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Animales somos, pero humanos, a veces a nuestro pesar. Gobernados por los impulsos naturales, como todos los seres, somos condenados a tener que trabajar para conservarnos y para reproducirnos. Hijos de la curiosidad, intentamos superarnos- aprendiendo- para poder elegir el camino correcto. Y sin embargo, dudamos. Dudamos, llenando nuestra mente de un diálogo continuo en el que las ideas no se aclaran sino que cada vez se enturbian más, hasta que el galimatías interior se hace tan rutinario y tan permanente que funciona como un mecanismo sonoro que nos aturde y dormita y nos hace perder la consciencia, que nos lleva al caos y a la ansiedad de no saber lo qué hacer, de no saber a quién preguntarle, de no tener brazos en los que echarnos más que en los de otro huérfano dubitativo.
Vivimos en un mundo de elecciones. Cada vez que elegimos, estamos renunciando a aquello que no podemos coger, porque es imposible elegirlo todo aunque la publicidad nos venda el mensaje opuesto y absurdo de que todo es accesible a través de una parte.
La leyenda dice que fuimos expulsados del paraíso por comer del árbol del conocimiento. Y dejamos de ser animales para ser animales y, además, humanos. Es el precio de la libertad de criterio. Una libertad condenatoria porque el mundo de saturación informativa en el que vivimos tiene tanto ruido que no nos deja ver las cosas claras. Vivimos, pues, como si fuéramos niños súbitamente huérfanos teniendo que responsabilizarnos de nuestras elecciones en un acelerado carrusel peligrosamente cambiante. Así nos pasamos renunciando o dudando, la mayor parte del tiempo, sin saber si la decisión tomada será la correcta y nos llevará al camino de los deseos satisfechos o, por el contrario, nos abocará a la entrada de la cueva del oso de nuestros miedos, que ya está salivando esperando el festín de identidad que se dará con nuestras emociones. Esa elección es el precio de tener criterio, el precio de la aparente libertad. Con cada elección que hacemos, erramos o acertamos aparentemente y nunca tenemos la seguridad de hacer diana, pues pasado el tiempo no existe tal cosa como la certeza de haber acertado: los actos positivos pueden acabar siendo pesadillas y las que en principio eran malas elecciones o desgracias, acaban viniendo con regalos inesperados y gratuitos. Y seguimos sin tener a quién preguntar.
Nuestra sociedad es una sociedad de niños soberbios que se creen mayores en el patio de un cruel instituto, donde lo aparentemente importante es que los niños jueguen bien al fútbol –los triunfadores- y que las niñas sean las más monas del recreo. Sin embargo, estamos llenos de desgraciados triunfadores y de juguetes rotos. Un mundo en el que nos creemos que, por fingirnos felices en las redes sociales, haremos que la apariencia para otros sea la realidad para nosotros. Mientras que vivimos en la ignorancia de que con el éxito nos llegará la felicidad, al menos mantenemos la esperanza. Pero aquellos que han saboreado la hiel del éxito y ya no les quedan recursos donde refugiarse, han vivido la estafa completa y se encuentran aún más perdidos y sin nadie, tampoco a quién preguntarle.
Como niños huérfanos vivimos en un mundo caótico y despiadado, en el que cada uno va a lo suyo, en el que nos mienten con impunidad y descaro en cada emisión televisiva con un baile de máscaras esperpénticas donde nadie es lo que parece y lo peor es que ni ellos mismos que bailan se dan cuenta. Un mundo en el que quien debería proteger al pueblo es la amenaza que cierne sobre ellos. Un mundo donde se gobierna a golpe de crueldad y de mentira, de farsa y de apariencia. Un mundo que es un ansia de poder, pero porque no saben que arriba, en el poder, sólo se encuentra mucho frío y mucho miedo. Los medios de comunicación y las redes sociales son un baile de cucamonas para aturdir aún más a los perdidos y vender a otros el humo que les está asfixiando. Un mundo donde amamos con ansia a los objetos y usamos a las personas y todos, cosificados, vamos con los ojos enturbiados a comprar al centro comercial mientras que las lucecitas, las tetas y los bíceps ejercen de sonajeros para que no miremos nuestros dolores internos.
Como niños huérfanos la mayoría. Si buscan el apoyo de sus padres, la mayoría ven en ellos a otros niños, pero ya viejos, aún más asustados que la generación siguiente. Y así vamos bailando generación tras generación, salvándonos cómo podemos del cambio permanente de la vida que, como una amenaza entrópica, nos susurra al oído que vamos a perderlo todo y a morir, que éste es el reino del dolor, la duda y la mentira, allí donde la muerte todo lo sella.
Entonces ¿no hay esperanza? No, mientras vivamos en el mundo del egoísmo. No, mientras no tomemos conciencia de quiénes somos en verdad.
La ciencia nos dice más o menos qué es lo que somos, la psicología nos puede intentar explicar cómo somos, pero sólo la mística, la espiritualidad, nos puede mostrar quiénes somos. Entonces nos damos cuenta de que estamos soñando feo porque no nos damos cuenta de que la noche antes nos hemos alimentado mal, de que estamos mal colocados y de que respiramos disfuncionalmente. Entonces nos damos cuenta de que estamos soñando con demonios que nos persiguen, pero que, en realidad, los demonios somos nosotros dados la vuelta. Entonces nos damos cuenta de que nos estamos persiguiendo a nosotros mismos para castigarnos por nuestras propias decisiones, que nos estamos soñando feo, que nos estamos haciendo daño sin saberlo mientras culpamos a otros de nuestro dolor. O culpamos o nos hacemos responsables. O hacemos algo o nos rendimos. O nos damos cuenta o seguimos en la pesadilla.
Existe la posibilidad de darse cuenta. Entonces ves que soñábamos que éramos huérfanos y que, al despertar, de repente, todo era una mueca y una mentira medio graciosa. Todo, en verdad, era imaginario. Todo estaba bien. En verdad dormíamos en nuestra habitación natural de juegos felices, mientras los sabios, fuertes y bondadosos seres que nos cuidan miraban desde el dintel de la puerta con una sonrisa cómo vamos aprendiendo, mientras nos levantamos y caemos y volvemos a levantar mientras jugamos y aprendemos. No había orfandad. En verdad éramos nuestros propios padres.
Pero la mayor parte siguen soñando, siguen durmiendo y siguen pasando miedo.
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