; hacer trabajar demasiado a los obreros y pagarles menos de lo que merecen; cabalgar los horarios en los hospitales; no atender correctamente las necesidades de los servicios públicos y los reclamos de los usuarios; retener las prestaciones sociales y desviarlas para otros usos; a todo esto la Biblia lo llama: ROBAR.
Cuando nos examinamos críticamente a la luz de estos mandamientos, ¿Quién de nosotros puede sentirse absolutamente libre de pecado? Sin duda, el pecado es la verdad más evidente en nuestra naturaleza. Tal es la enseñanza de La Biblia.
Los últimos dos mandamientos: «No dirás falso testimonio» y «No codiciarás», incluyen todas las formas de escándalo, de difamación, de perjurio; toda clase de habladurías, de chismes, de charlatanería, toda mentira y exageración o distorsión deliberada de la verdad; cuando escu-chamos rumores despiadados e hirientes y los hacemos correr, cuando hacemos chistes a costillas de otros, cuando creamos deliberadamente falsas impresiones.
Por último, y quizás el más profundo de todos: No codiciarás. Porque es el que más revela nuestra condición humana. Porque va más allá de las leyes civiles, hasta el plano de la ética profunda. Las leyes civiles no pueden hacer nada contra la codicia, porque ésta pertenece a la vida íntima, a la vida interior. Acecha y se esconde en nuestro corazón.
Un examen cuidadoso de los Diez Mandamientos ha sacado a luz un feo catálogo de peca-dos. ¡Tantas cosas tienen lugar debajo de la superficie de nuestras vidas, en los rincones de nuestra mente, que los demás no ven y que muchas veces logramos ocultar hasta de nosotros mismos! Pero Dios sí lo ve; su mirada penetra todas las cosas, hasta los recodos más profundos del corazón. No hay nada que pueda esconderse de Dios; todo está descubierto y abierto a la vista de aquel ante quien tenemos que rendir cuenta.
Dios nos ve tal cual como somos y su Ley pone de manifiesto la seriedad de nuestros pecados. La Ley de Dios sirve solamente para hacernos saber que somos pecadores. Cuando examinamos los Diez Mandamientos dos verdades saltan a nuestros ojos: la Santidad de Dios y la pecaminosidad del hombre.
Sin duda este tema de la naturaleza y universalidad del pecado nos resulta desagradable y chocante, porque a ninguno de nosotros nos gusta que nos digan cómo somos realmente. Pero a esto hay que añadir que el pecado no solo es feo y desagradable sino que tiene profundas conse-cuencias. Consecuencias en relación con Dios, en relación con uno mismo y en relación con los demás.
Aunque quizás ni nos damos cuenta, la consecuencia más catastrófica del pecado es que nos aparta de la relación con Dios. El destino más elevado del ser humano es conocer a Dios y entrar en una relación personal con Él. La Biblia nos dice que somos hechos a imagen y semejanza de Dios, y esto es lo que le otorga nobleza y dignidad a todo ser humano. Esto es lo que hace posible que tengamos la capacidad de conocer y tener una relación personal con Dios.
Pero ese Dios a quien podemos conocer es infinitamente Justo y Santo. En las historias de todos los hombres que en la Biblia tuvieron la experiencia de ver la gloria de Dios, podemos observar cómo todos ellos desaparecieron de delante de su Presencia abrumados por la inmensidad de sus propios pecados. Moisés, a quien Dios se le apareció en la zarza que ardía pero que no se consumía, escondió su rostro porque sintió miedo de mirar directamente a Dios.
Job, a quien Dios habló desde un torbellino, exclamó: «De oídas había yo sabido de ti, pero ahora mis ojos te ven, por eso me aborrezco a mí mismo y me arrepiento en polvo y ceniza». El gran profeta Isaías vio la Gloria y la Santidad de Dios y tuvo que gritar: «¡Pobre de mí, estoy perdido! Porque soy hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo que también tiene labios impuras. Y mis ojos han visto al Rey, el Señor de los Ejércitos».
Saulo de Tarso, mientras viajaba a Damasco lleno de ira contra los cristianos, fue arrojado al suelo y cegado por una luz del cielo más brillante que la luz del sol del mediodía. La misma experiencia la tuvo Juan, el vidente de Patmos, cuando vio la visión de Jesucristo Resucitado, y al verlo cayó a sus pies como muerto.
Si pudiéramos descorrer por un momento la cortina que cubre la invisible majestad de Dios, ninguno de nosotros podría soportar la terrible visión, porque sabemos que mientras permanezcamos en nuestra condición de pecado jamás podremos acercarnos a la Santidad de Dios. Un gran abismo se abre entre el Dios Justo y Santo y el hombre pecador.
En realidad, a duras penas podemos imaginar lo pura y brillante que debe ser la Gloria de Dios, pero sí sabemos demasiado de las tinieblas en las que estamos nosotros sumergidos, y la Biblia dice: «¿Qué comunión tiene la luz con las tinieblas?
LAS CONSECUENCIAS DEL PECADO
En las páginas anteriores hemos señalado que la consecuencia más catastrófica del pecado es la separación o ruptura radical entre Dios y los hombres. Esta verdad bíblica está ilustrada en la misma construcción del Tabernáculo en el desierto, tal como se describe en el libro del Exodo, en el AT, y, posteriormente, del grandioso Templo de Jerusalén, una de las grandes maravillas de la antigüedad. Ambas construcciones se hicieron con dos divisiones: El Lugar Santo, que era el más grande, y el Lugar Santísimo, en donde residía la Presencia de Dios.
En el Lugar Santísimo, recinto más pequeño, estaba la «La Gloria de Dios», símbolo visible de la Presencia de Dios. Entre los dos recintos estaba una gruesa cortina o Velo, que impedía la entrada al Lugar Santísimo. Nadie podía pasar hacia la Presencia de Dios, excepto al Sumo Sacerdote, y sólo una vez al año, en el Día de la Expiación, siempre que llevara consigo la sangre de los sacrificios por los pecados.
Esta demostración visible de esta tremenda verdad fue enseñada literariamente por todos los escritores del Antiguo Testamento: el pecado significa separación inevitable con Dios, y esta separación acarrea la muerte, la muerte espiritual, pues estar separado de Dios es estar separado de la fuente de la Vida. Por eso, la Biblia afirma lapidariamente: «La paga del pecado es la muerte».
Esta muerte espiritual la Biblia la llama «Infierno», es decir, la muerte eterna. Dejando de lado las representaciones imaginarias del Infierno, es importante señalar que nadie debe llamarse a engaños. La Biblia llama al Infierno como una horrenda y terrible realidad: Las tinieblas de afuera, porque el Infierno no es más que la separación eterna con Dios que es la Luz.
También la Biblia lo llama: La Muerte Segunda, o «lago de fuego», términos que describen simbólicamente la pérdida definitiva de la vida y la sed espantosa que supone el destierro irrevocable y eterno de la presencia de Dios.
Esta separación con Dios causada por el pecado no sólo se enseña en la Biblia, sino que se confirma en la experiencia humana. Cuando los hombres intentan, por ritos, oraciones y sacrificios, acercarse a la Presencia de Dios, sólo logran experimentar la sensación como si Dios estuviera envuelto en densas tinieblas. La razón está en lo que dice el Profeta Isaías: «Vuestros pecados han hecho separación entre vosotros y Dios; vuestros pecados han hecho ocultar su rostro de vosotros».
Sin embargo, Dios no es el responsable de esta separación, nosotros sí. Nuestros pecados esconden de nosotros el rostro de Dios de la misma manera como las nubes cubren el rostro del sol. Muchas personas han experimentado esta horrible separación y se han sentido desamparados. Esto no es sólo un sentimiento, es un hecho. Hasta que el hombre no experimente el perdón de sus pecados, hasta que todos nuestros pecados sean perdonados, somos unos exiliados, estamos como echados fuera, como perdidos, como muertos.
Esto es lo que nos causa la inquietud en nuestros corazones. Esto es lo que causa la inquietud que existe en el mundo de hoy. En el corazón humano existe un hambre espiritual que sólo Dios puede satisfacer, un vacío que sólo Dios puede llenar. Las noticias que aparecen en los medios de comunicación son solo los síntomas de la búsqueda humana. Reflejan la sed de Dios que hay en el corazón del hombre contemporáneo y la separación que experimentan de Él.
Razón tuvo Agustín de Hipona, cuando dijo: «Tú nos has creado para ti y nuestro corazón estará inquieto hasta que encuentre su descanso en ti». Esta situación es indescriptiblemente trágica porque el hombre no logra alcanzar el destino para el cual fue hecho por Dios.
El pecado no sólo nos separa y nos aparta de la relación con Dios: nos esclaviza, nos lleva cautivos. Por esta razón necesitamos examinar la naturaleza interna del pecado. Pecado no es solamente un acto o hábito desafortunado y externo. La Biblia enseña que es una corrupción alojada en las profundidades de nuestro ser.
En efecto, los pecados que cometemos son meramente las manifestaciones externas y visibles de esta enfermedad interior invisible, son los síntomas de una enfermedad moral. Para enseñar esta verdad, Jesucristo usó la metáfora o la imagen del árbol y su fruto. La clase de fruto que el árbol produce (mangos o guayabas) y su condición (bueno o malo) depende de la naturaleza y la sanidad del árbol. Jesucristo también dijo que la boca habla lo que abunda en el corazón.
En este sentido, Jesucristo está en total desacuerdo con muchos reformadores sociales de hoy día. Es cierto que para bien o para mal, todos estamos condicionados por nuestra condición social, educación, medio ambiente, sistema político y económico en que vivimos. También es cierto que debemos luchar por la justicia, la libertad y el bienestar de todos los hombres.
Sin embargo, Jesucristo no atribuye los males de la sociedad a la falta de mejores condiciones de vida sino a la naturaleza misma del hombre, lo que en lenguaje de la Biblia Él llamó «el corazón». Esto es lo que Él dijo: «Porque de dentro, es decir, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, el adulterio, la inmoralidad, los asesinatos, el deseo de tener lo ajeno, las maldades, el engaño, la vida viciosa, los chismes, el orgullo, la falta de juicio. Todas estas cosas malas vienen de adentro, y hacen impuro al hombre» (Marcos 7:21-23).
El Antiguo Testamento ya había también enseñado la misma verdad. El profeta Jeremías había dicho: «El corazón del hombre es engañoso y perverso más que todas las cosas. ¿Quién podrá comprenderlo? (Jeremías 17:9).
Lo que se llama «pecado original» es una tendencia o predisposición hacia el egocentrismo, tendencia que heredamos y que está arraigada en lo profundo de nuestra personalidad y que se manifiesta de mil modos perversos. Esta naturaleza corrompida el apóstol Pablo lo llamó «la carne», de la cual trazó un impresionante inventario de sus obras o subproductos:
«Porque manifiestas son las cosas que hacen los que siguen la naturaleza humana: adulterios, fornicaciones, inmundicia, cosas impuras, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, ira, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a éstas» (Gálatas 5:19-21).
Este impresionante inventario de la corrupción humana está profusamente ilustrado en las páginas de todos los diarios y en las pantallas de todos nuestros televisores. Porque el pecado es una corrupción profunda de nuestra naturaleza, estamos en esclavitud. Lo que nos esclaviza no son ciertos hábitos o acciones en sí, sino más bien la infección de la cual ellos emanan.
Aunque tal designación nos cause desagrado, la Biblia nos describe como esclavos. Jesucristo se lo declaró abiertamente a los fariseos cuando estos protestaron porque los había llamado esclavos. Jesús les dijo: «En verdad les digo que todo el que comete pecado es esclavo del pecado».
Todos conocemos esta tremenda verdad. Tenemos grandes ideales, pero somos débiles y estamos encadenados a la prisión de nuestros egoísmos. No importa cuanto nos jactemos de nuestra libertad, en realidad somos esclavos. La educación del intelecto no es suficiente si no hay un cambio en el corazón. Por eso necesitamos de la libertad que sólo Jesucristo puede darnos.
La separación del hombre con Dios, aunque es la más catastrófica consecuencia del pecado, no es la única. Todavía quedan las consecuencias del pecado en nuestras relaciones con los demás.
Hemos definido el pecado como una infección alojada en lo más profundo de nuestra propia naturaleza; es decir, está en la raíz misma de nuestra personalidad, controlando nuestro YO, nuestro «EGO». En síntesis, todos los pecados que a diario cometemos son reafirmaciones del YO contra Dios o contra el hombre mismo.
El resumen que Jesucristo hizo de toda la Ley establece el orden contra el cual atenta el pecado: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente». Este es el más importante y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante y dice: Amarás a tu prójimo como te amas a ti mismo» (Mateo 22:37-40).
Este es el orden establecido por Dios es: Dios, los demás y YO. Pero el pecado invierte este orden. Primeros nos colocamos nosotros mismos, después a los demás y por último, si queda tiempo, a Dios, en algún rincón. Hay un libro cuyo título es el siguiente: MI QUERIDO YO. El autor de este libro no hizo otra cosa que expresar lo que todos pensamos de nosotros mismos. Cuando niños íbamos a una fiesta y al momento de repartir los helados gritábamos: «a mí primero, a mí primero».
Cuando crecimos, aprendimos que eso no se debía decir, pero continuamos actuando y pensando lo mismo. Por eso el pecado describe perfectamente esta verdad. Yo soy el centro del mundo. La educación puede ampliar el horizonte de mis intereses y hacer que mi egocentrismo sea menos desastroso, pero la educación no me impide que siga viéndome como el centro y la norma de referencia para los demás.
Este egocentrismo o egoísmo básico afecta toda nuestra conducta. No nos es fácil adaptarnos a los demás. Tendemos a despreciarlos o a envidiarlos; somos víctimas del sentimiento de superioridad o de inferioridad.
Es verdad que todas las relaciones humanas son complicadas. Entre padres e hijos, entre esposo y esposa, entre empleador y empleado. La delincuencia tiene muchas causas, en gran medida originadas en la falta de seguridad y afectos en el hogar. Pero toda delincuencia, sea cual sea su causa, es una afirmación del YO contra la sociedad.
Si sólo fuésemos humildes como para admitir nuestras culpas y errores más que las de los demás, se podría evitar centenares de conflictos. La mayoría de los pleitos se deben a malos entendidos, y los malos entendidos se deben a nuestra falta de comprensión del punto de vista de los otros. Para la mayoría de nosotros, es más importante hablar que escuchar, argumentar que comprender. Esto ocurre desde las disputas entre intelectuales hasta la más prosaica rencilla doméstica.
Todos nuestros conflictos personales, sociales, familiares, o internacionales, ponen de manifiesto que la verdadera causa de todos estos problemas es el egocentrismo humano. El pecado nos mete en conflicto unos contra otros. El pecado es posesivo, es todo lo contrario al amor. El centro del pecado es el deseo de obtener. El amor es el deseo de dar.
Necesitamos un cambio radical de nuestra naturaleza, pero esto no lo podemos realizar por nosotros mismos. Otra vez, necesitamos un Salvador. La presencia del pecado en nuestra vida personal y en nuestras relaciones humanas es para convencernos de la necesidad que tenemos de Jesucristo.
La fe nace de nuestra necesidad. Para poder tener confianza en Jesucristo tenemos que desilusionarnos de nosotros mismos. Sólo los que están enfermos necesitan de médicos. Solamente cuando hayamos admitido que el pecado es la causa de la grave enfermedad que nos aqueja, podremos admitir la urgente necesidad de nuestra curación en Jesucristo.
CRISTIANISMO Y SALVACIÓN
El cristianismo es una doctrina de salvación. Su mensaje es muy claro y simple: declara que Dios tomó la iniciativa en Jesucristo para darnos la libertad de nuestros pecados. Este es el tema central de toda la Biblia. Jesucristo mismo lo declara: «El hijo del hombre vino al mundo a buscar y a salvar lo que se había perdido«.
Como ya hemos explicado en los artículos anteriores, el pecado tiene tres consecuencias catastróficas; por lo tanto, la Salvación incluye la liberación de todas estas consecuencias. Por medio de Jesucristo, podemos ser traídos del exilio y ser reconciliados con Dios; podemos nacer de nuevo y recibir una nueva naturaleza y ser liberados de nuestra esclavitud moral. Podemos lograr que las viejas discordias sean reemplazadas por una hermandad de amor.
Cristo hizo posible esta liberación mediante su muerte expiatoria en la Cruz del Calvario, mediante la entrega del Don del Espíritu Santo y mediante la edificación de una comunidad de fe: su Iglesia.
Pablo concibe su apostolado como el Ministerio de la Reconciliación, y el mensaje del Evangelio como un mensaje de reconciliación. Pablo declara que esta reconciliación es obra de Dios mismo a través de Jesucristo. La Biblia declara que en Jesucristo Dios estaba poniendo al mundo en paz con Él por medio de Jesucristo.
Todo lo que se logró por medio del sacrificio de Jesucristo tuvo lugar en el corazón de Dios mismo. Cualquier explicación de la muerte de Cristo que no reconozca esta verdad, no el fiel a la enseñanza de la Biblia, la cual declara rotundamente: » Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda más tenga vida eterna».
Lo que Dios planificó, Jesucristo lo llevó a cabo por medio de su muerte en la Cruz.. Por medio de su muerte hemos recibido la reconciliación. Esto no es producto de nuestro propio esfuerzo; la reconciliación la hemos recibido como un regalo de Dios, como una dádiva de Dios.
El pecado introdujo la ruptura y la separación con Dios, la Cruz ha realizado la recon-ciliación. El pecado engendra enemistad y odio, la Cruz ha traído la Paz al corazón humano. El pecado ha abierto un abismo entre el hombre y Dios; la Cruz es el puente tendido sobre ese abismo para unirnos con Dios. El pecado ha producido la incomunicación; por eso la Biblia dice que la paga del pecado es la muerte, no sólo la física sino la muerte espiritual. Pero el regalo de Dios es vida y vida en abundancia.
Pero, alguien podría preguntarse ¿por qué la Cruz es tan vital para la fe cristiana? ¿Para qué sirvió realmente la Cruz? ¿Por qué la Biblia le concede tanta centralidad? Para poder entender que la muerte de Jesucristo como un Sacrificio por el pecado está en el meollo del mensaje de toda la Biblia, tenemos que examinar primeramente el Antiguo Testamento.
Desde el principio de su revelación, desde que Abel ofreció ovejas de su rebaño y Dios lo miró con agrado, los hombres han ofrecido sacrificios para tratar de reconciliarse con Dios. Mucho antes de las leyes de Moisés, los hombres levantaron altares, sacrificaron animales y derramaron la sangre. Después de Moisés, estos sacrificios quedaron regulados mediante las leyes del culto divino en el Antiguo Testamento.
Los grande Profetas de los siglos XIII y VII antes de Cristo protestaron fuertemente ante la inmoralidad de quienes pretendían adorar a Dios mediante los sacrificios de animales. Este sistema de sacrificios continuó hasta la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 de nuestra era. La enseñanza del Antiguo Testamento se podría resumir diciendo que sin derramamiento de sangre no habría salvación, porque la vida del hombre está en la sangre, y sin derramamiento de sangre no hay perdón de pecados.
El pecado abrió un abismo entre Dios y el hombre, y la Cruz del Calvario es el puente tendido sobre ese abismo. El pecado rompió la comunicación, la Cruz la restauró. La única paga del pecado es la muerte, pero la Cruz de Cristo nos regaló la vida eterna.
Cuando Jesucristo vino al mundo supo muy bien cuál era su destino, entendió claramente que Él tenía que morir. Reconoció que las Escrituras del Antiguo Testamento daban testimonio de Él y que las grandes expectativas predichas por los grandes Profetas tendrían su cumplimiento en Él. Cuando Jesucristo empezó su ministerio público, llamando al arrepentimiento y a la conversión porque el Reino de Dios había irrumpido en la historia a través de sus milagros, de sus sanidades y portentos, Él sabía que al final lo esperaba el sufrimiento.
Cuando se encontró con sus discípulos en un pueblo llamado Cesarea de Filipo, después que Pedro lo reconoció y lo confesó con el Mesías prometido a Israel, como el Hijo del Dios Bendito, Jesucristo cambió por completo el rumbo de su ministerio público, y empezó a enseñarles abiertamente que Él tendría que sufrir y ser rechazado por su pueblo. Jesucristo tuvo plena conciencia de que su sufrimiento era parte de la Voluntad del Padre; sabía que tendría que ser probado por un «bautismo de muerte» y no se sintió plenamente satisfecho hasta que lo cumplió en la Cruz del Calvario.
Desde ese momento siguió avanzando a pie firme y fijamente hacia lo que Él llamó «Su Hora», la cual se cumplió poco antes de ser arrestado, y con los ojos puestos en la Cruz pudo decir: «Padre, la hora ha llegado». Pero esta convicción de la prueba a la que tenía que ser sometido lo llenó de terribles sentimientos.
Cuando llegó el momento del bautismo final, Él exclamó: «Mi alma está angustiada hasta la muerte, y ¿qué voy a decir? ¿Acaso voy a decir: Padre sálvame de lo que me va a suceder ahora? No, pues para esto precisamente he venido».
Los escritores del Nuevo Testamento reconocen plenamente la suprema importancia y la absoluta centralidad de la Cruz del Calvario. Los cuatro evangelistas dedican a la última semana y a la muerte de Cristo un espacio mucho mayor que todo el que dedican al resto de su ministerio público de casi tres años. Las Epístolas, especialmente las de San Pablo, lo afirman abierta y categóricamente. San Pablo no se cansa de recordar a sus lectores la centralidad de la Cruz. Él tiene un sentimiento de profunda gratitud hacia Jesucristo, y por eso pudo escribir: «El Hijo de Dios me amó y se entregó a la muerte por mí», y por eso su único motivo de orgullo fue la muerte de Jesucristo en la Cruz.
A los cristianos de la ciudad de Corintio, envueltos en las sutilezas de la filosofía griega, Pablo les dijo: «los judíos buscan señales milagrosas y los griegos la sabiduría, pero nosotros predicamos a Jesucristo que fue crucificado… poder y sabiduría de Dios para salvación». Y San Pablo se negó a conocer de otra cosa que no fuera de este Jesucristo crucificado.
Todo el resto del Nuevo Testamento enseña la misma verdad. La carta llamada «A los Hebreos» afirma: «Ahora, cuando se están cumpliendo los tiempos, Cristo apareció una sola vez por todas, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio para quitar el pecado». Y en el Apocalipsis, Jesucristo es presentado como un Cordero Crucificado, y escuchamos a las multitudes de santos y de ángeles cantando: «El Cordero que fue crucificado es digno de tomar el poder, la gloria y la alabanza».
En conclusión, desde los primeros capítulos del Génesis hasta los últimos del Apocalipsis, la Cruz de Cristo es el hilo escarlata que nos permite encontrar el camino en el laberinto de la historia de la humanidad narrada en la Biblia.
El SIGNIFICADO DE LA CRUZ
Antes de explicar el significado de la Cruz del Calvario es necesario reconocer que todavía sigue siendo un misterio. Para la fe cristiana, la Cruz del Calvario es el acontecimiento central de la historia de la humanidad. No es de extrañar, por lo tanto, que nuestra propia mente no pueda abarcar todo el significado de un acontecimiento tan trascedental. Como dice el mismo Apóstol Pablo: «Ahora vemos las cosas de una forma confusa, como reflejos borrosos en un espejo; pero entonces veremos con toda claridad. Ahora solamente conozco en parte, pero entonces voy a conocer completamente, como Dios me conoce a mí».
Nos limitaremos a exponer lo que el Apóstol Pedro escribió acerca de la muerte de Jesús en la Cruz. Pedro fue miembro del círculo de apóstoles que se relacionaron más íntimamente con Jesucristo. «Pedro, Santiago y Juan» formaron un trío que disfrutó de un compañerismo más estrecho con el Maestro que el resto de los Apóstoles. Por eso, Pedro estaba en excelente condiciones para captar lo que Cristo pensó y enseñó acerca de su muerte.
Pero además, podemos confiar en la enseñanza de Pedro porque al principio se resistió a aceptar la necesidad de los sufrimientos de Jesucristo. Él había sido el primero en reconocer la singularidad de la persona de Cristo, pero también fue el primero en negar la necesidad de su muerte. Después de haber declarado «Tú eres el Mesías», enseguida exclamó con mucha fuerza: » No, Señor», cuando Jesús comenzó a enseñar que el Mesías tenía que sufrir. Durante el resto del ministerio público de Jesús, Pedro se opuso rotundamente a la idea de verlo sufriendo hasta la muerte.
Cuando Jesucristo fue arrestado en el Jardín, Pedro trató de defenderlo, pero después lo siguió de lejos. En medio de la desilusión que lo embargaba, lo negó tres veces y las lágrimas que derramó fueron no sólo de remordimiento sino de desesperación. Solo después de la Resurrección, cuando Jesús enseñó a los Apóstoles que según las Escrituras Él tenía que sufrir antes de ser Glorificado, Simón Pedro comenzó por fin a entender y a creer.
A los pocos días, estaba tan aferrado a esta verdad que pudo hablar a las multitudes reunidas en el atrio del Templo de Jerusalén y decirles que Dios había cumplido lo que ya había antes dicho por medio de los Profetas: que el Mesías tenía que morir.
Por eso, en su Primera Carta encontramos varias referencias a «los sufrimientos y Gloria de Cristo». Es posible que nosotros también vacilemos en admitir la necesidad de la Cruz, y seamos lentos para profundizar en su significado, pero si alguien puede enseñarnos sobre este asunto es Simón Pedro.
Para Simón Pedro, Jesucristo murió para nuestro ejemplo. El trasfondo de su Primera Carta es la persecución. La hostilidad del Emperador Nerón hacia los cristianos provocó temor y desfallecimiento en el corazón de muchos cristianos, ya habían ocurrido violentos ataques, pero lo peor estaba por venir.
Frente a esta amenaza, el consejo de Simón Pedro es directo. Si los cristianos son maltratados deben asegurarse que no sea por causa de hacer algún mal, sino que deben sufrir por causa de la justicia y recibir la persecución por causa del Nombre de Cristo. Los cristianos no debían ofrecer resistencia ni mucho menos desquitarse. El sobrellevar padecimientos injustos por causa del Nombre de Cristo contaba con la aprobación de Dios.
Para explicar esto, la mente de Simón Pedro vuela hacia la Cruz del Calvario. El sufrimiento inmerecido es parte de la vocación del cristiano, afirma, «porque Cristo sufrió por nosotros dándonos un ejemplo, para que nosotros podamos seguir sus pisadas».
Jesucristo no hizo pecado ni hubo engaño en su boca, y sin embargo sufrió sin amenazar ni insultar a nadie. El significado de la Cruz de Cristo es tan incómodo en el siglo XX como lo fue en el siglo I.
Así mostramos cómo el Apóstol Pedro afirmó que la muerte de Jesucristo en la Cruz del Calvario fue para darnos un ejemplo, para que nosotros pudiéramos seguir sus pisadas. La palabra «ejemplo», usada una sola vez en el Nuevo Testamento, se refiere al cuaderno en donde el maestro griego dibujaba el alfabeto perfecto, para que sirviera como modelo al alumno que estaba aprendiendo a escribir.
Lo que el Apóstol Pedro quiso enseñar es que si nosotros queremos aprender a vivir, tenemos que trazar nuestra vida copiando el modelo de Jesucristo. Es decir, poniendo nuestros pasos sobre la huella de sus pisadas. Pero esto no es tan sencillo. Ya lo afirmamos antes: el desafío de la Cruz es tan incómodo ahora, en el siglo XX o en el XXI, como lo fue en el siglo I, y tiene tanta vigencia hoy como la tuvo en el pasado.
Quizás no hay nada tan opuesto a nuestros instintos naturales como el mandamiento de soportar el sufrimiento injusto sin oponer resistencia, para vencer el mal con el bien. Pero la Cruz de Cristo nos llama a aceptar la injuria, a amar a nuestros enemigos, a orar por aquellos que nos persiguen, a dejar en manos de Dios los deseos de venganza.
Sin embargo, la muerte de Jesucristo en la Cruz es algo mucho más que un ejemplo inspirador. Si fuera solamente un buen ejemplo, buena parte de los relatos de los Evangelios serían inexplicables. Por ejemplo: allí están esas extrañas afirmaciones de Jesucristo de que Él daría su vida como precio por la libertad de muchos, y derramaría su sangre para el perdón de los pecados. En un ejemplo no hay redención. Un modelo no puede asegurarle el perdón de los pecados a nadie.
Además, ¿Por qué Jesucristo se sintió tan oprimido por sentimientos terribles y angustiosos a medida que se aproximaba a la Cruz? ¿Cómo explicar la inmensa agonía en el Jardín de Getsemaní: sus lágrimas, su clamor y su sudor de sangre? ¿ Fue acaso la Cruz el trago amargo ante el cual quiso retroceder? ¿Sintió miedo ante el dolor y la muerte? Si esto es así, entonces su ejemplo no sería tan digno de imitar. Más coraje mostró el filósofo Sócrates cuando, según Platón, bebió el veneno con alegría y de buena gana.
¿Qué significado entonces tendrían las densas tinieblas que cubrieron la tierra, el grito de desamparo, la ruptura del velo del Templo de Jerusalén, partido de arriba abajo? Todas estas cosas carecerían de significado si la muerte de Jesucristo fuera solamente para darnos un buen ejemplo.
Pero nuestra necesidad humana no requiere solamente de un buen ejemplo para ser satisfecha. No necesitamos solamente de un buen ejemplo. Necesitamos de un SALVADOR. Un buen ejemplo puede motivar nuestra imaginación, avivar nuestro idealismo, fortalecer nuestra capacidad de decisión y deseos de luchar, pero nunca podrá limpiarnos la mancha de nuestros pecados, ni dar paz a nuestra conciencia atribulada ni reconciliarnos con Dios.
La enseñanza apostólica contenida en el Nuevo Testamento es contundente, unánime y sin asomo de la menor duda al afirmar que la presencia de Jesucristo en el mundo y su muerte en la Cruz del Calvario fue para el perdón de nuestros pecados. Todos afirman a una voz que Jesucristo vino al mundo para quitar nuestros pecados y que murió para darnos perdón y vida eterna, la vida abundante.
En su primera carta, el Apóstol Pedro describe la relación entre la muerte de Cristo y nuestros pecados en los siguientes términos: «Jesucristo mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz» (cap. 2:24). Esta expresión «llevar el pecado» puede que nos resulte extraña y para entenderla tenemos que remitirnos al Antiguo Testamento, en donde en varios textos se dice que quien quebrante los mandamientos de Dios «llevará su pecado». Esta expresión sólo puede significar una cosa: es sufrir las consecuencias del pecado propio, soportar la sentencia y el castigo.
Los sacrificios de animales ordenados en la Ley mosaica, y que hoy nos resultan totalmente incomprensibles, tenían la finalidad de ilustrar la posibilidad de que otra persona pudiera aceptar la responsabilidad de llevar las consecuencias de los pecados ajenos.
En el gran Día de la Expiación, el Sumo Sacerdote de Israel debía colocar sus manos sobre un chivo macho, acto por el cual él y el pueblo se identificaban en el animal, y entonces tenía que confesar sus pecados propios y los de la nación, transfiriéndolos simbólicamente al chivo macho, el cual era arrojado al desierto hasta morir.
Es decir, «el chivo expiatorio» llevaría sobre sí los pecados de toda la nación. Esto muestra que «llevar el pecado de otro» significa transformarse en su sustituto, sufrir el castigo del pecado en su lugar.
Sin embargo, como lo afirma el Nuevo Testamento, la sangre de los toros y de los chivos expiatorios nunca pudo quitar el pecado de los hombres. Por eso, el Profeta Isaías, capítulo 53, anuncia que el sufrimiento de un inocente, que es llevado «como oveja al matadero» sobre la cual Dios puso todas las iniquidades de todos nosotros, será la ofrenda que Dios aceptará para expiar nuestras culpas.
Cuando al fin de los tiempos llegó Jesucristo, después de siglos de espera y preparación, Juan el Bautista lo presentó públicamente con estas palabras extraordinarias: «Miren, este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Más tarde, cuando se escribió el Nuevo Testamento, todos sus autores no tuvieron dificultad en reconocer que la muerte de Jesucristo era el sacrificio final en el cual todos los sacrificios del Antiguo Testamento alcanzaron su pleno cumplimiento.
Esta verdad es una parte fundamental del mensaje de todo el Nuevo Testamento: Cristo se ofreció a sí mismo, una sola vez para siempre, como sacrificio vivo para quitar el pecado de todos nosotros. Él se identificó con los pecados de todos nosotros. No sólo se contentó con asumir nuestra propia naturaleza; también tomó sobre sí mismo todas nuestras iniquidades. No sólo se hizo hombre en el vientre de María, fue hecho pecado en la Cruz del Calvario en sustitución de todos nosotros.
Esta sorprendente afirmación encierra uno de los misterios más abismales: Dios no quiso hacernos responsables de nuestras iniquidades, y entonces, en su amor por nosotros, un amor que nadie merecía, descargó sobre Jesucristo, la víctima inocente, el pecado de todos nosotros y lo trató como el chivo expiatorio para que nosotros, unidos e identificados con Él, lleguemos a tener la Vida que Dios siempre ha querido darnos.
«Cristo fue hecho pecado en la Cruz del Calvario«, es una de las expresiones más sorprendentes de toda la enseñanza de la Biblia. Cuando contemplamos la Cruz del Calvario comenzamos a comprender las terribles implicaciones de estas palabras del Apóstol Pablo. Recordemos que cuando Jesucristo entregaba su vida en el Calvario, en pleno mediodía, dice la Escritura que «hubo tinieblas sobre toda la tierra», que continuaron durante tres horas.
La oscuridad estuvo acompañada por el silencio. Nadie podía ver ni describir con palabras el terrible espectáculo: el Inmaculado Cordero de Dios estaba llevando voluntariamente sobre su cuerpo los pecados acumulados de toda la historia humana. En ese marco de desamparo espiritual, de angustia y desolación, de sus labios surgió un gemido desgarrador: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Estas palabras son parte de una cita del Salmo 22 del Antiguo Testamento, lo que indica que durante su agonía Jesucristo estuvo meditando en este salmo de David que habla de los sufrimientos y gloria del Mesías. Pero, por qué citó Él ese verso? ¿Por qué no citó algunos de los versículos que hablan del triunfo del Mesías? ¿Hemos de pensar que fue un grito de debilidad, de desesperación humana o de extravío mental por causa de la agonía?.
NO. A estas palabras hay que darles el peso que tienen. Jesucristo gritó esas palabras de las Escrituras porque entendió que se estaba cumpliendo en Él, que Él estaba llevando sobre su cuerpo todos los pecados de la humanidad, y Dios el Padre no pudo contemplar la agonía de Jesu-cristo porque todos nuestros pecados se estaban interponiendo entre el Padre y el Hijo.
El Hijo de Dios, que estaba eternamente con el Padre y gozó de plena comunión con Él durante su vida terrena, estaba siendo momentáneamente abandonado. Por causa de los pecados de toda la historia humana, Jesucristo estaba siendo sepultado en el infierno, saboreando el tormento de ser separado de la comunión con su Padre.
Al cargar con todos los pecados de la historia humana, Jesucristo murió nuestra propia muerte. Soportó en nuestro lugar el terrible castigo que merecíamos todos nosotros.
Pero no todo fue tinieblas y silencio. En medio de esa espantosa oscuridad, emergió un grito de triunfo: «Todo está consumado: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Así había completado la obra para la cual había venido. Los pecados de todos nosotros habían sido quitados. La reconciliación con Dios estaba ahora al alcance de todos los que decidieran confiar en ese Sacrificio Eterno. Todos los que creyeran en Él como Su Salvador tendrían la oportunidad de restablecer la comunión con el Padre.
Inmediatamente después de morir en la Cruz, como una demostración pública de su triunfo, la Biblia nos dice que la mano invisible de Dios rasgó el velo del Templo de Jerusalén y lo echó a un lado. Ya no había separación del Lugar Santísimo. El camino hacia la Presencia Santa de Dios estaba abierto para nosotros. Treinta y seis horas después de haber sido sepultado, Jesucristo se levantó triunfante de la tumba para demostrar que su muerte no había sido en vano. La Vida triunfó sobre la muerte.
El tema de Jesucristo muriendo en la Cruz del Calvario por nuestros pecados, llevando sobre su cuerpo el pecado de toda la historia humana para reconciliarnos con Dios, no es muy popular hoy. Vivimos en tiempos de religión de ofertas: muchas ofertas religiosas para alcanzar la felicidad, la paz mental, la prosperidad, para aprender un curso de milagros, para «parar de sufrir», para aprender a cómo obtener nuestro propio auto-perdón y una cantidad incontable de ofertas que llenan el moderno supermercado de la metafísica y el esoterismo religioso de la «nueva era». Próspero negocio para unos cuantos vivos.
Predicar y enseñar hoy sobre la Cruz de Cristo parece estar fuera de moda. También en el pasado lo estaba. La Cruz de Cristo fue un escándalo para los judíos, y una locura para la sabiduría de los griegos. Pero esta locura de la Cruz ha sido y es la Gloria de la Iglesia de Cristo, porque Dios escogió salvar a la humanidad mediante la predicación de esta locura. El Apóstol Pablo lo proclamó con orgullo santo: «Lejos esté de mí gloriarme sino en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gálatas 6:14).
Desde entonces el mensaje de la Iglesia de Cristo ha sido el mismo: «Nosotros predicamos a Jesucristo y a éste crucificado», porque «Dios estaba en Cristo poniendo al mundo en paz con Él». No podemos explicar cómo Dios pudo estar reconciliando al mundo y, al mismo tiempo en la Cruz, convirtiendo a Cristo en pecado por nosotros. Pero aunque no podamos ni siquiera sondear este misterio, debemos proclamar esta verdad: Jesucristo sufrió el castigo de nuestros pecado en nuestro lugar.
La enseñanza bíblica es absolutamente consistente. El pecado nos había separado de Dios, pero Cristo nos ha reconciliado nuevamente con Dios, nos ha llevado de vuelta a la Casa del Padre Celestial. Por eso sufrió la muerte en la Cruz en nuestro lugar, y lo hizo una sola vez y para siempre, de una vez por todas, de modo que no puede repetirse, ni mejorarse, ni añadírsele nada, ni suplementarse con nada.
Pero ¿qué significa todo esto? Significa que ninguna observancia o práctica religiosa ni ninguna «buena obra», ni ninguna indulgencia, por más Jubileo del año 2000 al cual asistamos, podrán jamás «ganar nuestro perdón».
Mucha gente en nuestro contexto cultural considera que la religión es un sistema de méritos humanos, y han terminado haciendo del cristianismo una caricatura comparable a cual-quiera de las religiones orientales. Muchos no ven la diferencia entre el Evangelio y las religiones orientales, porque están enseñados a pensar que para agradar a Dios tienen que hacer méritos.
Mucha gente ha sido criada y enseñada en este sistema de religión por méritos y piensan que para obtener el perdón de Dios tienen que hacer algo, tienen que acumular méritos. Esta enseñanza es contradictoria con el mensaje de la Cruz de Cristo.
Jesucristo murió para expiar nuestros pecados sencillamente porque jamás nosotros podemos expiarlos por nuestra propia cuenta. Si pudiéramos hacerlo, el Sacrificio de Jesucristo en la Cruz sería una redundancia. Afirmar que podemos alcanzar el perdón de Dios por nuestros propios méritos y esfuerzos es un insulto a Jesucristo porque equivale a decir que podemos arreglárnosla sin Él, que no era necesario que Él muriera.
Si pudiéramos ganar el perdón de Dios por nuestras propias obras, por muy buenas que éstas sean, entonces de nada serviría la muerte de Cristo en la Cruz. El mensaje de la Cruz, aunque parezca una tontería para muchos, es la única fuente eterna de nuestra paz y de nuestra salvación. Aunque para muchos parezca una tontería, la Cruz de Cristo es y seguirá siendo la única fuente de eterna salvación, y, nos guste o no, ése es y debe seguir siendo el mensaje proclamado por la Iglesia de Cristo. Pero, ¿qué queremos decir con SALVACIÓN?
«Salvación» es un término sumamente amplio, y es un gran error suponer que se refiere única y exclusivamente al perdón de nuestros pecados. Dios se interesa no sólo por nuestro pasado y por nuestro futuro, sino también por nuestro presente. El propósito de la muerte de Jesucristo en la Cruz es, en primer lugar, reconciliarnos con Dios, pero esta reconciliación tiene por finalidad liberarnos progresivamente de nuestros egoísmos y ego-centrismo para llevarnos a una vida de plena armonía y reconciliación con nuestros semejantes.
LA IGLESIA DE CRISTO
Ciertamente Cristo, por su Sacrificio Eterno en la Cruz, nos libera de la muerte, pero ¿Quién nos libera de nosotros mismos? La Biblia nos enseña que la liberación de nuestros egoísmos es obra del Espíritu de Dios. Por causa de nuestra salvación, Dios nos incorpora a una comunidad nueva, a una comunidad de amor y de fraternidad. Esta Nueva Humanidad es LA IGLESIA. Pero, ¿qué entendemos por «Iglesia»?
No debemos concebir el pecado como una serie de accidentes morales desconectados entre sí; nuestros pecados son los síntomas de una grave enfermedad interna. El árbol se conoce por sus frutos; la calidad de los frutos depende de la calidad del árbol que los produce. El árbol bueno da buenos frutos, el árbol malo produce malos frutos. Por consiguiente la causa profunda de nuestros pecados es nuestra naturaleza. Y esta naturaleza es egocéntrica. Por lo tanto, para cambiar nuestra conducta pecaminosa se requiere un cambio de naturaleza.
Pero, ¿acaso puede ser cambiada esta naturaleza? ¿Es posible que una persona colérica llegue a ser una persona dulce? ¿Es posible que un orgulloso llegue a ser humilde? ¿Es posible que un egoísta llegue a ser una persona generosa y altruista?
La Biblia dice que estos milagros sí pueden suceder, y ésta es parte de la Gloria del Evangelio. Jesucristo ofrece cambiar no sólo nuestra relación con Dios sino también nuestra propia naturaleza. Jesucristo habló de la necesidad de un NUEVO NACIMIENTO y sus palabras mantienen absoluta vigencia: «En verdad les digo, que el que no nace de nuevo no puede ver el Reino de Dios… todos tienen que nacer de nuevo».
Esto mismo lo afirma categóricamente el Apóstol Pablo: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación es». Estamos frente a la posibilidad de tener un nuevo corazón, una nueva vida, una nueva naturaleza. Pero este tremendo cambio profundo es obra del Espíritu de Dios. El «nuevo nacimiento» viene del Espíritu de Dios.
El Espíritu de Dios ha estado siempre activo y presente en el mundo, desde antes de la creación misma. Los Profetas del Antiguo Testamento hablaron de una época cuando la presencia del Espíritu Santo se derramaría sobre toda carne, sobre todos los pueblos y naciones.
Jesucristo, al partir de este mundo, prometió que el Espíritu Santo vendría a ocupar su lugar en el mundo. El ES EL ÚNICO Y VERDADERO VICARIO DE CRISTO EN LA TIERRA.
Esta presencia especial del Espíritu Santo se derramó sobre los discípulos de Cristo en el día llamado de Pentecóstés. Desde entonces, Cristo no sólo está «CON nosotros», sino que Él «estará siempre EN nosotros». Esta presencia y habitación de Cristo CON y EN nosotros, por medio de su Espíritu Santo, es lo que ha creado esa nueva comunidad llamada IGLESIA. La comunión de los que han nacido de nuevo. Hablaremos de ella en las próximas páginas.
En un cierto sentido, la enseñanza de Jesucristo fue un fracaso. Muchas veces, en sus tres años de ministerio público, Él había enseñado a sus discípulos sobre la humildad, que debían ser humildes como él. Pero, al final de su vida terrenal, Pedro, por ejemplo, seguía siendo un orgulloso, prepotente y soberbio. Muchas fueron las veces en que les enseñó que debían tratar con amor a todos; sin embargo, sus discípulos Juan y Santiago, hasta el final, hicieron honor a sus apodos de «hijos del trueno».
Sin embargo, cuando continuamos leyendo el Nuevo Testamento, nos encontramos en la Primera Carta de Pedro con significativas enseñanzas sobre la humildad, y cuando leemos las Cartas de Juan vemos cómo sobreabundan en la experiencia del amor. ¿A qué se debe esta tremenda diferencia? La respuesta la encontramos en el llamado «Día de Pentecostés». Ese día El Espíritu de Dios se derramó en forma especial sobre los discípulos; ese día nació a la luz pública la Iglesia de Cristo.
¡Pero, cuidado! Cuando escuchamos o leemos la palabra «IGLESIA» estamos acostumbrados a pensar en la poderosa e impresionante estructura vertical conformada por los Sacerdotes, por los Obispos, los religiosos y religiosas, por la Jerarquía, a cuya cabeza reina soberano el Papa, y de la cual el pueblo, los laicos, los de demás, forman a penas un apéndice llamado «los fieles».
Nadie piense que el Día de Pentecostés fue una experiencia única y exclusivamente reservada para los Apóstoles y algunos santos supereminentes. En el Nuevo Testamento hay un mandato determinante y claro para todos los que quieren seguir a Jesucristo como sus discípulos: «Sed llenos del Espíritu Santo».
La presencia interna del Espíritu de Dios en cada persona que se dice ser cristiano es el certificado de nacimiento de la Iglesia. Si el Espíritu Santo no habita, no ha fijado su residencia, en cada uno de nosotros, en todos los que decimos creer en Jesucristo, simplemente no hay Iglesia.
Así de sencillo. Sin el Espíritu de Dios morando en cada corazón, no existe Iglesia, aunque tengamos las más poderosas estructuras religiosas, los más espectaculares Templos y Catedrales, las más impresionantes ceremonias religiosas y las más pomposas y lujosas vestiduras.
Esto no lo decimos los evangélicos. Lo afirma rotundamente el Apóstol Pablo: «Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo» (Romanos 8:9) y es una enseñanza consistente de todo el Nuevo Testamento. Cuando ponemos nuestra fe y confianza absolutamente en Jesucristo y nos entregamos a Él para ser sus discípulos, entonces el Espíritu de Dios toma posesión de nosotros y hace de nuestros cuerpos su Templo. Nosotros somos, pues, Templo del Espí-ritu Santo, si es que el Espíritu de Dios mora en nosotros.
No se crea que esto es una papaya. Por el contrario, esto significa entrar en un conflicto, en una tremenda lucha. Por una lado, la presencia del Espíritu Santo en nosotros abre un camino hacia la libertad y la victoria sobre el pecado, pero al mismo tiempo nos introduce en un verdadero campo de batalla. San Pablo nos da una dramática descripción de esta batalla en el cap. 5 de su Carta a los Gálatas.
En esta forma, los cristianos somos convertidos en campo de batalla. Los combatientes en esta batalla son nuestra naturaleza egoísta y ególatra, que el Apóstol llama «La Carne», y el Espíritu de Dios que nos anhela celosamente. Esto no es una árida teoría teológica. Es la experiencia diaria de todo verdadero discípulo de Cristo. De esta batalla seguiremos hablando.
Terminamos las páginas anteriores hablando de la gran batalla espiritual que se desarrolla en la vida de toda persona que permite que el Espíritu de Dios more en él. En su carta a los Gálatas, cap. 5, Pablo afirma que los deseos de nuestra naturaleza egoísta batallan contra los deseos del Espíritu, y los deseos del Espíritu se oponen a nuestros deseos egocéntricos. Es decir, ambas naturalezas, la espiritual y la meramente humana, están enfrentadas en nosotros a fin de que no podamos hacer lo que nos dé la gana.
Esta es una experiencia diaria de todo verdadero cristiano. Somos absolutamente cons-cientes de que los deseos de nuestra naturaleza ejercen una poderosa presión sobre nosotros, pero también de que una poderosa fuerza tira en sentido contrario. Si dejamos sueltas las riendas de nuestros deseos, nos lanzamos a la más profunda oscuridad moral, a una verdadera «selva moral», cuyos resultados están a la vista a diario en las páginas de los periódicos y en las pantallas de la TV, en la cultura de la muerte que nos rodea.
Pero si permitimos que el Espíritu sea quien nos gobierne, el resultado será una vida de amor, alegría, gozo, paciencia, amabilidad, bondad, dominio propio, fidelidad, humildad y paz. A esto la Biblia lo llama «el fruto del Espíritu». Si el árbol es bueno, dará buenos frutos; pero si el árbol es malo, no puede dar nunca buenos frutos.
¿Cómo podemos dominar a nuestra naturaleza egoísta de manera que los buenos frutos nazcan, crezcan y maduren en nosotros? La respuesta está en la actitud que adoptemos frente a cada una de estas fuerzas que combaten en nosotros. Nuevamente encontramos la clave en la Biblia, la Palabra de Dios: «Los que son de Cristo, ya han crucificado la naturaleza humana junto con sus pasiones y deseos» (Gálatas 5:24).
Frente a la naturaleza puramente humana, tenemos que vivir según la naturaleza del Espíritu. Es necesario adoptar una actitud de duro rechazo y resistencia frente a la dominación ejercida por los apetitos de nuestra naturaleza egoísta y egocéntrica. Pero debemos rendirnos confiadamente al dominio indiscutido de nuestra naturaleza espiritual para que los frutos del Espíritu maduren y brillen en nuestra vida.
San Pablo expone esta profunda verdad en su Segunda Carta a los Corintios, cap. 3:18: «Por tanto, nosotros todos, mirando con el rostro descubierto y reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen por la acción del Espíritu del Señor».
Esto es lo que hace el Espíritu de Dios cuando dejamos que tome el dominio absoluto de nuestra naturaleza humana: nos transforma a la imagen y semejanza de Jesucristo mismo.
Mientras continuemos mirando fijamente a Jesucristo, el poder de su Espíritu nos va trans-formando conforme a su imagen y semejanza. De nuestra parte, sólo nos toca el arrepentimiento, la fe y la disciplina, la entrega incondicional a Él. El resultado, esos frutos que hemos mencionado, será la obra exclusivamente del Espíritu de Dios.
Ningún escritor podrá escribir obras como las de Cervantes con tan solo mirar o leer algunos de sus obras. Sólo Cervantes pudo escribir sus obras. Pero, si el genio de Cervantes pudiera venir y vivir en mí, entonces yo podría escribir obras como las que él escribió. De igual modo, nada ganamos con tener por delante de nosotros la vida de Jesucristo. Yo no podría vivir vida semejante con tan solo leer de ella en los Evangelios.
Sólo Jesús de Nazareth pudo vivir como Jesús de Nazareth. Pero, si el Espíritu de Cristo pudiera venir y vivir en mí, entonces yo podría vivir una vida semejante a la de Jesucristo. En esto consiste sencillamente el concepto de la santidad según la enseñanza de la Biblia. En vivir una vida semejante a la de Jesús de Nazaret. Y este es el secreto de una vida auténticamente cristiana.
No se trata de que nosotros nos vamos a esforzar por vivir una vida semejante a la de Él. No es que nosotros vamos a copiar su estilo de vida. Jamás lo podríamos hacer. Se trata de permitir que Jesucristo venga a mí y viva en mí, por medio de su Espíritu. No basta tener a Jesucristo como un buen ejemplo de vida; es necesario que Él viva en nosotros como Salvador y Señor. Si por su muerte tenemos el perdón de nuestros pecados, por su presencia viva en nosotros, por su Espíritu, tenemos el poder de romper con el dominio de nuestra egocéntrica naturaleza y de vencerla.
El pecado tiene un poder centrífugo. El pecado es un poder que interfiere en todas las relaciones humanas, de cualquier tipo. Es una fuerza que separa, que rompe amistades, destruye familias, genera conflictos sociales y guerras entre naciones. El pecado separa al hombre de su relación con Dios. También lo separa de relación con los demás hombres. Y además destruye su relación consigo mismo.
Todos conocemos por experiencia como cualquier comunidad, ( sea una escuela, un hospital, una fábrica, un sindicato, una universidad, un equipo deportivo, una Iglesia, un partido político, etc.), puede convertirse en un hervidero de rivalidades, contiendas, conflictos y enemistades. Vivir juntos y en armonía es posiblemente la experiencia más difícil de lograr en la sociedad humana.
Pero, desde el principio de la Creación, el propósito de Dios es poner fin a las enemistades y contiendas entre los hombres. Dios ha querido reconciliarse con nosotros y reconciliarnos entre nosotros mismos. Pero esta reconciliación no es una conquista aislada. Dios no nos ha salvado de la enemistad para que vivamos aislados, cada quien por su lado, desconectados entre nosotros mismos. Desde el principio, Dios se propuso formar para sí mismo un pueblo suyo propio.
Esta historia comienza con el llamamiento de Abraham para que abandonara su tierra y su familia y se fuera a una tierra que Dios le había prometido. Dios le dio a Abraham la promesa de bendecirlo y de multiplicarlo, y de bendecir a todos los pueblos de la tierra a través de él y de su descendencia. ¿Cómo serían bendecidas todas las naciones de la tierra a través de Abraham?
Siglo tras siglo, en el desarrollo de la historia, el pueblo nacido de Abraham, en lugar de ser bendición para todos las naciones, parecía más bien una maldición. Encerrado detrás de sus altos muros religiosos, el Pueblo de Dios se reparó de los otros pueblos para no contaminarse por el contacto con los » gentiles inmundos». En varias etapas de su historia, parecía que el Pueblo de Israel había perdido su destino como bendición para las demás naciones. ¿Habría sido la promesa de Dios para Abraham una mentira?
De ninguna manera. Los Profetas bíblicos vislumbraron un tiempo cuando, desde todos los confines de la tierra, vendrían todos los pueblos en búsqueda del Reino de Dios. Cuando vino el cumplimiento del tiempo, apareció Jesús de Nazaret y anunció la llegada del tan largamente esperado Reino. Desde ese momento, el Pueblo de Dios ya no sería una nación apartada, sino una comunidad cuyos miembros procederían de todas las razas, naciones, tribus y lenguas.
Para lograr ese propósito, El Señor Resucitado ordenó a sus discípulos. «Id por todo el mundo, y haced discípulos en todas las naciones«. A la totalidad de estos discípulos, Jesús los llamó: «MI IGLESIA». Y así es como la promesa de Dios hecha a Abraham y a sus descendientes se está cumpliendo hoy, con el desarrollo y expansión del Pueblo de Dios en todo el mundo.
El Nuevo Testamento presenta a este Pueblo de Dios, la Iglesia de Jesucristo, como una unidad de todos los creyentes en un cuerpo. La Iglesia, dice San Pablo, es El Cuerpo de Cristo. Cada cristiano es un miembro de ese Cuerpo, y Jesucristo mismo es la Cabeza que controla todas las actividades de ese organismo. No todos los órganos del cuerpo tienen las mismas funciones, pero todos los miembros del cuerpo son indispensables para mantener la salud y la utilidad del cuerpo.
A todo este cuerpo lo anima la misma vida. La unidad del cuerpo depende de la presencia de Su Cabeza, que es Cristo. Hay un solo Cuerpo, un solo Señor y un solo Espíritu que le da la vida al Cuerpo. Esta unidad espiritual interna del Cuerpo no es destruida ni siquiera por las divisiones organizacionales externas de la Iglesia. La unidad de la Iglesia es indisoluble porque es la Unidad en el Espíritu de Cristo, presente y activo en medio de su Cuerpo. La Iglesia es, entonces, la Comunidad del Espíritu, no la organización humana, ni la Jerarquía religiosa, ni sus instituciones políticas o sociales.
Pero esta participación en un Solo y Único Cuerpo, que se extiende por todo el mundo, solamente es posible mediante nuestra incorporación y participación en una comunidad local, que es la manifestación particular de la Iglesia Total Universal.
La unidad de ese Cuerpo Universal que es la Iglesia depende de la Presencia en ella de Jesucristo, Su única Cabeza. Ni siquiera las divisiones institucionales, con todo lo lamentables que son, destruyen la unidad del Cuerpo de Cristo pues esta unidad consiste en la común participación en la vida en unión con Cristo, como Cabeza.
Solamente participando en la vida de una comunidad local, en una Iglesia local, podemos afirmar nuestra participación en la vida de la Iglesia Total Universal, la que se extiende por todo el mundo. Esta participación es la oportunidad de adorar a Dios en comunión con otros cristianos y de servir a la sociedad en la manifestación de los dones con los que Dios ha dotado a la Iglesia Universal. Esto es lo que el Credo llama La Comunión de los Santos».
Muchos reaccionan contra la Iglesia Jerárquica institucional y la rechazan por completo. A menudo la Iglesia como institución se muestra arcaica, volcada sobre sí misma, reaccionaria. Pero es necesario recordar que la Iglesia está integrada por gente, no por ángeles, por pecadores que no son infalibles. No tenemos que alejarnos de la Iglesia por esa razón, porque los mismos que la rechazan son igualmente pecadores y falibles. La Iglesia, por lo tanto, no es infalible, y lo que debemos repudiar es precisamente la pretendida infalibilidad que alguna organización eclesiástica se atribuyó desde cuna cierta etapa de su desarrollo ideológico.
También tenemos que reconocer que no todos los que pertenecen a la Iglesia-Institución son, necesariamente, miembros de la Iglesia real, del Cuerpo de Cristo. Algunos cuyos nombres están escritos en los libros de la Iglesia visible no están inscritos en «el Libro de la Vida». A nosotros no nos corresponde juzgar, pues sólo el Señor de la Iglesia, como Cabeza, conoce quiénes son verdaderamente suyos. Las Iglesias locales admiten como miembros, por el bautismo, a personas que dicen o profesan tener fe en Cristo, pero sólo Dios conoce si son verdaderos creyentes, puesto que sólo Él conoce el corazón humano.
El Espíritu Santo no sólo es el autor de la vida en común de la Iglesia, sino el creador del vínculo común de esa vida: el amor. Es el primer fruto del Espíritu de Cristo en su Cuerpo. El amor es la naturaleza misma de la vida del Cuerpo de Cristo.
La verdadera unidad de la Iglesia es la vivencia de ese amor que permite que los verda-deros cristianos se sientan atraídos los unos a los otros sin importar la condición social y econó-mica, la formación cultural ni distinción racial. La relación que existe entre los miembros del Cuerpo de Cristo tiene que ser mucho más profunda, más íntima y cordial que las relaciones consanguíneas, porque el parentesco del Espíritu es mucho más fuerte que el de la carne.
El parentesco del Espíritu es el de la Familia de Dios. La Biblia dice: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a nuestros hermanos«. Este amor no es sentimental ni emotivo, se manifiesta en el sacrificio del servicio, en el deseo de enriquecer y ayudar a los demás. El amor en el Espíritu de Cristo es el que contrarresta la fuerza centrífuga del pecado, porque el amor une allí donde el pecado divide, el amor reconcilia allí donde el pecado separa y dispersa.
Desgraciadamente, las páginas de la historia de la Iglesia han sido manchadas muy a menudo por la estupidez y el egoísmo, en franca desobediencia a la enseñanza de Cristo. Hay Iglesias que parecen estar muertas o a punto de morir por no vibrar llenas de la vida del amor en el Espíritu de Cristo. No todos los que se dicen ser cristianos manifiestan la vida del amor en Jesucristo.
Con todo, el lugar del cristiano está en la comunidad de fe local, pese a sus imperfecciones y manchas. Es allí donde debe buscarse la calidad de la relación de Jesucristo con su pueblo, participando de la adoración a Dios y del testimonio de su Iglesia.
Terminamos con las palabras del Apóstol Pablo a la Iglesia de Éfeso:
«Yo, pues, preso en el Señor, os ruego que andéis como es digno de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad y mansedumbre, soportándoos con paciencia los unos a los otros en amor, solícitos en guardar la unidad del Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, y por todos, y en todos«. EFESIOS 4 : 1-7
EL COSTO DE SER DISCÍPULOS
El gran escándalo de la llamada cristiandad es lo que conocemos como el «cristianismo nominal». En países como los nuestros, en donde se ha desarrollado una civilización o cultura orientada por prácticas y doctrinas cristianas, hay millones de personas que se cubren con un barniz, con una apariencia de cristianismo, vistoso, cultural, folclórico, muy religioso, pero superficial, bobo y bofo.
Nuestro cristianismo es una capa de pintura lo suficientemente visible como para cubrir las apariencias, para hacer que muchos aparezcan como personas e instituciones muy respetables. Este cristianismo cultural es como un almohadón de plumas, grande y blando, que sirve para protegernos de las situaciones desagradables de la vida, pero que es cambiado de lugar y de forma según las conveniencias de cada persona o situación.
¿Cómo sorprendernos, entonces, de que los críticos de la fe cristiana hablen de los hipócritas que hay en las iglesias y rechacen las enseñanzas de Jesucristo por considerarlas pura apariencia? En gran medida tienen sobradas razones para rechazar este barniz de cristianismo que cubre nuestra sociedad.
El mensaje de Jesucristo fue muy diferente. Nunca rebajó sus normas ni modificó sus condiciones para que su llamado fuera más aceptable. A sus primeros discípulos les exigió, y a todos nos sigue exigiéndonos desde entonces, una entrega total y consciente. Y hoy no pide nada menos que eso. El dice:
Si alguno me quiere seguir, debe olvidarse de sí mismo y seguirme aun a costa de su propia vida. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa y por el mensaje de salvación, la salvará. ¿Pues de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero y perder su alma? Porque ¿cuánto puede pagar el hombre para recobrar su alma?
En su forma más simple el llamado de Cristo era: «Sígueme a mí». Él pedía a la gente una adhesión personal. Los invitaba a aprender de él, a obedecer sus palabras, a identificarse con él y con su causa.
No se puede seguir a Jesucristo sin un abandono previo de algo. Seguir a Cristo significa renunciar a lealtades de menor importancia. Cuando él vivía entre los hombres aquí en la tierra, esto significaba un abandono literal del hogar y el trabajo. Simón y Andrés «dejaron sus redes y se fueron con él». Jacobo y Juan «dejaron a su padre Zebedeo en el barco con sus ayudantes, y se fueron con Jesús». Mateo, que escuchó el llamado de Cristo mientras estaba «sentado en el lugar donde se pagaban los impuestos… se levantó y, dejándolo todo, siguió a Jesús».
Hoy, en principio, el llamado de Jesucristo no ha cambiado ni cambiará en el tercer milenio. Todavía Jesucristo sigue diciéndonos y llamándonos: «Sígueme». Y agrega: «Cualquiera de ustedes que no deje todo lo que tiene no puede ser mi discípulo.»
Es verdad que, para la mayoría de los cristianos, esto no significa que en la práctica tengamos que abandonar nuestros hogares o nuestros empleos. Significa, más bien, la entrega a Él de todo lo que somos y tenemos. Es renunciar a que la familia, el trabajo, los bines o la ambición personal ocupen el primer lugar en nuestra vida.
Hoy, como ayer y como siempre, Jesucristo nos llama a un compromiso total con su persona, a una renuncia de la religión superficial y bofa, para vivir el compromiso radical de ser sus discípulos.
Actualmente en ciertos círculos se ha puesto de moda la sorprendente idea de que es posible gozar de los beneficios de la salvación que Cristo ofrece, sin aceptar las exigencias de su señorío soberano. El Nuevo Testamento no contiene tal noción desafortunada. «Jesús es el Señor» es la formulación más temprana del credo cristiano.
En tiempos en que la Roma imperial presionaba a los ciudadanos a declarar «César es el señor», la confesión cristiana resultaba peligrosa. Pero los cristianos no titubearon. No podían ofrecer al César su lealtad máxima, puesto que ya se la habían dado al Emperador Jesús. Dios había exaltado a su hijo Jesús por encima de todo principado y potestad y lo había investido con un rango superior a todo otro, a fin de que se doble toda rodilla y «todos reconozcan y confiesen que Jesucristo es Señor, para honra de Dios el Padre».
Reconocer a Cristo como Señor es colocar cada departamento de nuestra vida pública y privada bajo su control. Esto incluye nuestra profesión. Dios tiene un propósito para cada vida. Nuestra obligación es descubrirlo y realizarlo. El plan de Dios puede ser distinto al plan que tengan nuestros padres o tengamos nosotros mismos. Si el cristiano es sensato, no hará nada apuradamente. Es posible que ya estemos comprometidos en la tarea que Dios quiere que hagamos, o nos estemos preparando para ella. Pero tal vez no. Si Cristo es nuestro Señor, debemos estar dispuestos a un cambio, si fuere necesario.
Lo cierto es que Dios llama a cada cristiano a un «ministerio», es decir al servicio, a ser siervo de otros por causa de Cristo. El cristiano ya no puede vivir para sí mismo. No es claro qué forma ha de tomar este servicio. Podría ser el ministerio oficial de la iglesia o algún otro tipo de trabajo eclesiástico en el propio país o en el exterior. Pero es un gran error suponer que todo cristiano que toma en serio su entrega está llamado a la vida religiosa o al ministerio eclesiástico.
Hay muchas formas de servicio que pueden llamarse o describirse como «ministerio cristiano».
Por ejemplo, el llamado de una mujer a ser esposa y madre es un llamado al «ministerio cristiano» puesto que así servirá a Cristo, a su familia y a la comunidad. Esto se aplica a todo tipo de trabajo -la medicina, la investigación, las leyes, la educación, el servicio social, la política, la industria, los negocios y el comercio- en el cual el trabajador se dé a sí mismo como un colaborador de Dios en el servicio al hombre.
No te apures demasiado en descubrir la voluntad de Dios para tu vida. Si te has rendido a él y esperas que él te muestre el camino, él te la dará a conocer a su debido tiempo. Cualesquiera sean las circunstancias, el cristiano no puede permanecer ocioso. Sea como jefe, como empleado o como profesional u obrero autónomo, tiene un Amo celestial. Aprende a ver el propósito de Dios en su trabajo y cualquier cosa que haga, la hace de buena gana «porque sirve al Señor y no a los hombres».
Otro departamento de la vida que también se coloca bajo el dominio de Jesucristo es nuestro matrimonio y nuestro hogar. Jesús dio en cierta ocasión: «No crean que yo he venido a traer paz al mundo; pues no he venido a traer paz, sino lucha.» Siguió hablando del choque de lealtades que a veces surge en el seno de la familia cuando uno de sus miembros comienza a seguirlo.
Tales conflictos familiares se producen todavía en nuestro tiempo. El cristiano nunca debe provocarlos. Tiene el deber específico de amar y honrar a sus padres y a otros miembros de la familia. Está llamado a ser un pacificador y por lo tanto, debe ceder en cuanto sea posible sin comprometer su deber para con Dios. Pero nunca puede olvidar las palabras de Cristo: «El que quiere a su padre o a su madre… a su hijo o a su hija más que a mí, no merece ser mi discípulo.»
Además, el cristiano sólo tiene libertad para casarse con una persona creyente. La Biblia es bien clara al respecto: «No se unan ustedes con personas que no creen, pues así vendrían a formar una yunta desigual.
Este mandamiento puede traer gran angustia a quien ya esté comprometido para contraer matrimonio, o a punto de hacerlo; pero hay que encarar el hecho honradamente. El matrimonio no es meramente una conveniente costumbre social. Es una institución divina. Y la relación matrimonial es la relación humana más íntima y profunda. Dios ha dispuesto que sea una unión íntima, no sólo desde el punto de vista espiritual.
El cristiano o la cristiana que se casa con una persona con quien no puede ser «uno» espiri-tualmente, no sólo desobedece a Dios sino que no alcanza en su plenitud la vida matrimonial.
El dinero y el tiempo son aspectos que suelen considerarse como asuntos privados, pero que cuando nos entregamos a Jesucristo se colocan bajo su completa soberanía. Jesucristo habló a menudo acerca del dinero y del peligro de las riquezas. Mucha de su enseñanza al respecto es sumamente perturbadora. A veces da la impresión de haber recomendado a sus discípulos deshacerse de su capital y regalarlo todo. Es indudable que todavía a ciertos discípulos hoy les pide eso. Pero para la mayoría el mandamiento implica un desprendimiento interior más que una renuncia literal. El Nuevo Testamento no da la idea de que las posesiones de por si sean pecaminosas.
Ciertamente Cristo enseñó que debemos ponerlo a él por encima de las posesiones materiales así como por encima de las relaciones familiares. No podemos servir a Dios y a las riquezas. Además, tenemos que tomar conciencia del uso que hacemos de nuestro dinero. Este ya no nos pertenece: nos ha sido encargado para que lo administremos.
Hoy el tiempo se ha convertido en un problema para cada ser humano, y el cristiano recientemente convertido indudablemente tendrá que reajustar sus prioridades. Para el que estudia, el trabajo académico tendrá que ocupar uno de los primeros lugares en la lista. El cristiano debe destacarse siempre por su laboriosidad y honradez. Pero también tendrá que darse tiempo para nuevas actividades. Tendrá que hallar tiempo dentro de su ocupado horario para la lectura bíblica y la oración, para guardar el domingo como el día del Señor instituido para la adoración y el descanso, para la comunión con otros cristianos, para la lectura de literatura cristiana y para realizar algún tipo de servicio en la iglesia y en la comunidad.
Todo esto está incluido en la exigencia del Señor de que nos olvidemos de nosotros mismos y lo sigamos.
EL LLAMADO A CONFESAR A CRISTO
El mandato no es sólo que sigamos a Cristo en privado, sino que lo confesemos públicamente. Y no es suficiente que nos neguemos a nosotros mismos en secreto si a la vez lo negarnos a él delante de los demás. El dijo:
«Si alguno se avergüenza de mi y de mi mensaje delante de esta gente infiel y pecadora, el Hijo del Hombre se avergonzará también de él cuando venga con la gloria de su Padre y con los santos ángeles. A todos los que se declaran a mi favor delante de la gente, yo también me declararé a favor de ellos delante de mi Padre que está en los cielos; pero a los que me nieguen delante de la gente, yo también los negaré delante de mi Padre que está en los Cielos».
Ahora bien, el mismo hecho de que Jesús dijera que no debemos avergonzarnos de él demuestra que sabía que seríamos tentados a hacerlo, y el hecho de que añadiera «delante de esta gente infiel y pecadora» apunta a la razón de la posible negación. Evidentemente vio que su iglesia sería una minoría y hay que tener valor para alistarse con los pocos contra los muchos, especialmente si los pocos no gozan de popularidad y uno no se siente naturalmente atraído hacia ellos. Sin embargo, no se puede evitar una confesión abierta de Jesucristo.
Según Pablo esta es la condición para la salvación. Para obtener la salvación -dijo- no basta que creamos en nuestro sentimientos internos: es necesario confesar con nuestros labios que Jesús es el Señor puesto que «con el corazón se cree para ser aceptado por Dios, y con la boca se reconoce a Jesucristo para ser salvado«.
El apóstol puede haber querido referirse al bautismo. Y, si aun no ha sido bautizado, el creyente debe bautizarse, en parte para recibir, por medio de la aplicación del agua, una señal -un sello visible- de su limpieza interior y su nueva vida en Cristo, y en parte para reconocer públicamente que ha confiado en Jesucristo como su Salvador.
Pero la confesión pública del cristiano no termina con su bautismo. Tiene que estar dispuesto a que sus familiares y amigos sepan que es cristiano, especialmente por la vida que lleva.
Esto lo conducirá a una oportunidad para el testimonio hablado aunque, cuando ésta se presente, tendrá que ser humilde y honrado y no entremeterse disparatadamente en la vida privada de sus semejantes.
Al mismo tiempo, se unirá a alguna iglesia local, se asociará con otros cristianos en su escuela o lugar de trabajo y no temerá reconocer su compromiso con Jesucristo cuando se lo desafíe a hacerlo, y comenzará a tratar de ganar a sus amigos para Cristo mediante la oración, el ejemplo y su testimonio personal.
BIBLIOGRAFÍA
John Stott. Basic Christianity. Inter-Varsity Press. Londres, 1958. Traduccido al castellano: Editorial Certeza, Buenos Aires. Numerosas ediciones.
________. Evangelical Thuth. Inter-Varsity Press. Londres, 1999.
________. The Cross of Christ and The Contemporary Christian. Inter-Varsity Pres. Londres, 1999.
Autor:
Prof. José M. Abreu O. (59 años)
Depto. De Filosofía y Letras
Universidad de Oriente
Estado Sucre, Venezuelaj
Maestría en Literaturas Hispánicas
Maestría en Literatura Bíblica
RESUMEN:
En este ensayo se intenta dar una visión de la fe cristiana, no desde las categorías de la historia eclesiástica y del desarrollo de los dogmas, sino desde la perspectiva del pensamiento bíblico, en el cual el cristianismo no es presentado como un sistema religioso sino como un compromiso de vida con la persona misma de Jesucristo y la práctica de sus enseñanzas. Se examinan las evidencias de las más significativas pretensiones expuestas por el mismo Jesucristo: la naturaleza de su persona, sus enseñanzas, sus demandas. A la luz de estas propuestas contenidas en los Evangelios se reflexiona sobre el problema de la presencia del mal, el pecado y las exigencias éticas de los Diez Mandamientos en relación con las enseñanzas de Jesús. Se concluye con la convicción de que el cristianismo bíblico, más que una religión, es una vida de relación personal con Jesucristo, en lo que el Nuevo Testamento llama el Discipulado.
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