1. Acercamiento desde la objetividad.
2. Ahora sí, el Bien y el Mal.
3. El pecado no existe.
4. La «interacción consciencial»: el «Juicio Final».
5. La Clave es el Amor.
- Acercamiento desde la objetividad
Las ideas y percepciones en torno al Bien y al Mal se mueven casi siempre en el ámbito del más absoluto subjetivismo. Con intensidad e inconsciencia, volcamos en los dos tanto los clichés y convencionalismos de la tradición cultural y religiosa en la que hayamos sido educados como los prejuicios generados por la mente de cada cual, en función de sus propias vivencias y respectivos deseos, apegos, fobias y frustraciones.
Sin embargo, resulta crucial que la objetividad presida la actitud y la aptitud para discernir sobre el Bien y el Mal. Objetividad que ha de estar fundamentada en el distanciamiento personal del asunto y el acercamiento a él por medio de la meditación serena y profunda, el conocimiento revelador que de ésta dimana y la experiencia cotidiana que la puesta en práctica de ese conocimiento aporta.
En este orden, es oportuno subrayar que, en el Omniverso multidimensional surgido de la Creación, los “hechos” (por ejemplo, si suelto un vaso que mantenía sujeto con la mano, el vaso caerá al suelo) están regidos por una serie de “leyes físicas” (en el caso expuesto, la llamada ley de la gravedad) y éstas, a su vez, por una serie de “principios”, conocidos desde la antigüedad como “principios herméticos”. Dos de ellos, el de polaridad y el de vibración, son muy útiles para acercarnos con objetividad al Bien y al Mal.
El principio de polaridad afirma que todo tiene dos polos que son idénticos en naturaleza y diferentes en grado vibratorio. Esto es, que tanto los fenómenos físicos como los mentales tienen dos lados o aspectos extremos que, sin embargo, comparten la misma naturaleza, aunque se diferencien en el nivel de vibración, existiendo innumerables grados vibratorios entre ambos polos.
Para entender mejor lo anterior, hay que acudir a otro eje del saber hermético: el principio de vibración. Como se ha repetido en capítulos previos, la ciencia contemporánea se está acercando a él con celeridad tras reconocer que la materia y la energía son expresiones de ondas y movimientos vibratorios. Concretamente, el principio de vibración indica que todo vibra, que el Omniverso en su globalidad y en todas sus dimensiones es una plasmación de la vibración y que las diferencias entre las diversas manifestaciones -desde las intangibles a las tangibles, desde el espíritu más sutil a la materia más espesa- obedecen al distinto modo e intensidad vibratorios. Así, la frecuencia más elevada radica en la vibración pura del Espíritu divinal, la Esencia de Dios; y su opuesto en la materia más extremadamente densa que podamos imaginar. El grado vibracional es lo que distingue a ambos polos, entre los que hay un sin fin de diferentes potencias y modalidades vibratorias.
Sobre estas bases, hay que resaltar que la indagación que sustenta el principio de polaridad arranca de la formulación de interrogantes tan paradójicos y radicales como estos: ¿dónde termina la oscuridad y comienza la luz?; ¿dónde el frío y dónde el calor, o lo duro y lo blando?; y ¿lo pequeño y lo grande, o lo alto y lo bajo?. Sopesemos el hecho de que se trata de nociones -oscuridad, luz, frío, calor,…- que utilizamos asiduamente y con completa seguridad acerca de lo que son y significan. Pero, por centrarnos sólo en un botón de muestra entre los ejemplos expuestos, ¿dónde empieza el frío y dónde el calor?. Porque la temperatura es un concepto primario y sin ambivalencias; y el termómetro es un instrumento válido, neutral y sencillo para su medición. Hasta aquí todo perfecto, pero ¿dónde comienza el frío y dónde el calor?. Por vueltas que demos a la posible respuesta, siempre llegaremos a la conclusión de que frío y calor, por más que parezcan realidades del todo distintas, son, en verdad, de idéntica naturaleza (la podemos denominar temperatura), siendo la diferencia entre ambos mera cuestión de vibraciones calóricas, grados vibratorios.
La frecuencia vibratoria es, igualmente, la que marca la diferencia en la escala musical entre los sonidos graves y los agudos; o la que en la gama de colores genera la variedad de los mismos; etcétera. Y esto no ocurre no sólo en los planos físicos y materiales, sino igualmente en los de carácter mental. Así, el amor y el odio, estimados por lo general como inapelablemente diferentes, son realmente denominaciones que otorgamos a los polos de una misma cosa, con muchos grados, eso sí, entre ambos. Empezando en cualquier punto de la escala, hallaremos más amor o menos odio, si ascendemos por ella; o menos amor o más odio si descendemos por la misma. Y esto es cierto sin importar nada el punto alto, medio o bajo que tomemos como partida. Hay muchos grados de amor y odio y un punto intermedio en donde el agrado y el desagrado se mezclan de tal forma que es imposible distinguirlos. El valor y el miedo quedan, igualmente, bajo la misma regla.
- Ahora sí, el Bien y el Mal
Todo lo expuesto en el epígrafe precedente es aplicable al Bien y al Mal. Como ocurre con el calor y el frío, o la luz y la oscuridad, el Bien y el Mal comparten la misma naturaleza y se diferencian en la frecuencia vibratoria, existiendo innumerables estadios vibracionales entre ambos polos.
Retomando lo examinado en capítulos previos, cuando el ser humano ha elevado su grado de consciencia hasta niveles en los que desarrolla un estadio de conciencia y experiencias que se acercan a lo que es propio de su naturaleza y Esencia divina (Amor), se puede afirmar que hace el Bien, aproximándose a este polo tanto más cuanto mayor sea la prevalencia del Espíritu frente a los influjos de la materialidad y, por consiguiente, mayor el grado vibracional del alma: el Yo profundo habrá cogido las riendas de nuestra vida y el piloto automático del ego se habrá desactivado.
El Mal, en cambio, va ligado a un ser humano con bajo grado vibracional, sin consciencia acerca de su auténtica identidad y con olvido de su linaje divino, de modo que vive sus días bajo el control del piloto automático, del ego, y atado a los apegos y pasiones dominantes propios de la materialidad que nos rodea y de la que el cuerpo físico participa, lo que sitúa al alma en un reducido nivel vibratorio, tanto menor cuanto más cerca esté del polo del Mal.
Por tanto, el Bien y el Mal existen, pero, desde luego, no con el contenido y significado que muestran muchas corrientes culturales y religiosas vigentes. Los dos comparten naturaleza -estado de consciencia, gradación consciencial- y se diferencian por su frecuencia vibratoria: el mayor grado de consciencia es el Bien; el menor, es el Mal. Y entre los dos existen innumerables grados vibratorios (grados de consciencia – estadios de conciencia – experiencias). La Esencia divina, Amor Incondicional y vibración pura infinita, marca el polo del Bien, donde la Consciencia es Perfecta –“Soy el que Soy”-. La ausencia total de Amor fija el polo del Mal (al igual que la ausencia de luz explica la oscuridad), donde rige la inconsciencia completa sobre lo que se Es y lo que es Real.
El ser humano se acerca al Bien cuando ha elevado su grado de consciencia -lo que tendrá su reflejo en la alta frecuencia vibratoria del alma- y el Espíritu o ser interior lleva la batuta de su conducta y dirige la marcha y el rumbo del vehículo planetario (cuerpo) en el que mora por inmanencia, aportándole los valores, afectos y costumbres (Amor) innatos de la divinidad. En cambio, se aproxima al Mal cuando el grado consciencial es reducido -por lo que baja será la frecuencia vibracional del alma- y su día a día queda a merced del piloto automático, de los deseos del ego y de los influjos, tensiones y apegos de la materialidad del mundo que le rodea.
Pero que esto sea así no ha de llevarnos a efectuar juicios sobre buenos y malos, superiores e inferiores. Estas clasificaciones son propias del ego y los antagonismos y dualidades que tanto le agradan. Bien y Mal coinciden en naturaleza -estado de consciencia- y se distinguen en gradación consciencial y vibratoria: cualquier ser humano que goce de un elevado grado de consciencia y se mueva en la esfera del Bien habrá vivido en su cadena de vidas físicas experiencias de reducida gradación consciencial enmarcables en la esfera del Mal. Todo entra de lleno en el ámbito de la dinámica vibratoria interactiva y la conexión grado de consciencia – estadio de conciencia – experiencias analizada en los capítulos precedentes. El altruista de hoy fue egoísta ayer; y el que ahora desprecia por falaces los anhelos de poder y riqueza es porque ya los disfrutó y conoce en primera persona lo vacío que finalmente resulta la vivencia. Las experiencias de ausencia de Amor (Mal) permiten incrementar el grado de consciencia y avanzar hacia experiencias plenas de Amor (Bien).
Todo es perfecto y no debemos caer en dualismos, ni siquiera en lo relativo al Bien y al Mal. Cuando los oponemos, consideramos generalmente el Bien como perfección o, al menos, como una tendencia a la perfección, con lo que el Mal no es otra cosa que lo imperfecto. Pero, ¿cómo lo imperfecto podría oponerse a lo perfecto?. La perfección está en la esencia del Ser Uno, del que no puede derivar lo imperfecto; de lo que resulta que lo imperfecto no existe o sólo puede existir como elemento constitutivo de la perfección total. Y, siendo así, no puede ser realmente imperfecto, por lo que la llamada imperfección no es más que relatividad: el Mal sólo es tal cuando se le distingue del Bien.
Piénsense en las indagaciones científicas. En ellas, el error no es sino verdad relativa, ya que todos los errores deben ser englobados en la Verdad total, sin lo que ésta no sería perfecta, lo que equivale a decir que no sería la Verdad. Los errores, o, mejor dicho, las verdades relativas, no son sino fragmentos de la Verdad total; es, pues, la fragmentación la que produce la relatividad. Aplicado esto al Bien y al Mal, podríamos decir que si llamamos Bien a lo perfecto, realmente lo relativo no es algo distinto, ya que en principio está contenido en Él. Entonces, desde el punto de vista universal, el Mal existirá únicamente si consideramos las cosas bajo un aspecto fragmentario y analítico, separándolas de su Principio común, en lugar de considerarlas sintéticamente como contenidas en este Principio, que es la perfección.
El Bien y el Mal son creados al distinguirlos el uno del otro, pues realmente comparten naturaleza e interactúan vibracionalmente para hacer posible la elevación del grado de consciencia. Es la fatal ilusión del dualismo la que sustituye a la Unidad por la multiplicidad, encerrando a los seres sobre los cuales ejerce su poder en el dominio de la confusión y de la división. A este dominio es al que se refieren autores como René Guénon cuando hablan del “Imperio del Demiurgo” (El Demiurgo; revista La Gnose, nº1, noviembre 1909).
- El pecado no existe
Por tanto, el pecado no existe, sino un ser humano con un grado de consciencia mayor o menor y con más o menos Amor Incondicional y compasión en sus pensamientos y actos (decía San Antonio Abad que el pecado es una pérdida de tiempo: el que deberías dedicar a Amar; a ser lo que eres, Amor). Si todo es creación del Ser Uno, ¿cómo podría alguna parte tuya, mía o del Omniverso, por remota o insignificante que sea, ser menos bendita que otra?.
El plan divinal consiste en que te busques a ti mismo. Si deseas explorar cómo ser egoísta, ignorante, asesino o carecer totalmente de fe, Dios (tu Verdadero Yo, el Yo Auténtico) permite todas estas experiencias; no eres juzgado, ninguna de tus acciones es buena o mala desde la óptica divina. Recuérdese lo allí señalado: un asesino y un santo son iguales si el pecador y el santo son sólo máscaras que te pones. Estos papeles son sólo ilusiones desde la perspectiva divina. Lo único significativo es el Amor y el grado de consciencia que la persona haya logrado; y, por tanto, su contribución a la expansión de la consciencia de la suma de la que forma parte y, a través de ella, de la Unidad. Y para elevar el grado de consciencia es necesario vivir muy distintas experiencias en libre albedrío, incluidas las englobadas en el Mal (bajo grado de consciencia).
El Amor es universal y no toma partido. Al ego no le gusta esto y piensa “yo merezco el amor de Dios, pero ese otro no”. Mas esta perspectiva es ajena a Dios. El ladrón inflige pérdida de propiedad; el asesino, pérdida de vida. Mientras estas pérdidas sean reales para ti, condenarás a la persona que las causa. Pero, ¿acaso el tiempo mismo no acabará robándote la propiedad y la vida?. El pecado es ilusión; nada de lo que llamamos pecado puede causar la más mínima mancha en el Amor de Dios. Y hay que tener sumo cuidado con expresiones como “mejor” o “superior”: es el ego el que habla de buenos y malos.
Por supuesto, es absolutamente rechazable que un ser humano cause dolor o daño a otro, de cualquier forma o manera; y es pertinente que la sociedad establezca leyes y normas que lo prevengan y, en su caso, lo sancionen o castiguen. Pero entendiendo el papel que todo ello desempeña desde la perspectiva de la dinámica vibratoria interactiva y la compresión de lo que supone en términos de elevación del grado de consciencia, avance en el estadio de consciencia y vivencia de experiencias que permitan un nuevo aumento consciencial.
- La “interacción consciencial”: el “Juicio Final”
Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene hablar de lo que el cristianismo califica como “Juicio Final”, mencionado también, aunque con diversos nombres, por otras corrientes espirituales?. Pues con tal expresión se hace mención a un fenómeno real de carácter cosmogónico y trascendente cuyo verdadero contenido ha quedado postergado tras siglos de ignorancia. Tiene su base en un hecho reiterado a lo largo de las páginas precedentes: en la Creación, todo es suma de partes y forma parte de una suma superior, aunque cada parte es, a su vez, el Todo. Tal es la grandeza de la Divina Unidad, que se expresa tanto en términos físicos y materiales como energéticos y vibracionales.
Lo anterior es perfectamente aplicable a cada uno de nosotros. Como ser humano soy suma de partes, ya que estoy conformado por multitud de órganos y células que en mi unidad vital se vivifican. Y formo parte de una suma superior: la humanidad; y, aún más, el planeta Tierra, ser vivo en el que vivo y me vivifica. Igualmente, la Tierra se encuentra dentro del sistema solar de Ors, del que como ser humano formo parte y en el que vivo. Y su Sol, astro central, es un ser vivo que me vivifica.
Ors pertenece y se halla en un brazo menor (denominado brazo de Orión, por su proximidad a esta constelación) de una galaxia, la Vía Láctea (200.000 millones de estrellas), de la que como ser humano formo parte. Su Centro es un ser vivo que me vivifica, aún estando a 27.000 años luz (es conocido, junto a su entorno inmediato, como <>, que contiene estrellas binarias de rayos X, radiación de alta energía procedente de la interacción de monumentales nubes moleculares con supernovas y un agujero negro gigante llamado Sagitario A).
Y la Vía Láctea se integra en un Grupo Intergaláctico o Cúmulo de Galaxias, una treintena aproximadamente (algunas cercanas en valores relativos –como la Nube de Magallanes, a 200.000 años luz- y otras más lejanas –la llamada El Triángulo está a 2,7 millones de años luz-; unas enormes –la mayor es Andrómeda- y otras más pequeñas -como su vecina M33-), del que formo parte y en el que vivo y cuyo Centro Intergaláctico es un ser vivo que me vivifica. Este Cúmulo Galáctico es uno de entre los muchos que acogen a los miles de millones de galaxias que conforman el Universo. Y el Universo se integra, a su vez, en el colosal y multidimensional Omniverso, del que formo parte y en el que vivo, en el que conviven diversos Universos en distintas dimensiones.
En este espectacular marco se desarrolla la vida en una innumerable cantidad de modalidades de existencia, encuadrables en muy distintos planos dimensionales y de frecuencia y rango vibratorio. Y en él también se despliega la consciencia, pues, como ya se ha reiterado, la Creación es Consciencia en expansión, por lo que la Creación es también Creador. Y el ser humano participa en ello a través de la elevación de su grado consciencial, que colabora a la expansión de la consciencia de la suma superior de la que forma parte y, así, a la expansión de la Consciencia de la Unidad.
Ahora bien, junto a esta perspectiva “de lo menor hacia lo mayor” (incremento mi grado de consciencia y contribuyo a la expansión de la consciencia de la suma de la que formo parte y, con ello, de la Unidad), hay que contemplar otra que es “de lo mayor hacia lo menor”. No en balde, la suma superior de la que como humanos formamos parte -piénsese en la Vía Láctea- está compuesta por otras muchas modalidades de existencia que también avanzan consciencialmente. De manera que esa suma a la que pertenecemos puede experimentar un salto consciencial aunque la humanidad, parte de la misma o un ser humano concreto no hayan alcanzado el grado de consciencia suficiente como para participar activamente en el mismo.
Ambas perspectivas –de lo menor hacia lo mayor y viceversa- son plenamente coherentes entre sí y están perfectamente interrelacionadas, dando cuerpo a la “interacción consciencial” de la suma y sus partes. Por tal interacción, cada persona, si eleva el grado de consciencia, contribuye a la expansión de la consciencia de la suma a la que pertenece y de la Unidad; por el contrario, no ayuda a tal expansión si mantiene un bajo grado consciencial. Y también por tal interacción, cuando la expansión de la consciencia de la suma alcanza un determinado punto de calidad e intensidad energética -salto consciencial-, genera una oleada electromagnética, energética y vibratoria que impacta y tira vibracionalmente de aquellos de sus componentes que hayan alcanzado un grado de consciencia cercano al polo del Bien, en palabras usadas en párrafos anteriores, pero que no afectará a los que conserven su grado consciencial próximo al polo del Mal.
- La clave es el Amor
La suma a la que pertenecemos -conviene repetirlo- puede experimentar un salto consciencial aunque la humanidad, parte de la misma o un ser humano concreto no hayamos o haya logrado el grado de consciencia suficiente como para poder participar activamente en él. ¿Qué sucede entonces?.
De forma alegórica, son numerosos los textos sagrados que responden a esta cuestión. Verbigracia, el Evangelio de San Mateos, que señala: “El Reino de los Cielos llegará a ser semejante a diez vírgenes que cogieron sus lámparas y salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al coger sus lámparas, no tomaron consigo aceite, mientras que las prudentes tomaron aceite en sus frascos, además de sus lámparas. Como el novio tardaba, todas sintieron sueño y se durmieron. Mas a mitad de la noche se levantó un clamor: <<¡aquí está el novio, salgan a su encuentro!>>. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Mas las necias dijeron a las prudentes: <>. Replicaron las prudentes: <>. Mientras ellas iban a comprar, llegó el novio y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas; y la puerta fue cerrada. Después llegaron las otras vírgenes y dijeron: ¡señor, señor, ábrenos. Pero él respondió: les digo la verdad, no las conozco. Manteneos pues alerta, porque no sabéis ni el día ni la hora” (25,1-13).
En esta metáfora dirigida a explicar cómo llegará el Reino de los Cielos, éste se encuentra representado por el “novio”, que, aunque tarda, puede aparecer en cualquier instante. Los seres humanos somos las “vírgenes” que lo esperan, siendo la “lámpara” nuestro nivel consciencial y el “aceite” el trabajo interior de cada uno (dinámica vibratoria interactiva) para encender la consciencia, es decir, para elevar su gradación. Las vírgenes “prudentes” son las personas que a lo largo de la cadena de vidas avanzan consciencialmente y, a través de los correspondientes estadios de conciencia y experiencias, logran y conservan un alto grado de consciencia. En cambio, las “necias” son los seres humanos que, en su cadena de vidas, no incrementan el nivel consciencial o, incluso, retroceden en él, permaneciendo en un bajo grado de consciencia. Por último, el clamor que se levanta en un determinado momento –“¡aquí está el novio, salgan a su encuentro!”- refleja la venida del Reino de los Cielos, que es un salto de consciencia de la suma en la que los seres humanos estamos integrados. El influjo vibracional de este salto tirará energéticamente –“banquete de bodas”- de las personas que gocen de un alto grado de consciencia, mientras que no tendrá tal efecto –“la puerta fue cerrada”- para los que cuenten con un bajo grado consciencial.
De ahí que se nos inste a mantenernos “alerta” -consciencia despierta y elevada- porque no sabemos “ni el día ni la hora” en el que la suma de la que formamos parte experimentará el salto de consciencia, generando en toda ella, también en la Tierra y en la humanidad, un incremento energético que lanzará a otra dimensión vibracional a aquellos de sus componentes -seres humanos incluidos- que tengan un grado de consciencia alto y hayan contribuido a la propia expansión de la consciencia de la suma y de la Unidad.
A este respecto, cuando se hace mención a la elevación del grado de consciencia –acercamiento al polo del Bien-, es obvio que la clave radica en el Amor. Emotivamente lo recoge el Evangelio de San Mateo refiriéndose a los que gozan de un alto grado consciencial: “Heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme (…) Cada vez que lo hicisteis por uno de estos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis” (25, 34-36 y 40). San Juan de la Cruz lo resumió indicando que “a la tarde te examinarán en el amor”, aunque no hay ningún juez ni autoridad externa que nos evalúe; sólo nosotros con nosotros mismos y el camino consciencial que hayamos seguido en libre albedrío, pues el amor al prójimo -dar de comer, beber, vestir,…- son las acciones innatas a nuestro Yo profundo, Espíritu o Amor, y señal de que éste ha cogido el mando de nuestras vidas, apagando el piloto automático del ego.
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