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La política en el este de Europa es cuanto menos curiosa.
Al escaso impacto histórico del pensamiento liberal, combinado con medio siglo de comunismo y una traumática transición a la economía de mercado se le suma el peso de la tradición, de la religión, y de una estructura socioeconómica que durante siglos ha sido eminentemente rural, con todo lo que ello conlleva.
Así, no es de extrañar que en la época de la globalización –económica, cultural, informativa–, todos los posos que se han ido mezclando con el paso de los años arrojen como resultado un sistema que combina, no sin pocos problemas, lo pasado con lo futuro, lo improductivo con lo moderno, lo ilegal con lo legal y lo tradicional con lo innovador.
Sin embargo, no todo lo anterior va repartido de manera equilibrada.
Esta gigantesca mezcla de situaciones genera, además de bastantes conflictos, una debilidad en los jóvenes estados de la Europa oriental que sólo han podido corregir gracias a un líder carismático amante de la “democracia dirigida” o depositando la estabilidad del país en una especie de sistema feudal, que a cambio de la lealtad al señor de la región, este provee con empleo y cierta intermediación con el poder central.
Ejemplo de esto último es el escenario político ucraniano.
Desde la independencia del país en 1991, Ucrania ha vivido el shock de la transición del comunismo al capitalismo y del poder altamente centralizado a un sistema en el que hay que ser mucho más sensible con las demandas ciudadanas y de otros actores, incluido el crimen organizado.
Por el camino, unos personajes, los oligarcas, se han convertido en una pieza fundamental del ajedrez político ucraniano.
Aunque en su origen fuesen empresarios, con el tiempo sus actividades e intereses han acabado entremezclados en el poder político, ocupando importantes puestos en el entramado estatal.
Como es lógico, la corrupción y la violencia son una constante en este continuo en el que no se distingue dónde acaba lo político y empieza lo económico.
Así es Ucrania y así son sus oligarcas.
Princesas y reyes
Ucrania proclamó su separación de la URSS en agosto de 1991, pocos días después del fallido intento de golpe de estado en Moscú con la intención de reconducir por la línea dura a la Unión Soviética.
En diciembre de ese mismo año, la población ratificaría en referéndum la independencia.
Se iniciaba así un difícil camino que casi un cuarto de siglo después amenaza con desmembrar al estado ucraniano.
En el aspecto económico el cambio sería enorme, como en la mayoría de estados sucesores a la URSS.
Durante los años siguientes a la independencia, cientos de empresas hasta entonces públicas fueron privatizadas, ya que si Ucrania quería insertarse en las dinámicas de una economía de mercado no podía tener tal cantidad de empresas públicas, con el añadido de que buena parte de ellas eran ruinosas.
Por la urgencia del momento, la inexperiencia en el nuevo modelo y el ya establecido tráfico de influencias, muchas empresas propiedad del Gobierno fueron vendidas a precios irrisorios, algo que aprovecharon personas con buen olfato empresarial y los contactos adecuados para adquirirlas.
Además, licitaciones o contratos reelaborados para el nuevo país fueron adjudicados de manera bastante arbitraria, a menudo para crear alianzas entre el joven poder político y el incipiente poder económico.
Muchos de los personajes más acaudalados y poderosos de Ucrania en la actualidad empezaron así.
Era una forma más segura de mantener la estabilidad política y el statu quo en un país en el que la corrupción ya estaba instalada de manera endémica.
Pavlo Lazarenko, primer ministro entre 1996 y 1997, fue detenido en 1998 y acusado de blanqueo de dinero cuando intentaba cruzar la frontera entre Francia y Suiza.
El escándalo hizo que se investigase tal asunto, y se acabó concluyendo que Lazarenko había robado 200 millones de dólares de las arcas públicas durante su breve mandato.
Para cuando quisieron apresarle, él ya había huido a Estados Unidos, donde fue detenido e imputado por varios delitos relacionados con el fraude y la corrupción.
Otro premier controvertido fue Yulia Timoshenko, primera ministra en dos ocasiones: en 2005 y de 2007 a 2010, ambas veces bajo la presidencia de Víktor Yúschenko, impulsor de la Revolución Naranja.
La dama de las trenzas comenzó su recorrido empresarial en 1991 en el sector económico más prolífico y a la vez más disputado de Ucrania, el gas natural.
Junto con su marido fundó la Corporación de Gasolinas Ucranianas, orientada hacia la venta de gas natural a explotaciones agrícolas. Con el tiempo, la empresa fundada por ambos acabó por monopolizar la importación de gas ruso. Su apodo desde entonces fue el de “Princesa del gas”.
De esa década de los noventa también es la estrecha relación que surgió entre Lazarenko y Timoshenko, y en la época en la que Pavlo huía a Estados Unidos, Yulia comenzaba su carrera política en el ámbito regional, con un ascenso tan meteórico que en 1999 fue nombrada Ministra de Energía en el Gobierno de Leonid Kuchma, con Víktor Yúschenko como primer ministro. Sin embargo, no duró demasiado.
Para entonces ya era una de las figuras más adineradas de Ucrania, y a pesar de que cuando entró en política había anunciado que dejaba la actividad privada, el testigo en la empresa lo recogió su marido.
Estando ella en la cartera de energía y su marido a la cabeza de una de las mayores empresas energéticas de Ucrania, los tratos de favor y las corruptelas no tardaron en aparecer.
Cuando su marido fue detenido y la empresa investigada, Kuchma destituyó a Timoshenko por actividades irregulares en la empresa energética que dirigía a mediados de los noventa, aunque finalmente fue absuelta por la justicia.
Como si de una leyenda se tratase, es tan probable que en la gestión de la “princesa del gas” hubiese corrupción como que detrás de su destitución hubiese intereses privados poco favorables a las medidas que Timoshenko estaba tomando respecto al mercado energético ucraniano.
Durante su estancia en el cargo, la dama de las trenzas se había enemistado con Kuchma, y su competente gestión de los asuntos energéticos –negocios a parte– redujo la corrupción en el ámbito y multiplicó los ingresos del estado procedentes de la energía en una época en la que la economía de Ucrania se encontraba en una situación desastrosa.
A muchos esta situación les perjudicaba enormemente.
Sin embargo, esta destitución no provocó la desaparición de la oligarca.
Animal político tremendamente hábil, supo subirse al tren de la Revolución Naranja en 2005 de la mano del primero agraviado y luego vencedor Víktor Yúschenko, que la nombró Primera Ministra del país. Volvió a ser destituida a finales de ese año, y vuelta a ser nombrada en 2007 para a ser destituida de nuevo en 2010 tras, entre otras cosas, cancelar vía decreto las deudas del estado ucraniano con su antigua empresa.
El tándem energía y corrupción en Ucrania era demasiado habitual. Mucho poder y dinero en juego hacían los puestos del Ejecutivo enormemente tentadores para la prevaricación.
Tantos intereses había en juego que en 2011, ya con Víctor Yanukóvich como presidente, Timoshenko fue detenida, juzgada y encarcelada por abusos de poder en su época de primera ministra.
Aunque se duda de que realmente cometiera tales abusos, detrás de todo se encontraban los sectores afines a Yanukóvich, y de nuevo, los intereses políticos y económicos.
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Yanukóvich, uno de los responsables originales de la situación que hoy día padece Ucrania, no era ni es un oligarca, pero su mandato y su poder sí estuvieron marcados por dos pesos pesados de la oligarquía ucraniana actual: Rinat Ajmétov y Dmytro Firtash.
Los tres compartían intereses mutuos, canalizados a través del Partido de las Regiones, uno de los grandes partidos políticos en Ucrania y con enorme apoyo en el este del país, étnicamente ruso y rusoparlante, además de ser la zona más desarrollada económicamente del país al tener una gran actividad minera e industrial.
Gracias a esta convergencia, los empresarios ganaban peso político en Kiev mientras Yanukóvich y su partido tenían el apoyo económico y mediático de los dos grandes señores feudales del centro-sur y este del país, su preciado granero de votos.
El señor del Donbass, Rinat Ajmétov, es una figura que merece ser repasada. Todopoderoso empresario de la región de Donetsk, sobrevivió a las luchas de poder de principios de los noventa que mezclaban a los empresarios con el crimen organizado.
A partir de ahí, creó un imperio empresarial a partir de la minería y la metalurgia que luego extendió al sector inmobiliario, las telecomunicaciones, el transporte, las finanzas e incluso los medios de comunicación.
No es de extrañar por tanto que se haya convertido en la persona más rica de Ucrania con cerca de 13.000 millones de dólares de patrimonio y un hombre con enorme poder en el este del país puesto que de sus empresas dependen directamente 300.000 empleos.
Además, como buen oligarca, conocedor de la importancia del pan y el circo, en 1996 se hizo con uno de los símbolos del Donbass, el club de fútbol Shakhtar Donetsk, que a menudo ha utilizado como plataforma mediática y para aumentar su popularidad.
Sin embargo, una de sus grandes bazas de poder, especialmente fuera de la región de Donetsk, son sus medios de comunicación.
Poseedor del periódico Segodnya y del entramado audiovisual Media Group Ukraine, los ha utilizado recurrentemente para moldear la opinión pública y apoyar al Partido de las Regiones, del que fue parlamentario varios años, y al último presidente del país, Víktor Yanukóvich –gobernador de la región de Donetsk entre 1997 y 2002–.
De hecho, Ajmétov tampoco ha dudado en financiar directamente al comentado partido, haciendo de este bastante dependiente políticamente de los intereses del oligarca ucraniano.
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El segundo pilar de la oligarquía ucraniana es Dmitry Firtash. En sus orígenes agricultor reconvertido en contrabandista, la trayectoria de Firtash está bastante más marcada por las ilegalidades y el crimen organizado que la de sus compañeros oligarcas.
En Ucrania no es que eso sea un gran problema si se tiene el dinero suficiente y los contactos adecuados. Incluso puede ser una ventaja.
Finalmente Firtash recayó en un sector con enormes oportunidades como es el gas natural.
Así, ya en el presente siglo, se dedicó a hacer de intermediario en la importación de gas de Turkmenistán.
Con el tiempo, a base de oscuras alianzas, cambios de nombre de sus empresas, fusiones y compras, creó uno de los grandes gigantes de la comercialización de gas natural de Ucrania junto con la empresa rusa Gazprom. Firtash tenía en su mano dos cuestiones clave para el país: el gas, objeto de permanente disputa con Rusia, y acceso a las más altas instancias de Moscú a través de la empresa estatal Gazprom.
Su valor como intermediario político para el gobierno ucraniano era incalculable.
En los años posteriores a la Revolución Naranja, Firtash tuvo buenas relaciones con el presidente Yúschenko, mas no así con la primera ministra Timoshenko, que recordemos tenía bastantes intereses empresariales en el sector gasístico.
En este tira y afloja, el primer tanto se lo anotó la princesa, entonces primera ministra, en 2008 al desplazar la empresa de Firtash como intermediaria en la importación del gas, y casi barrió del mapa al oligarca, pero este supo reconvertirse cuando el gobierno cambió del proeuropeo al prorruso.
Con el gobierno de Víktor Yanukóvich, Firtash resurgió y Timoshenko desapareció. Se convirtió en el único importador de gas de Ucrania en una empresa mixta con Gazprom, y como es lógico, amasó una fortuna con ello.
Además, dado su nuevo papel, pudo diversificar sus negocios hacia el sector químico y financiero y hundió sus raíces en el poder político en favor del Partido de las Regiones.
Había nacido otro oligarca.
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Pocos años después llegaron las revueltas del Maidán, y el estado ucraniano se sumió en un caos de ingobernabilidad y conflicto armado del que todavía no ha salido.
Los oligarcas, cómo no, tuvieron en aquel proceso y tienen en el conflicto actual en la región oriental una importancia crucial. Sin embargo, ni mucho menos se han movido por unos principios ideológicos definidos. Su único objetivo es mantener el imperio que han construido, y no dudan en hacer lo necesario para que esto así sea.
El gobierno de Víktor Yanukóvich estaba en buena medida apuntalado por el poder de Ajmétov y Firtash.
La mala gestión del presidente ucraniano durante las revueltas del Maidán le llevaron a perder la confianza de estos, y como si de un dominó se tratase, toda la estructura de poder de Yanukóvich en Ucrania desapareció de un día para otro.
El primero retiró su apoyo al presidente cuando la violencia en la Plaza de la Independencia se descontroló y la sangre llegó al rio.
En ese momento, Ajmétov, que desde su imperio mediático había apoyado la postura del presidente, decidió pasar a un mensaje de consenso más moderado. Yanukóvich supo entonces que sus horas al frente del país estaban contadas.
Y es que para cuando llegó a un acuerdo con la oposición para adelantar las elecciones y volver a la constitución de 2004, su otro valedor, Firtash, se había pasado a apoyar al proeuropeo Vitaly Klichkó. Yanukóvich era un cadáver político sin ningún apoyo relevante, por lo que su aparentemente ilógica decisión de huir del país no fue tan descabellada a fin de cuentas.
Para reafirmar su poder, los oligarcas movieron los hilos hasta en la propia votación de la Rada Suprema –el parlamento ucraniano– para destituir formalmente a Yanukóvich y volver al sistema de la constitución de 2004.
Hasta ochenta diputados del Partido de las Regiones, en nómina de Ajmétov o Firtash, votaron a favor de la destitución o bien se ausentaron de la misma, permitiendo que más de dos tercios de la cámara –lo constitucionalmente necesario– aprobasen la moción de censura. Incluso en las transiciones políticas quisieron dejar patente que buena parte del poder en Ucrania estaba en sus manos.
El siguiente presidente en salir de las urnas fue Petró Poroshenko. Desde una perspectiva claramente prooccidental, le ha tocado lidiar con una invasión rusa encubierta, la rebelión de los prorrusos del Donbass y la práctica quiebra de un estado al borde del colapso.
Sin embargo, el ahora cabeza de Ucrania tiene el futuro asegurado.
Desde 1990 ha erigido un imperio empresarial que lo ha convertido en uno de los personajes más ricos del país.
Empezando en el sector de la confitería, donde se ganó el apodo de “Rey del chocolate”, ha acabado inmerso en el sector automotriz y audiovisual.
No obstante, de momento parece tener el apoyo de los oligarcas que quedan en el país, ya que Ajmétov se ha retirado discretamente a su casa en Londres de 150 millones de euros y Firtash se encuentra bajo arresto domiciliario en Viena a petición del FBI desde marzo de 2014 por tráfico de influencias y organización criminal.
Además, otros oligarcas “menores”, como Víctor Pinchuk o Sergei Kurchenko, este último íntimo amigo de la familia Yanukóvich y con el sobrenombre de “Rey del gas”, también han abandonado Ucrania por la situación de guerra y por la inviabilidad de sus negocios allí situados.
Afortunadamente para el rey del chocolate, los oligarcas que quedan tienen demasiados intereses en las regiones del Donbass como para volverse contra Kiev.
Si en Ucrania le reconocen un mérito a los oligarcas es el haber mantenido lejos a las empresas y al capital ruso, por lo que todo “ha quedado en casa”.
Así ha sido y así pretenden que siga siendo. Sin embargo, la gestión de los oligarcas en la grave crisis que atraviesa el país no es nada sencillo.
Poroshenko consideró factible al llegar al poder nombrar a dos poderosos oligarcas locales como gobernadores de las regiones más calientes del país. Así, Igor Kolomoiski fue nombrado gobernador de Dnipropetrovsk y Sergei Taruta de Donetsk.
Cuando sobrevino la rebelión prorrusa en el este del país en abril de 2014, Kolomoiski aportó a la causa gubernamental su ejército privado de 2000 combatientes activos mas 20.000 reservistas.
Sin embargo, los intereses son los intereses.
Buena parte de la riqueza de Kolomoiski procede de la empresa mixta Ukrtransnafta, gestora de los gasoductos ucranianos.
Cuando el gobierno de Poroshenko sustituyó a la cúpula de la empresa, el oligarca montó en cólera y envió a parte de su ejército a la sede de la compañía en Kiev exigiendo que se revocase la decisión. Finalmente, y no sin poca tensión, la milicia privada desalojó el edificio de Ukrtransnafta y Kolomoiski fue destituido de su cargo como gobernador.
Nada nuevo bajo el sol de Novorrosia
Hasta el estallido del conflicto armado en el este del país en 2014, Ucrania había permanecido en muchos aspectos inalterada durante un cuarto de siglo.
El nepotismo y la prevaricación eran habituales entre las élites, e incluso la corrupción cotidiana había aumentado durante el gobierno de Yanukóvich.
Para realizar trámites administrativos o para visitar al médico se sobornaba cada vez más.
Como era de esperar, la independencia de facto que en la actualidad mantienen las repúblicas populares de Donetsk y Lugansk no ha modificado la situación.
Muy probablemente incluso ha empeorado, dada la situación de guerra y los enormes intereses que todos los oligarcas de uno y otro lado tienen en esas regiones.
Así, al igual que el gobierno de Kiev tiene sus apoyos oligárquicos, los jerarcas de Donetsk y Lugansk también sustentan su poder gracias a una red de contactos, empresas y políticos de la antigua Ucrania reconvertidos al independentismo prorruso.
Cuando estalló el conflicto, Ajmétov intentó llamar al diálogo. Sabía que de producirse la guerra que hoy vive la zona, parte de su imperio estaría condenado.
Hasta intentó dar un “pseudogolpe” con sus legiones de trabajadores del Donbass, tratando de expulsar a las milicias prorrusas de las ciudades y las áreas industriales para que la actividad de las fábricas no se viese afectada. Lo máximo que consiguió fueron paros y algún que otro éxito en Mariupol.
Sin embargo, los señores del este ahora son otros.
Y en buena medida Ajmétov les enseñó a pescar.
Aunque militarmente estén apoyados por Rusia, las repúblicas orientales ucranianas no se sustentan sólo en la ayuda de Moscú.
Su poder político proviene de los propios entramados que durante décadas se han ido forjando en la región de Donetsk entre empresarios, cargos públicos y crimen organizado.
Los pilares son fundamentalmente dos: los tránsfugas del Partido de las Regiones y los contactos al calor de las redes empresariales creadas por Ajmétov con los años.
Detrás de todo esto, como era de esperar, los Yanukóvich; el padre expresidente y el hijo oligarca.
Sin embargo, parece que tanto los dirigentes de Novorrosia como la dinastía Yanukóvich han vuelto a caer en el mismo error que desalojó a estos últimos tras las revueltas del Maidán.
Han depositado un proyecto político en muchas manos con muchos intereses privados.
Obviando que en el momento que Rusia retire su apoyo –si lo hace–, Donetsk y Lugansk estarán condenadas a volver al redil de Kiev, sus redes clientelares y políticas se han llenado de caras cuyos intereses no residen en la viabilidad política de las repúblicas, sino en la viabilidad de su patrimonio.
En el momento en que esto último se les tuerza, emprenderán el mismo camino que Ajmétov, Firtash o todos aquellos ucranianos con poder que, una vez comprendido que no había más que ganar, vieron que su sitio no estaba en Ucrania.
INTERESANTE: “Ucrania cambia oligarquía”
Sergei Pinchuk, uno de los oligarcas “buenos” –al menos es un filántropo–, argumentó que la oligarquía era buena para Ucrania en tanto en cuanto este país se encontrase en una situación “transitoria”.
No obstante, en el siglo XXI el país ya daba la impresión de estar avanzando a un modelo político, económico y social medianamente satisfactorio, o al menos esa era la tendencia.
En ese nuevo escenario, los oligarcas hacían más mal que bien, ya que por lo general frenaban el progreso en muchos ámbitos.
Una vez finalice la guerra y quede un estado arruinado, inestable y semidestruido, será cuestión de tiempo que los oligarcas vuelvan a seguir tejiendo un país que parecerá haberse quedado en 1991.
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