www.asociacionconciencia.org – Publicado en Athanor
Un escéptico es la persona que no cree. Sin embargo, es preciso creer en algo para sustentar el juego de la vida y encontrar un motivo para salir de la cama por la mañana. Por lo menos, es preciso creer que existe un suelo que te va a sostener. Realmente, la experiencia de la vida exige que depositemos confianza en un sinfín de cuestiones, nos demos cuenta o no de que lo estamos haciendo. Tenemos que creer en que cuando hemos abierto los ojos por la mañana existe una coherencia entre nuestras comprensiones acumuladas en la memoria y la realidad que ahí fuera nos aguarda. Y aún más, confiamos en poder pensar, hablar, comunicarnos con los demás e, independientemente de lo que pensemos, hablemos u opinemos, depositamos automáticamente nuestra confianza en una enorme base de creencias irrenunciables si queremos compartir la realidad con los demás. De modo que, como vemos, escéptico estrictamente hablando no es posible ser, ya que la experiencia depende de la creencia.
El falso escéptico
Habitualmente, se suele asociar el término escéptico a aquella persona que tan sólo cree en lo palpable, lo verificable por los sentidos y en aquellas creencias e ideas tradicional o científicamente aceptadas como ciertas. En mi opinión, no es adecuado llamar escéptico a este tipo de persona, aunque esté tan extendido este uso, ya que más bien es una persona que cree profundamente en sus sentidos y que cree inconscientemente en ‘lo de siempre’. Puede tratarse de una persona con un tremendo miedo a resultar ingenua, engañada o dañada; también puede ser alguien atrapado en el temor al rechazo, personas que quieren encajar y por ello asumen las creencias ‘socialmente verificadas y demostradas’, las menos extravagantes. La mayor parte de las veces son personas que emplean esta sobriedad científica y escéptica para justificar su estrechez de miras y su miedo a la apertura mental (siempre perturbadora).
Muy familiar nos resulta considerar que lo verdaderamente cierto –o evidente– es tan sólo lo que nos muestran los sentidos [¡el temido empirismo!]. Se trata de una de las claves del materialismo imperante. Sin embargo, los sentidos alcanzan tan sólo a una finísima capa de la realidad: un conjunto de frecuencias bastante escaso para la visión, un espectro de vibraciones sonoras verdaderamente limitado, y ya no hablemos de las limitaciones experienciales del resto de los sentidos tradicionales. De hecho, las investigaciones con microscopio y desintegradores de partículas nos hacen ver lo radicalmente distinta que se muestra la realidad según el ‘aparato’ que se emplea para observarla. Es una primera noción de que los sentidos sólo nos dan acceso a un muy limitado nivel de la verdad.
La experiencia depende de la creencia.
Mas allá de las vibraciones que recogen y traducen en electricidad nuestros sentidos, nuestra mente organiza la percepción. Ahora sí que podemos olvidarnos de la evidencia que los mal llamados ‘escépticos’ atribuyen a los sentidos. Las creencias profundas de cada persona, criadas durante toda su experiencia vital, afectan poderosamente a la percepción, y, lo que es más importante, a la experiencia de lo percibido, aunque nuestros transductores –los sentidos– sean mecánicamente similares.
Además, y por si fuera poco, nuestro sistema perceptivo automáticamente ‘modifica’ lo que recogen nuestros sentidos con el fin de simplificar y facilitar la comprensión de lo percibido –como está ampliamente demostrado por la Gestalt– y dedicar menos energía a la interpretación de la realidad. Esta economía interpretativa con la que está dotada nuestra percepción da como resultado que, en gran medida se podría decir, nuestros sentidos nos engañan. Existen un sinfín de dibujos y ejercicios visuales que demuestran tales anomalías.
Para no profundizar más en este asunto, basta preguntarte: si realmente sólo crees en los sentidos, ¿cómo puedes saber que piensas, sientes o te emocionas? ¿Niegas tu realidad más humana?
Escepticismo y verdad
La genuina corriente filosófica del escepticismo, lejos de conformarse con los paradigmas sociales y muy lejos de la habitual adoración a los sentidos propia de la era materialista, pretendía precisamente una revolución en la comprensión de la realidad humana. Desde el siglo IV a. de C., se enfrentaron a la religión y sus conceptos de un dios creado a imagen y semejanza de las debilidades humanas, se enfrentaron a las supersticiones, a la moral –la existencia de lo bueno y lo malo– y se enfrentaron a todo discurso que tuviera como bandera ‘verdad’ alguna. Estimularon el relativismo y el subjetivismo que hoy tanta relevancia tienen en el nuevo pensamiento. El escepticismo profundiza en las raíces de la humildad, el reconocimiento de que todo saber humano es parcial, y se enfrenta radicalmente a las ideas establecidas.
Bajo un punto de vista más profundo y, por supuesto, sencillo, el verdadero campo de creencias al que se limita un escéptico es lo que podríamos llamar el ‘sentir de la evidencia’, aquello que se siente como evidente. Como vemos, se trata de un sentimiento, algo intangible, claramente personal e intransferible, lo que define lo auténticamente evidente. Son nuestros sentimientos y no nuestros sentidos, los que nos conectan con ‘la verdad’ –o mejor dicho, nuestra verdad accesible en el ahora–, seamos o no conscientes de ello.
El escepticismo nos invita a profundizar en una sincera y revolucionaria búsqueda personal más allá de nuestros sentidos y más allá de la conciencia social.
Soy un escéptico
Yo creía que era un creyente, una persona de fe. Ya no lo creo. Al profundizar, me he dado cuenta de que soy un terrible escéptico. Un verdadero escéptico. Alguien que no cree en lo aparente, en lo creado artificialmente, en lo tradicionalmente evidente. He cotejado mi ‘sentir de la evidencia’ y he descubierto mi profundo escepticismo.
No creo que haya nadie bueno ni malo, lo cual implicaría que hubiera alguien mejor que otro y no creo en el elitismo. No creo que nadie sea egoísta o altruista. Es un juego en el que se juega de diferentes maneras. No creo ni siquiera que nadie sea nada que se pueda definir. Lo que hagas o lo que dejes de hacer no te hará mejor ni peor. No creo que nadie se merezca nada, tampoco creo que merezcamos todo; más bien no creo en la existencia del merecimiento. No creo en el éxito ni en el fracaso; siempre son puntos de vista limitados y fragmentados.
No creo en el miedo; es un experimento. No creo en la muerte, ni siquiera en la muerte del cuerpo. Ni siquiera creo en la enfermedad. No creo que una corriente produzca un resfriado ni que un despiste produzca un accidente. No creo en las causas que conocemos. No creo en la virtud del esfuerzo. No creo que esforzarse sirva para nada, si no es para reforzar otras falsas creencias hijas del sacrificio, en el cual no creo. No creo en el premio ni en el castigo (es el juego de manipular las consecuencias según nuestras infantiles exigencias). No creo en la educación: los niños crecen sanos si son libres, sin interferencia, sin más, ellos mismos. No creo en el compromiso, aunque haga sentir seguras a las personas; no creo en la seguridad, tan famosa hoy; no creo en limitación cualquiera de la libertad.
No creo en la manipulación encadenada de las estructuras sociales. No creo en las instituciones ni en las leyes, aunque en nuestro juego se multiplican como una plaga. No creo en el trabajo. El hombre se ha hecho esclavo de sí mismo, sin importar su condición financiera o social, en la cual no creo. No creo en la justicia (actuar en nombre de ella es arrogancia; sólo tiene sentido para el que no puede verla en todas las cosas). Y si la ves en todas las cosas, entonces no existe justicia ni injusticia. No creo en los fuertes y débiles, en los ricos y pobres, en las víctimas y los verdugos, en los buenos y malos, en las diferencias que contemplamos y fabricamos. No creo que nadie sea más importante que nadie. Ni siquiera creo en la ‘importancia’ que conocemos. No creo en la propiedad de ningún tipo. No creo que poseamos nada nunca; jugamos muchos juegos basados en la creencia del miedo y la carencia.
No creo que el amor de madre sea incondicional, condicionado a su hijo en exclusiva. No creo en la familia como algo más importante que otra cosa cualquiera (otro grupo en el que nos resguardamos marcando el ‘nosotros’ y el ‘ellos’). No creo en la inocencia de los niños más allá de la inocencia de cualquier adulto, ya esté encarcelado, acusado de terrorismo o nombrado presidente de los Estados Unidos. Porque no creo en la inocencia ni en la culpa. No creo en las naciones, por supuesto, unidas o sin unir, desarrolladas o en ‘vías de desarrollo’; no creo que existan. No creo en las banderas ni en los cargos ni en las posiciones. No creo en los papeles que representamos.
No creo en lo que veo ni en lo que oigo. No creo en tus ideas. No creo en las cosas que las personas me cuentan. No creo en mis pensamientos, juguetones, caprichosos y limitados. ¡Esto es verdaderamente ser escéptico!
No creo ni siquiera en mi escepticismo. Por ello vivo cada día empapándome de una realidad en la que no creo, cabalgando en la ilusión, arrojado a la aventura del misterio. Sintiendo cada una de estas cosas que no creo como si fueran las más reales partes de mí. Estoy entregado, rendido a mi papel en el juego. Todo me afecta, me hace reír y llorar. Y cuando llego al fondo de mi corazón, recuerdo que no creo. Entonces despierto, me libero y estoy en paz.
Sobre todo, no creas en lo que te digo.