Hay un lugar interior que todos deberíamos reconocer y conservar, un espacio de paz y quietud, que pueda ofrecernos el sentimiento de estar bien y seguros, pese a lo que afuera acontezca.
Todos debiéramos poder encontrar en nuestro interior un cuenco de paz, en el cual poder refugiarnos. Sin embargo, cuando atravesamos momentos difíciles, en vez de hallar calma y quietud, lo que a menudo se siente es un gran vacío. Un angustioso e intolerable vacío, del que desesperadamente se quiere huir.
Este refugio, que todos buscamos, debió construirse en la infancia, con el cuidado y asertiva compañía del entorno cercano. Pero, si carecimos de esto, o al contrario, si lo que había afuera era mayor caos y desamparo, dicha obra no pudo llevarse a cabo.
Hoy en día estamos ante niños que reaccionan desmedidamente ante todo. Lo que les ocurre, los afecta y altera con facilidad. Son vulnerables a cualquier estímulo, tienen muy baja tolerancia y paciencia; son reactivos e impulsivos. Carecen de calma, no tienen lugar interior al cual acudir en busca de tranquilidad. Todo impacta en ellos, quitándoles el equilibrio fácilmente.
¿Qué ha ocurrido con estos niños?, ¿qué necesitan de sus padres, y de todo aquel que se presente como su guía?
No es lo que haces, sino cómo lo haces
El niño nace con la conciencia de que el mundo es bueno; y en las experiencias de malestar, de dolor o incomodidad física o anímica, espera que la actitud del adulto le confirme que efectivamente es así.
Si ante las dificultades se encuentra con impaciencia, intolerancia, agresividad, emociones alteradas, o indiferencia, este cuenco de paz, en vez de crecer y solidificarse, se irá debilitando, o incluso, derrumbando.
El entorno, sus padres y referentes cercanos son quienes pueden indicarle el camino a la calma y regreso a si mismo. A través del cuidado consciente, la paciencia, entrega y quietud del adulto, se genera en el niño un espacio de recogimiento, calma y amparo. Pero, cuando hablamos de cuidado muchas veces olvidamos las sutilezas, siendo estas las que más afectan a la vida anímica del niño.
Lo que construye la paz, es la propia paz que acompaña cada acto nuestro. El ritmo de nuestra respiración, la cálida mirada, el gesto de una mano, la serenidad de nuestra voz o la distensión del rostro, es lo primero que se capta. Más allá de las palabras, el niño está en lo minúsculo, simple y sencillamente, porque solo aprende de lo que es verdadero.
No será lo que hagamos, sino la manera en que sea hecho. Con qué predisposición, entrega, dedicación o delicadeza; con qué alegría y paz nos presentemos ante el niño en los buenos y malos momentos… Acompañarlos a dormir, estar a su lado haciendo una tarea, ofrecer un abrazo o un consejo, se convierte ahora en un acto sagrado.
La forma en que respondamos y estemos presentes en cada acto, desde grande a pequeño, serán las manos que amasen la arcilla y modelen su cuenco.
Tal vez no tengamos que hacer mucho; tal vez nos enseñaron al revés. Hacer y hacer, dar y dar, para qué, si lo importante es la esencia. Similar a cuando le regalas al niño un super-juguete, y a los minutos, luego de abrir el paquete, lo encuentras jugando con su envoltorio.
Lo que verdaderamente estas dando, es con lo que está recubierto lo que haces; en definitiva, es lo que eres.
Para poder otorgar algo que realmente sirva para el presente y el futuro, mira adentro, trabaja en ti mismo, recupera tu paz. Solo sabiendo a dónde está el camino, podemos indicar hacia dónde ir.
Autora: Nancy Erica Ortiz
http://www.caminosalser.com/i1810-ensenale-al-nino-a-encontrar-su-propia-paz/