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Desde el descubrimiento de la doble hélice del ADN por Watson y Crick en 1953 esta estructura de una doble escalera torcida se ha convertido en el emblema de la vida. (Algunos han querido ver en este descubrimiento un acontecimiento incluso psicodélico, bajo la leyenda de que Crick tomó LSD como inspiración para encontrar esta figura, algo que ha sido desmentido aquí). Décadas después con el mapeo del genoma humano se creía que el conocimiento de las «letras» de nuestro código genético, a la manera de un secreto cabalístico, nos permitiría curar la mayoría de las enfermedades y otorgaría al hombre poder para hacer y deshacer la vida, restituyéndolo, a través de la tecnología, a un estado casi adánico de poder sobre la naturaleza.
Un par de décadas después de la gran excitación que generó este descubrimiento y lo que parecía ser un nuevo paradigma científico en ciernes, existe casi consenso entre los expertos de que la vida, la formación de los organismos y las enfermedades son más complejas de lo que se pensaba y no pueden reducirse a una serie de genes solamente (aseveraciones como las que se hacían hace algunos años tipo «el gen de la inteligencia», «el gen del cáncer», hoy parecen un tanto ingenuas). Todo ser vivo está incrustado en una compleja madeja de procesos y relaciones interdependientes. Los genes son importantes pero probablemente no lo sean más que nuestro entorno y que la conducta que refuerza las características con las que nacemos. Como señala el profesor de anatomía de la Universidad de Edimburgo, Jamie Davies, en un artículo en la revistaAeon, la doble hélice del ADN se ha convertido en el símbolo de la vida bajo «la promesa de que podríamos explicar todo proceso viviente en términos de interacciones entre moléculas simples».
Davies considera que nos podríamos beneficiar de un entendimiento más cercano a la teoría de sistemas sobre cómo se configura la vida y cómo se componen los organismos, los cuales emergen menos como representaciones de un código fuente de información y más como procesos de retroalimentación y autoorganización. Dice Davies que en vez de hablar de genes individuales como causantes de la formación de ciertos aspectos del cuerpo es más acertado decir «el gen de la proteína a, que interactúa con las proteínas b, c y d para permitir que una célula inicie un proceso f, que permite que esa célula se coordine con otras células para hacer el aspecto x del cuerpo». Emerge entonces la imagen de una intrincada red de relaciones, de un proceso sinergístico que hace que «la doble hélice sea menos apropiada como un icono para los importantes sistemas de control que dirigen la vida especialmente a gran escala (células, tejidos, organismos, poblaciones, ecosistemas y así sucesivamente)».
De las células a los órganos, hasta especies y colectivos como pavadas o bancos de peces, Davies considera que lo que sobresale es una «autoorganización adaptativa». E incluso estas propiedades podrían operar a niveles tan amplios como ecosistemas y, por qué no, pensar también que sistemas solares y galaxias se autoorganizan y retroalimentan.
¿Es posible que las propiedades de autoorganización operen al nivel de ecosistemas de múltiples especies? Existen razones para pensar que así es. La vegetación en tierras áridas se organiza en grupos que se esparcen de tal manera para que todos los grupos se beneficien de su habilidad mutua para ayudar a que la poca lluvia que cae penetre la tierra. En sencillas comunidades microbiales experimentales (en hongos genéticamente diseñados para tener diferentes metabolismos que pueden cooperar para usar los nutrientes del ambiente), los diferentes tipos de individuos se autoorganizan en cúmulos mezclados que luego añaden a organismos cooperativos. Muchos biólogos creen que ecosistemas cooperativos, por ejemplo árboles y hongos, muestran comportamientos de autoorganización similares.
Para controlar el comportamiento, por ejemplo, de cómo crece un órgano o de cómo cicatriza un feto, el sistema de control universal que opera es un bucle de retroailmentación (feedback loop), el cual es «representado por un bucle alimentando información de la salida [output] de un proceso de regreso a su entrada [input]… Visto desde esta perspectiva, el bucle es un símbolo casi universal de los procesos vivientes». La diferencia entre este modelo y uno «gen-céntrico» es que el primero actúa de manera «determinista para construir una célula, un cuerpo o un aspecto de la conducta. En el modelo centrado en el bucle, procesos ricos en retroalimentación permiten que las células, cuerpos y ecosistemas se construyan a sí mismos de manera adaptativa en respuesta a las condiciones prevalecientes».
Un ejemplo de este modelo holístico dinámico de autoorganización es la forma en la que el número de células rojas en la sangre es modulado a través de un bucle de retroalimentación sensible a las mediciones de los niveles de oxígeno que se hacen en los riñones. Cuando una persona se muda a las montañas, explica Davies, se tiende a tener más células sanguíneas. Esto ocurre debido a que los riñones sienten que hay demasiado poco oxígeno y envían señales para que se fabriquen más células sanguíneas. «Los efectos de la sensibilidad ambiental en un punto único se difunden por todo el organismo», dice Davies, «Donde cualquier parte de un mecanismo es sensible al medio ambiente, la totalidad del bucle de autoorganización puede serlo también». Así emerge la noción de organismos biológicos que se están autoconstruyendo en relación con las señales del medio ambiente, formando anillos dinámicos de retroalimentación, con una capacidad de integración que podríamos describir como holográfica.
La estocada genial de Davies –al menos para quienes están familiarizados con la simbología de la alquimia– es proponer, para representar este sistema basado en bucles de retroalimentación, la imagen del uróboros, la serpiente que se muerde la cola. En la alquimia y el gnosticismo este símbolo representa el infinito y la eternidad como la realidad suprema dentro del proceso cíclico de la naturaleza; por eso también se vincula con la consecución de la Gran Obra, la cual es un triunfo sobre la muerte a través del arte de imitar los procesos cosmogónicos inmanentes de la naturaleza. Cirlot, por ejemplo, da en su diccionario de símbolos una definición que se acerca al concepto de un sistema circular de retroalimentación como propone Davies, puesto que señala que el uróboros representa la «autosuficiencia de la naturaleza», la cual es capaz de autofecundarse. Esto es debido a que realmente no existe un afuera, todo ocurre dentro del «sistema», existe una unidad que prevalece dentro de la multiplicidad de tal manera que lo que se percibe desde cierta perspectiva más reducida como partes individuales separadas en realidad son integrantes de una unidad mayor, lo cual se percibe cuando se tiene una perspectiva más amplia. Carl Jung, describiendo el uróboros, incluso utiliza el término «retroalimentación»:
Se ha dicho que el uróboros tiene el significado de infinito o totalidad. En la vieja imagen del uróboros yace el pensamiento de autodevorarse y convertirse en un proceso circulatorio, porque era evidente para los más astutos de los alquimistas que la prima materia de su arte era el mismo hombre. El uróboros es un símbolo dramático de la asimilación de los opuestos, por ejemplo, de la sombra. Este proceso de ‘retroalimentación’ al mismo tiempo es un símbolo de inmortalidad, ya que se dice que el uróboros se asesina a sí mismo y fertiliza a sí mismo, llevándose a la vida a sí mismo y dándose a luz a sí mismo.
Es casi seguro que Davies no estuviera pensando en estas connotaciones místicas, pero la imagen que eligió para representar la vida está cargada de la más profunda simbología y no podemos dejar de lado, con cierto deleite filosófico, el hecho de que el uróboros nos remite a la idea de un proceso alquímico operando en el corazón de la vida misma. De hecho permite suponer que la «retroalimentación» y la «autoorganización» que se llevan a cabo entre los organismos y sus ambientes son expresiones de un único proceso, dentro de un enorme sistema del cual todos los demás son fractales, y que todas las vidas no son finalmente más que una sola vida que se devora a sí misma y se procrea a sí misma, como esta misteriosa serpiente que es también, por supuesto, el símbolo de la sabiduría. Además, la imagen del uróboros, si la aceptamos en todas sus derivaciones, implica una nueva geometría de la evolución. No resulta adecuado pensar en una línea o en una progresión lineal, sino en un proceso cíclico o espiral, como el de las estaciones de la naturaleza o el de las revoluciones de los planetas. Dentro del Gran Uróboros de la Vida todos los organismos son parte de un solo sistema que se comunica consigo mismo y que evoluciona no hacia un destino que lo separa cada vez más de un remoto origen hacia un futuro nuevo y desconocido (en una expansión perpetua), sino que atraviesa íntegramente una especie de espiral evolutiva de regreso a sí mismo. El destino es el origen, pero la fuente está infinitamente embarazada de su propia creatividad.