A LOS 5 MESES LOS BEBÉS PIERDEN LA CAPACIDAD DE DISTINGUIR SUTILES DIFERENCIAS EN FORMAS Y COLORES, DE ALGUNA MANERA DEJAN UNA REALIDAD MÁS NÍTIDA PARA CONFORMARSE CON UNA ILUSIÓN MÁS SEGURA.
Un reciente estudio muestra que los bebés son capaces de percibir con mayor agudeza colores y formas que los adultos, pero aprenden luego a adaptarse a una ilusión consensual que les permite navegar en el mundo más a salvo. En otras palabras, reducen el espectro de su percepción para no ser inundados de datos sensoriales que pueden ser imprácticos.
La doctora Susana Martínez-Conde hace una buena labor explicando esto y mostrando algunos ejemplos visuales. Intentaremos aquí explicar brevemente esta diferencia en la percepción. Lo que ocurre cuando vamos creciendo es una cosa que se llama «constancia perceptual», esto es, un aprendizaje a ver el mundo en el que el cerebro parece bloquear pequeños cambios para mantener la identidad de un objeto. Por ejemplo, cambios de luz hacen que un objeto tenga un cierto color y una cierta textura que nosotros no vemos o percibimos de manera equivocada en función de que este objeto no cambie mucho para que así no lleguemos a pensar que es otro objeto, lo cual podría ser incluso peligroso (o era peligroso en momentos en los que el ser humano era cazador-recolector).
«En un principio vemos todas las diferencias, y luego aprendemos a ignorar ciertos tipos de diferencias para que podamos reconocer el mismo objeto como inmutable en diferentes escenarios. Cuando la constancia perceptual emerge, perdemos la habilidad de detectar múltiples contradicciones que son altamente notables para pequeños bebés», dice Martínez-Conde.
El estudio en cuestión mostró que bebés de 3-4 meses pueden discriminar rasgos sutiles en imágenes cuando se cambia de iluminación, mismos que los adultos no logran detectar, explica Martínez-Conde. Este poder de ver los matices de la realidad, se pierde a los 5 meses y a los 7 u 8 meses la habilidad de ver correctamente superficies mate o lustrosas. Continúa Martínez-Conde:
La discriminación de superficies no es el único dominio de percepción en el que abandonamos la realidad por la ilusión al crecer. Durante el primer año de sus vidas, los niños pierden una miríada de poderes discriminatorios: entre ellos, la habilidad de reconocer diferencias en las caras de monos que son imperceptibles para humanos adultos y la habilidad de distinguir ente sonidos de lenguas distintas a las de su propia familia. Diferencias objetivas se vuelven similitudes subjetivas.
La pérdida de sensibilidad a la información variante que experimentamos como bebés creó una brecha insuperable entre nosotros y el mundo físico. Al mismo tiempo, nos ayudó a sintonizar nuestra percepción al medio ambiente, permitiéndonos navegar de manera eficiente y exitosa… aunque haya dejado una gran porción de la realidad fuera de nuestro alcance.
Muchas cosas aquí para reflexionar. Por una parte una nostalgia de algo que parece imposible de recordar: la visión prístina del bebé ante la realidad. ¿Cómo ve un bebé una rosa a la que toca la luz del Sol? ¿Cómo es una rosa en el amanecer y una en el atardecer para los ojos límpidos del bebé? Por otro lado, es importante notar que el estudio citado y el concepto mismo de la constancia perceptual muestran desde una perspectiva científica algo que la filosofía ha discutido por siglos: más que ver el mundo como es, lo vemos como somos nosotros, y sobre todo como han sido los otros que vieron el mundo antes que nosotros. “Estar aquí es una especie de abandono espiritual. Sólo vemos lo que otros ven, los miles otros quienes estuvieron aquí antes, aquellos que vendrán después. Hemos acordado ser parte una percepción colectiva”, escribe el novelista Don DeLillo.
La lectura que hace Martínez-Conde de esto es desde la biología: vemos al mundo de la forma que es más útil para que podamos sobrevivir, una operación de ciega inteligencia, nos dirían los biólogos. Sin embargo, debemos considerar que la evolución en realidad también está mediada por factores culturales, no es sólo nuestra genética la que determina cómo procesamos el mundo, es también la epigenética; no son sólo nuestros genes, también son nuestros memes los que nos hacen ver las cosas como objetos constantes, separados de nosotros mismos. Hay en cierta forma una polinización cruzada entre las fuerzas de la evolución y nuestra propia voluntad, es un proceso material pero también altamente inducido por la mente.
En tiempo reciente tenemos una fuerte influencia de la lingüística en este sentido, filósofos como Wittgenstein notaron que el mundo que aprehendemos está limitado por el lenguaje con el cual lo articulamos y lo filtramos. Un estudio interesante hace unos años notó que las personas que hablan ruso ven una mayor variedad de azules que los que hablan inglés –mientras que los griegos al parecer ni siquiera veían este color. Debe ser interesante estudiar cómo se modifica la percepción en los niños una vez que van obteniendo conceptos sobre el mundo. Hoy sabemos que existe una transmisión epigenética de información, de tal forma que las experiencias que tiene una madre pueden transferirse a su hijo de alguna forma, por lo que nuestra percepción del mundo debe entenderse como un proceso dinámico.
Una de las cosas que los bebés aprenden a evitar ver es la vertiginosa mutabilidad del color y la forma, para de alguna manera dar solidez a la realidad y poder identificar objetos. Es una cierta forma de percepción la que les da su constancia, les confiere una realidad como objetos a los cuales podemos regresar y los cuales seguirán estando ahí, fuera de nosotros. Esto me hace pensar en la filosofía de Hume y en algunas ideas del budismo. Hume creía que lo único que existía eran impresiones cambiantes y la identidad personal en realidad, entonces, surgía cada instante, con cada impresión, ante lo cual no se podía decir que tuviera una existencia real o duradera. En el budismo el concepto de un yo constante es considerado también una ilusión, se habla de skandhas, agregados o adherencias que son el resultado del karma, pero que a fin de cuentas no tienen una naturaleza inherente. Es una especulación, pero quizás si no aprendiéramos a darle una constancia al flujo (ese cambio perpetuo, ese río de Heráclito o el mismo Tao) de impresiones sensoriales de las cuales está compuesta la realidad, nuestra percepción estaría mucho más cerca de lo que sostiene Hume o del budismo. Hume y el budismo nos dirían que ese mecanismo de defensa de la percepción que hace que las cosas mantengan su identidad, aunque pierdan definición, es un doble error, puesto que de hecho el objeto es siempre otro: la flor que ves este instante es otra flor que la que viste hace unos segundos (y ambas flores son espejismos). Asimismo, para que nuestro ego exista y subsista parece necesario haber llegado a este punto de constancia perceptual: nuestro modo de percepción es el esmalte, lo que le da consistencia y solidez a algo (el ego) que es de suyo espectral e insustancial.
Hace unos años publicamos aquí en Pijama Surf un ensayo del escritor británico Jason Horsley sobre la percepción consensual. que creo que viene a colación. Según Horsley:
La percepción consensual depende del acuerdo, no sólo para establecer qué es perceptiblemente real, sino también para ignorar, refutar o descartar cualquier cosa que desafíe el acuerdo
[…] La percepción consensual es un modelo autoreafirmante de la realidad: lo que no se puede percibir no existe, y lo que acordamos que no existe, no se puede percibir.
Es posible que existan otros mundos sumamente diversos y variopintos (cada modo de percepción es un mundo en sí mismo) dentro del abanico de los posibles dentro de este mundo. El neurocientífico David Eagleman nos recuerda que como seres humanos sólo podemos percibir 1 de cada 2 billones de ondas de luz. Horsley, por otro lado, habla de una percepción «extraconsensual» que lleva hacia las zonas liminales de la conciencia. Una buena pregunta, la cual dejaremos abierta, es si la percepción y la conciencia misma, por definición, son facultades colectivas, que de hecho sólo existen en el enjambre, en la red, en la sinapsis con el otro y dentro de un campo de información compartida y por lo tanto realmente no hay un afuera, un lugar para ejercer una visión que no dependa de todas las otras visiones, que no dependa de todos los otros fenómenos. ¿Cómo ver, no ya sólo con los ojos de un bebé, sino ver la naturaleza por primera vez con los ojos de un hipotético Adán, apeados del río de la historia? Quizás necesitemos deconstruir nuestra percepción.
POR: ALEJANDRO MARTINEZ GALLARDO –
POR: ALEJANDRO MARTINEZ GALLARDO –
fuente/Pijamasurf