Su madre murió de cáncer sin superar la treintena, su padre alcohólico no supo estar a la altura de las gravísimas circunstancias, al poco tiempo Rafael comenzó a respirar pegamento en los rincones más oscuros del Risco de San Nicolás, sus apenas nueve años no fueron óbice para que acabara en las calles del barrio probando todas las nuevas sustancias que llegaban, corrían los años 70 y la policía del post franquismo introducía todo tipo de drogas, como estrategia del estado español para alienar a la juventud que luchaba por la libertad y la democracia en Canarias.
Luego ya todo fue un constante periplo por las cárceles de las islas, un tortuoso camino que comenzó cuando con 18 años ingreso en la antigua prisión de Barranco Seco, donde con la complicidad de policías y carceleros los internos violaban a la mayoría de los jóvenes, juegas nocturnas regadas de alcohol y estupefacientes con abusos sexuales múltiples, agresiones salvajes, la absoluta permisividad del corrupto sistema a pocos años de pasar de una dictadura criminal, sanguinaria, a otra disfrazada de una supuesta democracia que jamás ha sido real.
Rafael supo siempre que jamás podría salir de esa vorágine terrible, de la espiral del consumo, de la delincuencia, los pequeños hurtos de radio casete de coches, algún tirón en la calle Triana, en la Plaza de Santa Ana, condena tras condena hasta acumular más de 40 años de cárcel, sufrir el síndrome ansioso de verse encerrado, de que la puerta de la celda se cerrara en sus narices como cuando un universo estalla, cerrando la oscuridad a la esperanza la luz infinita.
Una tarde de mayo de 2015, en uno de los escasos días de libertad vagabundeaba pidiendo dinero en la calle Primero de Mayo, sucio, desnutrido, buscando alguna moneda para la papelina de “caballo”, a la altura de Correos se encontró con aquella mujer, unos ojos conocidos, perdidos en la nebulosa de los años, era igual que su madre, quizá lo fuera, ya no sabía diferenciar la realidad. La constante alteración de sus sentidos le hacía concebir un mundo distinto, coloreado en tonos grises y negros, un paraje nocturno habitado por sombras de distintos tamaños, seres desconocidos que hablaban, gesticulaban, paseaban, le denegaban la mayoría de las veces sus desesperadas peticiones, ya no le quedaba fuerza para robar, solo andar sin rumbo antes de cometer un nuevo delito y regresar a prisión.
La mujer se le acercó, percibió una ternura indescriptible, un sabor a leche materna en su boca, una sensación ya casi desconocida de sentirse arropado, cuidado, protegido. Rafael no podía hablar, solo sentía, notó que algo se le caía de las manos, el bote de vino, los cigarros, su cuerpo se desvaneció entre las sombras inconexas, fantasmagóricas que volaban a su alrededor, nadie se paraba, daba igual, era un pedazo de miseria. Se fue marchando hacia un lugar desconocido entre nubes de colores, muñequitos y juguetes de los ancestrales Días de Reyes, en su mano unos dedos cálidos que le apretaban con suavidad, la presencia del amor en cada poro de su cuerpo muerto entre el humo de los coches, un viaje desde fuera hacia la claridad de aquel espacio remoto más allá de la conciencia.
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NOTA.
Cuando no se tiene para comer no hay espacio para pararse a ver caer las hojas de los árboles…
Hay un texto muy interesante de Machado en su “Juan de Mairena”, un libro que habría que utilizar como educación para la ciudadanía:
que dice, no serían los obreros, como algunos podrían creer, los que se reirían al escuchar el nombre de Platón; que la que se reiría sería esa oligarquía indigna, estropeada por el bajo nivel de nuestras universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo de las grandes actividades del espíritu. Eso lo dijo Machado.