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Todo el mundo ha llorado por alguien aquí.
Ciudad Juárez ya no es ese lugar donde de tanta muerte se quedaban sin bolsas para cadáveres, pero su recuperación esconde dramas de generaciones rotas por la violencia.
Esta ciudad en la frontera con Estados Unidos cargó con la etiqueta de ser la más peligrosa del mundo y se la consideró el peor lugar de México para ser mujer.
Los feminicidios aquí han sido tantos que determinar las cifras de muertas y desaparecidas sigue siendo un misterio. Esa fue durante años su identidad.
Y aunque la violencia ya no es la de antes, el drama de Juárez es hoy aún más oscuro, complejo, elusivo. Y quizá ello sea más evidente en los hijos de la violencia que quedaron sin madres y crecen con la huella de no tener claro si son nietos o hijos de sus abuelas.
«Al primer golpe, corran»
Sonríe y abre grandes sus ojos negros y se entretiene arriba del lavarropas que está en la puerta de la casa, casi sobre una calle tan abandonada y poco transitada que los baches los taparon con alfombras viejas.
Luego se aburre y pide que la bajen. Juega con una manguera, se la mete en la boca y después llora cuando le cortan el agua y la diversión.
A los 2 años vive ajena al dolor de su familia aunque le traten de explicar que«mamita» está en el cielo.
«¿Nita?», responde la niña.
«En el cielo, en el cielo. Ella piensa que soy su mamá, me dice mamá, yo orgullosa de tenerla», dice su abuela, de 47 años, que prefiere que su nombre no salga publicado por motivos de seguridad.
Su hija murió a los 19 años a causa de los golpes en la cabeza que su pareja le dio entre las tres de la tarde de un lunes y las ocho de la noche del día siguiente.
Llegó al hospital inconsciente, con la sangre en su rostro reseca, estuvo tres semanas en estado vegetativo en Ciudad Juárez y otras tres en El Paso, del otro lado de la frontera, hasta que murió el 6 de agosto de 2015.
Fue una tragedia anunciada.
Su madre le pedía que dejara a su novio, pero su padre insistía que no se preocupara. «Perro que ladra no muerde», le decía, sabiendo que cuando su nieta tenía 4 meses la mordía, la despertaba bruscamente, la enredada en las sábanas para no escuchar los llantos; sabiendo que cuando su hija estaba embarazada de tres meses la había lanzado contra un bloque de concreto.
¡Ay, cómo fuiste pendeja! ¡Mira todo lo que te estás perdiendo!»
El responsable está detenido y pronto se espera una audiencia clave en su juicio.
A la abuela le dijeron que sus familiares quieren pelear la custodia de la niña, han estado merodeando por el barrio y temen algún tipo de represalia.
«Ay, cómo fuiste pendeja (tonta), mira todo lo que te estás perdiendo», le dice a su hija cuando conversa con ella para reclamarle que no está aquí para ver los primeros pasos de su hija, sus chapoteos en el agua o cómo fracasa en su intento de vestirse sola.
La niña al principio rechazaba a su abuelo y su tío, «como que le daban miedo los hombres, pero pienso que es feliz ahorita aunque no tendremos lujos ni nada».
La mujer lleva tatuado el nombre de su hija, junto con un símbolo del infinito y un corazón, porque espera que esté en el infinito, en paz, libre, feliz.
«Como le digo, ahora nadie te pega, nadie te dice nada, y espero que sí esté allá, porque ella no era mala».
Está sentada sobre un cubo de plástico dado vuelta con su nieta en el regazo. Le dice que ahí afuera, señalando al cielo, está su «mamita, desde ahí la cuida».
Y ella la busca, se queda mirando para arriba: «Nos han de mirar y pensar que estamos locas, pero es la verdad».
«Al primer golpe, corran», remata refiriéndose a otras mujeres maltratadas, «que le cuenten a alguien para que las pueda sacar de ese hoyo, que pidan ayuda».
«Yo quiero a mi mamá, yo quiero a mi mamá»
Bryan tiene 10 años. Extraña a su madre, pregunta por ella: «Yo quiero a mi mamá, yo quiero a mi mamá». A veces llora adelante de su abuela y a veces se va a la cancha del barrio para que no lo vean.
Su madre, Marisela González Vargas, desapareció el 26 de mayo de 2011 luego de visitar a su hermano en prisión. Tenía 26 años.
Una mujer dice que vio cómo la subieron en un carro, para su prima se la llevaron a El Paso para prostituirla, años después creyeron haber encontrado sus restos, pero eran huesos de perro. Desde su desaparición no se sabe nada de ella. Ni una pista.
Sus cuatro hijos quedaron a cargo de su madre, Irma.
Keyla tiene 6 años, Kevin, 7 y Edgar, 14. «¿Qué sabes de tu mamá, Kevin?, le pregunta su abuela.
Pero Kevin no le presta atención y se va a jugar con un camión amarillo que tiene una rueda rota.
Keyla monta en bicicleta por una calle empinada de la colonia Gustavo Díaz Ordaz. Se cae al piso y llora. Llora y llora y nadie hace nada.
Por la bocacalle se asoma un pedazo de ladera de la Sierra de Juárez y parte de la inscripción hecha con grandes piedras pintadas con cal: «Ciudad Juárez. La Biblia es la verdad. Léela».
A los más pequeños tenemos que platicarles de la madre porque si no nunca van a entender qué paso con ella».
«A los más pequeños tenemos que platicarles de la madre porque si no nunca van a entender qué paso con ella. Les digo que su mamá está con Dios y se ponen tristes. Edgar dice que no, que su mamá está viva», explica Irma, de 55 años.
Los cuatro niños comparten las únicas dos habitaciones de la humilde vivienda con sus abuelos.
Irma trabaja en una maquiladora fabricando alarmas cada día entre las tres de la tarde y casi la medianoche y cuando ella no se puede hacer cargo de los niños los deja al cuidado de una de sus hijas.
Sus nietos a menudo se ponen mal por su madre, ella los abraza y le pide a Dios fuerzas para aguantar.
Habla y se le llenan los ojos de lágrimas. Sentada sobre el borde de la acera, sostiene una imagen que imprimió de su hija y sus nietos con una frondosa vegetación verde rosal de fondo. Su hija está borrosa y descolorándose.
Durante unos meses Irma llevó a sus nietos a un psicólogo de la fiscalía, pero dejó de hacerlo.
«No me gusta, me siento bien diferente, es más lo que pago de rutas que lo que atienden, esa terapia para mí es como si fuera otra vez lo mismo. Iban los tres chiquitos, ya no los llevé, les preguntaban cómo era tu mamá, la más chiquita casi no la conoció, la conoció por fotos».
A Irma le preocupa Bryan y cuenta que quiere «sacarle cita para que le den medicamentos para controlarle los nervios, porque es capaz de matar a alguien. Es el más rebelde, es muy violento, hace mucho capricho, avienta zapatazos. Los otros son más tranquilos, digo que todo esto es por lo que pasó con su madre».
Sus compañeras de trabajo le suelen decir que es una tonta, que no debería a esta edad criar a sus nietos cual si fueran hijos, que debería entregarlos al gobierno, pero ella les responde que como su hija no está, la madre de esos niños es ella.
«Soy su segunda madre».
Para sus nietos es la única.
«La más chica me dice mamá, me pone alegre que me diga mamá, el más grande me dice mamá».
«Ellos no se van, somos su familia»
Los nietos de Anita Cuéllar Figueroa fueron hace poco a su primera sesión de terapia, donde debían expresarse a través de dibujos y manualidades.
La menor, Dulce, hizo un dibujo de su familia donde no aparece su madre.
Sabe que desapareció hace cinco años, cuando ella tenía 9 meses, que se llama Viridiana y que tiene dos mamás, una de la cual nació, a la que reconoce por fotos, y otra que la cuida, pero que aunque tenga dos, quiere estar con la que en realidad es su abuela.
Eso también declararon ante un juez sus hermanos Melanie (11), Gabriel (9) y Joselyn (7).
A Cuéllar le desaparecieron a su hija en julio de 2011 y a su hijastra en septiembre.
Jessica Padilla tenía 16 años cuando durante las vacaciones se acercó al centro para buscar un empleo y al día de hoy no hay una línea de investigación clara sobre qué ocurrió con ella. Nada. Una de tantas jóvenes en Ciudad Juárez a la cual se le perdió el rastro.
Su madre piensa que puede estar viva y que si no se comunica es que quizá esté amenazada: «La esperanza no la pierdo, tengo confianza y fe en Dios, él sabe realmente qué está pasando con mi hija, la está cuidando».
La esperanza no la pierdo, tengo confianza y fe en Dios. Él sabe realmente qué está pasando con mi hija. La está cuidando».
Viridiana, la hermanastra de Jessica, se dedicó a buscarla desde el día de su desaparición.
A los 22 años y recién separada, llevaba unos meses viviendo en casa de su padre con sus cuatro hijos.
Un viernes fue a trabajar y ya no regresó y la semana siguiente hizo llegar el mensaje de que no quería saber nada de nadie. Y así, sin más explicaciones, se esfumó.
Cuéllar sospecha que fue amenazada por querer averiguar qué había pasado con su hermanastra y cree que se está manteniendo lejos para proteger a sus hijos.
Joselyn y Dulce corren descalzas por delante de su abuela. «Mamá, mamá, tengo sed», reclama la menor.
«Los niños siempre tuvieron consciencia y conocimiento de que su tía está desaparecida y de que su mamá también, de que las estamos buscando», explica junto al mural próximo a la iglesia San Vicente de Paúl que mandó pintar con la imagen de su hija y de otras 18 chicas que también desaparecieron en 2011.
«Estamos de pie porque nos mantenemos en constante oración, pidiendo el regreso de las dos, aunque los cuatro tienen claro que aunque regrese, ellos no se van, somos su familia», explica.
«Las chicas dicen que ya viven con su mamá Anita y su papá Alejandro», agrega, «que no son sus abuelitos, sino sus papás. Claro que quieren que su mamá aparezca pero no quieren regresar con ella porque para ellos ya hay una seguridad de familia».
Hasta 13 puertas
La violencia feminicida en Ciudad Juárez se remonta a décadas, pero el problema sigue vigente.
Para Imelda Marrufo, directora de la Red Mesa de Mujeres, un colectivo de diez organizaciones en la ciudad dedicadas a la defensa de los derechos de las mujeres, existen «elementos de carácter estructural que no se pueden obviar» a la hora de analizar los motivos detrás de la violencia de género en la ciudad.
«Ha habido una negación para prevenir la violencia, para atender la violencia y ha faltado capacidad institucional para sancionarla. Si no la prevenimos, si no la atendemos, y si no la sancionamos pues la violencia continúa, y hay una cultura de machismo y misoginia bastante arraigada que lo permite«, explica en conversación con BBC Mundo en su oficina del Centro de Justicia para las Mujeres de Ciudad Juárez.
La institución vino a paliar una carencia.
Hasta hace poco una víctima de violencia de género tocaba hasta 13 puertas para le dieran respuesta. Ahora, con un acceso a la justicia menos engorroso, los casos no se dejan de acumular.
Cada día en promedio se atienden entre 50 y 60 mujeres, donde ocho de cada diez acuden por primera vez a denunciar un delito de violencia familiar o sexual.
Los días en que BBC Mundo visitó el centro decenas de mujeres, de todas las edades, la mayoría con hijos pequeños, aguardaban para ser atendidas. Los rostros serios se agolpaban en la sala de espera. Dramas aún sin resolverse.
Los avances no han sido fáciles.
Se ha tenido que luchar contra la desidia de los propios funcionarios del centro que le decían a la jefa que no querían trabajar ahí, que los habían mandado como castigo y que hasta les daba vergüenza atender a las mujeres.
«En mucho tiempo no se le dio respuesta al tema de la violencia contra la mujer, un agente del Ministerio Público tiene 400-450 carpetas de investigación y su ayudante otras tantas, es humanamente imposible que se encarguen de eso, se resuelve un mínimo», admite la coordinadora del centro, Irma Casas Franco.
Tras la estela de feminicidios en la ciudad, en parte obligadas por sentencias de cortes internacionales, las autoridades no sólo crearon este centro sino que dedicaron más recursos a fiscalías especializadas y a hacer campañas para concientizar a la población sobre la violencia de género.
La violencia continúa. Y hay una cultura de machismo y misoginia bastante arraigada que lo permite».
Ahora se dan casos de niñas de 10 años que vienen con sus madres a denunciar que sus novios las violentaron.
O audiencias donde la jueza determina que un joven de 23 años, acusado de estrujar a su pareja, se someta una terapia psicológica a través de un programa reeducativo, le prohíbe que se acerque a ella durante un año y le advierte que de no cumplir con alguna de las medidas cautelares puede terminar preso.
En la puerta del centro, sentada sobre la acera, fuma un cigarrillo la mujer que el día anterior contaba el caso de su hija muerta a golpes por su novio.
Estaba ahí para denunciar que a su hija del medio le pegó su pareja. Los casos no dejan de amontonarse.
Atender las heridas
La Cruz Roja Mexicana ha sido uno de los pilares a la hora de recuperar la salud mental de los más afectados por la ola de violencia que dejó más de 10.000 muertos, en una ciudad de 1,3 millones, en medio de un cruento enfrentamiento entre el cartel de Juárez y el de Sinaloa para controlar las rutas de tráfico de drogas entre 2008 y 2011.
Desde entonces, aunque julio fue el mes con más homicidios en dos años, la violencia se ha reducido significativamente.
La llegada de recursos para combatir la inseguridad, la unión y la presión de la sociedad civil, sumadas a una reorganización de los carteles en la zona llevó a una cierta pacificación de la ciudad.
Pero las cicatrices siguen expuestas.
A cinco años de la puesta en marcha del programa Abriendo Espacios Humanitarios (AEH), a cargo de la Cruz Roja Mexicana, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CIRC) y la Secretaría de Educación del estado de Chihuahua, han pasado 22.800 alumnos de secundaria.
Casi siete de cada diez alumnos dijeron haber tenido algún incidente de seguridad y aunque no todos desarrollaron estrés postraumático, unos 4.000 recibieron terapia por tener altos niveles de ansiedad o depresión derivados de la violencia armada que sacudió a la ciudad.
Eran chicos que habían presenciado la ejecución de un familiar o que habían visto la decapitación de un miembro de un cartel. Jóvenes con tendencias suicidas, con ánimo de venganza, violentos o simplemente retraídos, aislados, incapaces de comunicar siquiera las necesidades más básicas como ir al baño, con miedo incluso de hablar con otros compañeros.
Golpeados cada uno a su manera, pero golpeados. Tenían pesadillas, evitaban lugares y cosas que los hacían revivir eventos traumáticos, experimentaban cambios conductuales y problemas de concentración. Un grado tal de estrés derivado de la violencia que vivir en la normalidad era una quimera.
«Jamás esperé oír las historias que escuché cada semana, hasta la fecha no dejo de sorprenderme con la fuerza para salir adelante después de toda la adversidad que les tocó vivir. Fueron personas que les tocó presenciar incluso la muerte de sus padres», explica Cecilia Orozco, psicóloga de la Cruz Roja Mexicana y coordinadora del programa de apoyo psicológico de AEH.
El programa se extenderá por cinco años más y ya se forma a docentes de primarias y pre-escolares para que detecten de forma temprana elevados niveles de estrés producto de la violencia. Los casos siguen surgiendo porque, pese a su recuperación, Juárez sigue teniendo una sociedad enferma.
«Ser mujer es un delito»
Lo único que le entregaron más de dos años después de la desaparición de su hija Idalí Juache Laguna fueron dos fragmentos del cráneo de 10 centímetros, cuenta entre lágrimas su madre, Norma Ortega.
Su hija fue una de las víctimas del Valle de Juárez, un caso emblemático que marcó a la ciudad.
En un área de 15 kilómetros cuadrados encontraron entre 2011 y 2013 los restos de 17 jóvenes que habían sido secuestradas y forzadas a prostituirse. Se estima que en las últimas dos décadas alrededor de 1.500 mujeres fueron víctimas de feminicidios en la ciudad.
Ortega, de 46 años, cuestiona la forma en que se realizó la investigación de la desaparición de su hija, dice que ella llevaba información a la fiscalía y que se tardaban meses en reaccionar, que la veían en un hotel del centro de la ciudad y que nadie hacía nada para rescatarla. La indignación todavía vive en su tono de voz.
«Yo se lo decía a la policía y no hacían nada, no tienen sentimientos», señala.
«No saben por lo que uno está pasando y todavía se portan así, lo trataban a uno como si no fuera nada, como si no tuviera uno derechos».
Un agente que participó en la investigación del caso y pide que no se revele su nombre por motivos de seguridad tras haber sido amenazado de muerte explica que la pesquisa sigue abierta pese a que ya se lograron seis condenas de casi 700 años de prisión.
«Quiero hablar por ellas porque ellas ya no se pueden defender, no les dieron ninguna oportunidad de nada, les privaron lo más valioso que tenían, me pongo en sus zapatos, hay que seguir trabajando por ellas, alguien tiene que darle voz a ellas, ellas ya no pueden», le comenta a BBC Mundo sobre las jóvenes asesinadas.
Como sea, para la madre de Idalí, ya todo está perdido: «Desde que desapareció mi hija no tendré paz hasta que Dios me mande llamar, todo nos han quitado, la alegría, la felicidad, el deseo de seguir viviendo, de comer, de dormir».
«Los hombres son muy machistas, piensan que las mujeres son de su propiedad, piensan que son un objeto, aquí en Ciudad Juárez ser mujer es un delito«, remata y tiene en los ojos un poco de bronca y otro tanto de resignación.