Nunca tan acertado aquel viejo adagio -«cada uno habla de la feria según cómo le va en ella»- para explicar la diversidad de opiniones ¿controvertidas? sobre la marcha de la economía mundial, y una visión amenazante u optimista del futuro global.
Por ejemplo, en una reciente encuesta mundial de PwC, 70% de los CEO sostiene que la nube amenazante sobre la economía no se disuelve ni se aleja. Con suerte, dicen, durante estos doce meses estaremos igual que el año pasado. El FMI, a comienzos del año, recortó su pronóstico de crecimiento global en 0,2% para este año y el que viene (3,4 y 3,6%, respectivamente). Ni siquiera se percibió el inveterado optimismo del Foro de Davos, dedicado más a debatir sobre los alcances de la futura «cuarta revolución industrial». Esta visión oscura está respaldada en la caída de los mercados de productos básicos -el petróleo en especial-, los colapsos bursátiles registrados durante 2015, las dudas sobre la capacidad de la economía china para cambiar de una economía centrada en las exportaciones a otra basada en el consumo interno. Además, EE.UU. crece con timidez, Europa sigue en recesión y enfrentando el complejo problema de los refugiados a la vez, mientras que el BRICS (el pelotón exitoso de los emergentes) ha diluído su protagonismo entre crisis, devaluaciones y recesión.
En cuanto al cambio de paradigma industrial que suponen las vertiginosas modificaciones impuestas por la tecnología, según el Banco Mundial y la OCDE afectarán más a las economías emergentes que a las desarrolladas. La introducción masiva de robots amenaza 57% de los empleos en las grandes economías, pero 69% en India, y 77% en China.
Distinto destino
Esta es una manera de ver las cosas. Pero hay otros enfoques. Warren Buffett, el millonario inversor que acierta la más de las veces, pronostica que el estado de la economía estadounidense es bueno, y que sería ridículo apostar en su contra. Lo que sí reconoce, es que la percepción de la gente es que hay un destino divergente para las empresas y para los individuos. A las primeras les va muy bien, a los segundos, muy mal.
Dicho de otro modo, las ganancias de las empresas, como porcentaje del PBI, están en su punto más alto. Pero los salarios siguen estancados y si bien se ha detenido el alza del desempleo, la gente tiene miedo por su futuro en los próximos años y por el destino que aguarda a sus hijos.
Tal vez esta es la explicación del respaldo que parece indetenible a la candidatura de un personaje grotesco como Donald Trump, para sorpresa y pavor de su propio partido Republicano. Ello también puede explicar por qué latinos y negros vapuleados por el millonario, lo votarían o acompañan al «socialista» (una palabra impronunciable en Estados Unidos hasta hace poco) que enfrenta a Hillary Clinton por el partido Demócrata. Igual que las clases blancas medias y bajas. La culpa es de la globalización que hace ganar millones a las empresas en todo el mundo -dinero que queda afuera, dicen- y perder empleos dentro de Estados Unidos.
Dicho de otro modo, mercados cambiantes, disrupción tecnológica y globalización es muy bueno para las empresas, pero no para la gente. Un fenómeno político que explica el creciente autoritarismo que acepta Estados Unidos y también Europa.
No es para tomarlo a la ligera. Dos tercios de los estadounidenses comparten esta visión de lo que ocurre en su país. Y la indignación crece. A nadie le importa demasiado el Tratado Transpacífico firmado con los países ribereños del Océano Pacífico. Pasará tiempo antes que lo apruebe el propio Congreso estadounidense. Son noticia las escandalosas ganancias que se obtienen en Wall Street. Curiosamente, los expertos sostienen que la vida de las empresas es más fácil dentro de la Unión -debido a la falta real de competencia- que en el exterior.
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