El actual Gobierno de la Generalitat de Catalunya, de difícil parto, pasará a la historia como ejemplo del absurdo si –como parece- “tira adelante” con su programa de gobierno (concretamente su confusa “hoja de ruta” hacia la República independiente catalana).
No deseo ahora tratar sobre lo deseable o no de una independencia para Catalunya, ni de si debe seguirse o no a quien la postula cuando éste no lo haga por convicción sino por conveniencia para perpetuarse en el poder ocultando sus vergüenzas (lo que nos reconduce a aceptar o no que los fines justifican los medios), ni tampoco respecto a si la forma de alcanzarse debe serlo vía negociación previo referéndum, o mediante pseudo-plebiscitos legales o ilegales, con recuento de escaños o de votos, con mayorías simples, absolutas o cualificadas, ni asimismo de si los plazos temporales anunciados son o no realistas, ni de si el deseo es sincero o engañoso, ni tampoco de si las políticas sociales se utilizan como moneda de cambio para lograr alianzas en ese proceso en lugar de considerarlas un imperativo ético y legal, ni de si el proceso constituyente será “de abajo hacia arriba” o en sentido inverso, etc. etc. etc.
A buen seguro que todo lo anterior abre la puerta a jugosos y múltiples debates, pero en este corto artículo únicamente deseo reivindicar la obligación de evitar cualquier acción cuyo objetivo resulte un absurdo.
Y ello tanto por respeto a la inteligencia como por economía de energías, esfuerzos y recursos, que deberán reservarse para causas más sensatas. Y no importa el ámbito en que nos hallemos: legal, político, de vida cotidiana, etc.
Pues bien, al respecto y en relación con la afirmación vertida en el primer párrafo de este escrito, es obvio que el gobierno surgido de las urnas y de posteriores pactos está del todo legitimado para dar cumplimiento a su programa, al gozar de la mayoría de escaños. Ese es el juego en nuestra democracia parlamentaria.
Sin embargo, y en la medida en que el contenido de ese programa –en lo relativo a la hoja de ruta del proceso independentista- versa sobre la creación de las estructuras del nuevo Estado y de la Constitución correspondiente, habremos de convenir necesariamente que ese objetivo únicamente tendrá algún sentido si una mayoría ciudadana –entiendo que cualificada- está por la antes citada independencia.
Así las cosas y considerando, además, que en estos momentos las urnas han expresado que mas de un cincuenta por ciento de los votos, no están por ese proceso independentista, el hecho de que el Gobierno catalán insista en crear unas estructuras para la nueva república independiente únicamente deseada por menos de la mayoría de los ciudadanos (o lo que es lo mismo, no deseada por la mayoría –aunque sólo lo sea por culpa de la forma utilizada para alcanzarla-), resulta del todo absurdo.
Va a trabajarse por algo que hoy no desea la mayoría ciudadana. Y los procesos independentistas no caben sin esos claros consensos en votos y no sólo en escaños).
Por mucho que ese sea el mandato recibido por el ejecutivo catalán en las recientes elecciones (mal llamadas plebiscitarias), dado que tal versa sobre aspectos que exigen un consenso demostrado inexistente, llevarlo a término resulta del todo inadecuado.
Crear unas estructuras para el nuevo Estado cuando la mayoría de ciudadanos no lo desean y establecer, tras ello, un referéndum sobre el tema para ver si entonces ya se desea, es seguir un orden extraño que, como decía mi querida abuela, equivale a ponerse el zapato y luego el calcetín.
Absurdo, sobre todo si se desea que el calcetín reste en el interior del zapato, que viene siendo -aún, hoy por hoy- lo normal.
¿De qué servirán esas estructuras de Estado si los ciudadanos no varían su opinión actual y no votan esa independencia en el futuro referéndum?
¿Qué haremos en ese supuesto con ellas además del ridículo?
¿No sería más lógico iniciar ese andamiaje de la nueva república cuando se constatase que la mayoría la desea y no cuando es justamente al revés?
Claro que sí. Pero eso sería ponerse el calcetín y luego el zapato, y parece que aquí y ahora tal forma de actuar “no se lleva”.
Y no cabe que se apele -como dogma gubernamental- al hecho de que el Gobierno con el apoyo del legislativo debe cumplir siempre el mandato democrático recibido, cuando en la mayoría de los casos esos propios gobernantes lo han incumplido groseramente y se han quedado tan tranquilos (ellos y, desgraciadamente, también sus votantes), o cuando a la luz del texto constitucional rige (desgraciadamente también, en mi opinión) el principio de mandato no imperativo (no estar obligados los electos a cumplir el programa por el que han sido, precisamente, elegidos).
Pero es que, por encima de todo, no debe cumplirse un programa que, como en el presente caso –y tal como se ha evidenciado antes-, nos lleve al absurdo.
Simple y llanamente porque eso es, asimismo, absurdo.
http://ssociologos.com/2016/02/16/absurdo-tras-absurdo/
Es cierto, pero incluso de no ser así nos llevaría a terrenos pantanosos.
Aunque, pongamos, un 60 % de la población fuese partidaria de la independencia. No puede obviarse al 40 % restante. Alguien debe velar por sus intereses. Este es uno de los graves problemas de la » democracia «, que tiende a olvidar a las minorias ( por amplias que sean ) y acaba convirtiéndose en una dictadura de la mayoría.
De hecho, en este caso concreto, si en el gobierno español hubiese inteligencia ( cosa que no abunda ) debería optar, no por oponerse a los independentistas sino por apoyar abierta y decididamente a todas las personas que viven en cataluña y no desean independizarse del resto del Estado.
La cuestión no es que unos pocos progresistas desean independizarse, como suelen decir en sus discursos. Se trata de que unos pocos fascistas quieren imponer su criterio a una mayoría. La cosa se vuelve bastante distinta.
A menudo las cosas no son como nos las presentan.
Este es el fondo del asunto como tu dices Jose. Se trata de que unos pocos fascistas que quieren imponer su criterio a una mayoría.