Capitalismo: historia (resumida) de un robo

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JUAN MANUEL ARAGÜÉS

El neoliberalismo, como ideología dominante de nuestras sociedades, se ha mostrado como una estrategia de las élites dirigentes tendente a expoliar a la sociedad de bienes y derechos que se consiguieron tras décadas de durísimas luchas sociales a lo largo del planeta. Las políticas neoliberales se aplican a privatizar bienes comunes, como el agua, o servicios, como la educación, las pensiones, la sanidad, con el objetivo de convertir en negocio de unos pocos lo que hasta ese momento había sido patrimonio colectivo. Dicho de manera contundente, el neoliberalismo se sustenta en el robo institucionalizado de los bienes sociales.

En realidad, la práctica neoliberal no es una excepción histórica, sino más bien la norma. Desde sus orígenes, el capitalismo se ha sustentado en una dinámica expoliadora en la que los pocos se hacían con los bienes de los muchos. El desarrollo inicial del capitalismo en Inglaterra, allá por los siglos XVI-XVII, se sustenta en un proceso de cercado de campos y privatización de bosques comunales, lo que sumió en la pobreza a miles de campesinos y enriqueció de forma fabulosa a una minoría, que consiguió una acumulación de capital de tal magnitud que pudo dar origen a la tremenda empresa de industrialización del XIX.

Este proceso vino apoyado por toda una serie de desarrollos legales, de gran dureza y brutalidad, tendentes a garantizar el dominio de esa minoría y la proletarización del resto de la población. A la gente del común se le impedía, incluso, recoger leña de esos bosques privatizados con la que calentarse o encender el fuego de sus cocinas. Por otro lado, y en la misma época, la empresa colonial en América supuso también un enorme expolio de riquezas que revirtieron en Europa y en su desarrollo capitalista, como atestigua, por ejemplo, la poesía de Quevedo.

Una vez culminado el robo de bienes naturales, fundamentalmente la tierra, el capitalismo del XIX se aplica al robo del tiempo de trabajo y de los productos elaborados por la clase obrera. Los teóricos liberales habían fundamentado su doctrina en el trabajo, vinculando riqueza, esfuerzo y trabajo: quien más tiene es porque más se esfuerza, más trabaja, es decir, la propiedad es fruto del trabajo. Paradójicamente, la práctica capitalista se sustenta sobre lo contrario: el trabajo no produce propiedad, lo que se produce no pertenece al productor quien, en el XIX, debía contentarse con un salario de miseria.

La historia nos muestra que la habitabilidad del capitalismo es, en realidad, una excepción histórica. Y, además, resultado de la encarnizada resistencia y lucha de la clase obrera. La profunda explotación que se produce en el siglo XIX desemboca en las revoluciones obreras de finales del XIX y principios del XX, fruto de la potente organización obrera. Ciertamente, y por desgracia, estas revoluciones culminaron en otra nefasta experiencia histórica, el estalinismo.

Pero esa potencia obrera, representada por las organizaciones obreras, por los países del socialismo real, se convirtió en una amenaza que estuvo en el origen de un “capitalismo de rostro humano”, el estado de bienestar posterior a la II Guerra Mundial. Ese capitalismo socialdemócrata y keynesiano supuso una excepción histórica, un espejismo, que el neoliberalismo se encargó de desmontar con celeridad tras la caída del Muro de Berlín. Desaparecida la amenaza soviética y roto el espinazo de la clase obrera a través de la domesticación sindical, el capitalismo pudo retornar a su senda histórica de robo y expolio.

Las políticas que se aplican en la Unión Europea son la expresión más acabada de ese proceso neoliberal. La crisis no ha sido sino el instrumento de esas élites para aplicar medidas en beneficio propio y abundar en el expolio de los bienes colectivos. Vaciar la hucha de las pensiones, como hace, por ejemplo, el PP, no es sino una estrategia para promover el negocio de los fondos de pensiones, generando en la población el miedo a un futuro incierto. Porque el miedo es una eficaz arma política.

Decía Rousseau que todos los males empezaron cuando alguien cercó un campo, dijo “esto es mío” y hubo gente tan simple que lo consintió. Dos siglos más tarde, en vez de campos, los expoliadores cercan la educación, la sanidad, las pensiones y dicen: esto es mío y de mis amiguitos del alma. Y hay gente tan simple, como diría Rousseau, que encima va y les vota.

Juan Manuel Aragüés, profesor de Filosofía de la Universidad de Zaragoza

 

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