Julio Alberto: «Tengo la cara de mi abusador grabada en la memoria»

El ex jugador del Barça Luis Alberto en la ciudad deportiva de Las Rozas./ JAVI MARTÍNEZ

«Yo llevaba un cartel luminoso que decía: ‘Julio Alberto, drogadicto’». Hay momentos que sólo adquieren sentido con el paso del tiempo. En el verano del año 2000, este periodista trataba de compaginar sus estudios universitarios con un pequeño trabajo en la extinta revista Don Balón. Por allí se dejaba caer Julio Alberto Moreno Casas (Candás, 1958), a quien la familia Rengel, editora de la publicación, trataba de ayudar a salir de la droga. Le cedieron un piso y le entregaron una columna. Una tarde en la que ya no quedaba nadie en la oficina, el interfono retumbó. Era él.

-Chaval, baja. Necesito ayuda.

La sorpresa aguardaba en el portal del viejo edificio de la Diagonal. Una cocina de gas, con su horno incorporado, que había que subir a pulso por las escaleras porque al ascensor le dio por no funcionar. Al rato aparecería en el piso otro hombre, con el que quizá pocos hubieran ido a tomarse un café. Entregó allí mismo un fajo de billetes al ex futbolista, y la cocina desapareció del despacho. Y en la cabeza, aquella cantinela retumbaba: «’Julio Alberto, drogadicto’».

Han tenido que pasar 16 años para reformular la anécdota vivida, a la que el protagonista da sentido en un libro autoeditado y pagado de su bolsillo (Nunca recordaré haber muerto). «Su pánico al fuego de la cocina es casi obsesivo. Procede de un episodio desalmado en el que su padre lanzó a los fogones a su hermano menor», así lo explica su biógrafa, Consuelo García del Cid.

Y así abunda el propio Julio Alberto en la charla con EL MUNDO, a la vera del Camp Nou. «Hasta hace cuatro o cinco años siempre sacaba las cocinas, las vitrocerámicas, el horno… Todo. Y lo vendía. Igual entrabas en mi casa y veías la nevera sola, en el salón. Y ya uno se ponía a pensar… [calla, mientras hace un gesto elocuente]».

Continúa con su libro. «La gente siempre juzgó. Todos te cuestionan, te miran. Si tienes gripe y llegas tarde, piensan que te estás drogando otra vez. Si un día no te afeitas, lo mismo. ¿Sabe algo que no soporto? Cuando alguien me suelta: ‘¿Y cómo vas de aquello?’ Siempre contesto lo mismo: ‘¿Y cómo está tu puta madre? Porque tú te metías droga conmigo, ¿ya no te acuerdas?’».

Julio Alberto, centelleante lateral del Atlético de Madrid y el Barcelona, superviviente a su malditismo, se muestra tranquilo mientras habla. Tampoco le importa recordar las noches en las que tuvo que dormir en la calle, frente a ese balcón de la Generalitat donde años atrás había celebrado títulos. «Me cortaron el agua y la luz. Me quitaron la casa. Pero me levanté otra vez». Levanta la voz, no sin desvelar una sensación contradictoria. «La vida es una gran ironía. Nadie se detuvo a mirar siquiera. Nadie pudo imaginar que Julio Alberto, al que vitoreaban miles de personas, era aquel ovillo hecho miseria. Un sin techo. Un despojo humano. Nadie daba un duro por mí. Mi muerte se esperaba como algo lógico, normal, casi necesario», completa en su vida escrita.

Entonces, gira la mirada y advierte cómo una mariposa se posa sobre la mesa. Pide al periodista que no la toque. «Es una señal. Una buena señal». Tiene decenas de libros en un piso que no comparte con nadie más que con su pastor alemán. Estudia religiones, entre ellas el budismo. Programa charlas. Participa en varios proyectos solidarios. Una noche sacó del banco «50.000 euros» en efectivo y se pasó 48 horas sacando a sin techo de la calle. «Hace muchos años que estoy limpio. Cada día es una oportunidad para cambiar las cosas».

Menos lo vivido. De aquella infancia en una familia desestructurada, obligado a vivir en un orfanato pese a tener padre y madre, con la responsabilidad de sacar adelante a cuatro de sus hermanos.

-¿Por qué acabó allí?

-Eso mismo me preguntaba yo. Mis padres se separaron y el tribunal de menores decidió meterme en un orfanato. No entendía nada.

Y llegó el «bloqueo». «A los 12 años un monitor abusó sexualmente de mí durante un campamento de verano». Así lo escribe en su libro, donde apunta a otros episodios similares en su infancia. Durante la entrevista decide volver atrás y detalla episodios que aparecen esquemáticos en el libro.

«No lo hablé con alguien hasta los 50 años. Siempre lo llevé conmigo. Cuando expliqué los abusos que había sufrido a mi terapeuta en Proyecto Hombre, le rompí dos sillas en la cabeza. Una de ellas la pusieron en el patio del centro como símbolo. Llevaba tanta rabia y odio acumulado… Me sentí liberado. De niño, no tenía defensa posible. Nadie a quien acudir. Pasé meses sin hablar. Sólo me dedicaba a estudiar y a hacer deporte. Estudiaba tanto para olvidar que me convertí en el mejor alumno. Sólo quería leer y leer para bloquear esos otros sentimientos. Y aun así no lo conseguía. Tengo su cara grabada en mi memoria».

Instinto de supervivencia. «No elegí jugar al fútbol. El fútbol me escogió a mí para sacar adelante a mi familia». Deportista de élite. El gol contra la Juventus. La fama. Un matrimonio noble, con Carmen Escámez, sobrina de Alfonso Escámez, que fuese presidente del Banco Central y gobernador del Banco de España. El dinero. «Más de lo que cualquiera podría llegar a concebir en tres vidas». El agujero. «En este país sólo nos drogamos Maradona y yo. Nadie más», ironiza, mientras clava la mirada en el periodista: «Ahora han salido los Papeles de Panamá. Cuando salgan los de la droga será la hostia. Si quiere, le hago una lista». Las mujeres. «Tenía tantas ganas de que alguien me quisiera. De que alguien me abrazara». Pero también la luz.

«He tenido tres sobredosis. He entrado dos veces en coma y he sufrido otro par de infartos. Llegué a desear la muerte más que nadie en este mundo. Me encontraba sucio. Pero tengo fuerza interior. Me la da El Director [así se refiere a Dios]».

Y completa su autobiografía: «Salté de un cuarto piso y no pasó nada; salté de un coche en marcha. Doy las gracias por estar vivo. Sé lo que es estar muerto y regresar. Hace nada me encontraron en la calle con un ictus. No me queda mucho tiempo de vida. Entre cinco y ocho años. Tengo una necrosis en el corazón y una minusvalía del 30%».

Aunque dibuja una sonrisa. «No puedo fumar, pero fumo. El tiempo que me queda lo viviré como quiera. Sólo quiero ser feliz». Mira entonces de reojo al Camp Nou -«este es mi lugar, donde quiero volver»-, abraza a los empleados del club que se le acercan y apura el penúltimo cigarrillo. «La muerte es un milagro».

MSN

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