Tras casi una década de crisis, han ido aflorando movimientos de descontento que, en algunos países, alcanzan proporciones preocupantes. Los investigadores tratan de desentrañar los motivos, asociándolos siempre con algún tipo de populismo, sea de derecha o de izquierda.
Jack Belden (Nueva York, 1910 – París, 1989), corresponsal de guerra, explicaba que, a priori, el combate no es más que un ejercicio matemático, una ecuación de movimientos, tiempos, trayectorias y ángulos, que los estrategas resuelven previamente sobre el papel. Sin embargo, tras cubrir la invasión japonesa de China en 1937, la II Guerra Mundial y la guerra civil china de 1949, comprobó que, invariablemente, todos los planes, por minuciosos que fueran, degeneraban en el caos, en un juego de azar donde cualquier resultado, por insólito que pareciera, era posible. Para Belden, la explicación consistía en que toda acción produce otra acción de respuesta. Por tanto, miles de acciones relacionadas generan su vez miles de pequeñas fricciones, contingencias y azares que, sumados, constituyen unaimpenetrable niebla de incertidumbre que lo abarca todo, incluso cuando los planes afectan a soldados sumamente entrenados para cumplir órdenes y responder convenientemente ante cualquier contingencia.
Es en el combate, por su carácter urgente e imperativo, dónde mejor y más rápidamente se constata este fenómeno de dislocación entre planificación y desenlace, entre objetivos pretendidos y resultados imprevistos. Pero puede extrapolarse, con mayores desviaciones todavía, a la planificación política que afecta a los ciudadanos, a individuos con un albedrío mucho mayor que el permitido a los militares. Si en el reducido universo del combate, algo tan simple como atar mal el cordón de una bota puede derivar en una cadena de sucesos con consecuencias desastrosas, los imponderables de las políticas públicas, incluso las bienintencionadas, darán lugar a muchos más efectos perversos puesto que afectan a millones de individuos.
Millones de fricciones
La diferencia es que, en la vida civil, las consecuencias no son observables nítidamente en cuestión de horas o días. Hay que esperar meses, años, incluso décadas y, aun así, resulta muy difícil establecer la relación de causalidad. Además, es habitual que los políticos atribuyan el eventual fracaso de una medida a que no se aplicó con la intensidad suficiente –el recurrente «hay que incrementar los medios, aumentar la dosis de soma”–, generando un círculo vicioso de más gasto y… más problemas. Gracias a esta niebla impenetrable, los gobernantes pueden desarrollar y aplicar políticas para ayudar supuestamente a grupos desfavorecidos comprobando, décadas después, que su situación no ha mejorado, que los problemas se han agravado, enquistado y complicado. Y entonces, las reclamaciones al maestro armero.
La planificación civil genera millones de fricciones, contingencias, cambios de incentivos, accidentes y azares que, acumulados, constituyen una niebla de incertidumbre donde todo puede suceder. Todo… menos lo inicialmente previsto
En resumen, al igual que la planificación militar, la planificación civil genera millones de fricciones, contingencias, cambios de incentivos, accidentes y azares que, acumulados, constituyen una niebla de incertidumbre donde todo puede suceder. Todo… menos lo inicialmente previsto. De ahí que la conocida frase de Groucho Marx, según la cual la política es el arte de crear un problema para poder buscar la solución equivocada, aun siendo broma, encierre algo de verdad.
El ‘Efecto cobra’
La historia está repleta de medidas públicas que consiguieron efectos contrarios a los pretendidos. Así, en la India colonial, las autoridades intentaron resolver el peligro de la gran abundancia de cobras en una ciudad ofreciendo una recompensa a cada ciudadano que entregase una serpiente muerta. Y la medida funcionó hasta que algunos descubrieron la rentabilidad de establecer criaderos de cobras, favoreciendo su reproducción. Al descubrir la trampa, las autoridades retiraron el pago y los criadores liberaron todas sus serpientes. El gasto había dado lugar a… más serpientes venenosas sueltas que al principio. Es lo que se conoce comoefecto cobra.
Resultados más graves, por su mayor ambición, tuvo la Ley Seca, oVolstead Act, promulgada en EE.UU. en 1920, en un clima de fuerte rectitud moral. «Esta noche, un minuto después de las 12, surgirá una nueva nación. Morirá el demonio del alcohol. De los barrios miserables no quedará más que el recuerdo. Convertiremos las cárceles en fábricas, las celdas en almacenes y silos. Los hombres caminarán erguidos, las mujeres sonreirán y los niños reirán. El infierno se habrá cerrado para siempre», proclamaba uno de los impulsores de la prohibición. Pero los efectos no fueron precisamente los perseguidos: tuvieron que construir nuevas cárceles para encerrar a quienes violaban la prohibición, no se redujo el consumo de alcohol pero sí su calidad, con frecuentes intoxicaciones. Y, alrededor del tráfico ilegal, proliferaron mafias que corrompieron a muchos servidores de la ley provocando, al contrario de lo pretendido, una mayor degradación moral.
Inconsistencia temporal e intereses propios
En The Unanticipated Consequences of Purposive Social Action el sociólogo norteamericano Robert K. Merton, analizó los motivos por los que se producían tan imprevistos resultados. Apuntó en primer lugar a la ignorancia y al error. Dado que las interacciones sociales son extremadamente complejas, obtener y procesar toda la información implica enormes costes, estratosféricos si además se pretende prever todos los resultados posibles y asignar una probabilidad a cada uno de ellos. Pero Merton también señaló con el dedo a la imperiosa inmediatez de los intereses. Los gobernantes estarían más interesados por los efectos a corto plazo, generalmente rentables para ellos o sus aliados, que por las consecuencias a largo. Y a veces ni siquiera eso: lo que les importa realmente es el efecto propagandístico de una política, vender su buena voluntad para resolver el problema, aunque en el fondo no solucionen nada, sólo empeoren las cosas. Cuando resulta evidente que la medida falla a corto o medio plazo, lejos de reconocer el error, los políticos suelen argumentar que no se aplicó con suficiente rigor, que es necesario ajustarla, intensificarla o destinar más recursos. Se desencadena así un fenómeno de inconsistencia temporal: las decisiones tomadas paso a paso en una sucesión de cortos plazos, acaban siendo incompatibles con los intereses de largo plazo de la sociedad.
Si ya es complicado determinar los resultados de una medida aislada, imagínese querido lector un gobierno que planifica y legisla sin descanso, disparando leyes como una ametralladora, introduciendo alegremente todo tipo de complejas regulaciones, cambiándolas indiscriminadamente sin ponderación alguna. Y todo ello disponiendo de la enorme cantidad de munición que implican unos presupuestos muy superiores al 40% del PIB, cientos de miles de millones de euros cada año. No sólo es imposible para los votantes determinar las consecuencias a largo plazo de tal maremágnum; tampoco para los gobernantes. Y extremadamente difícil para los expertos en cada materia. Así, cualquier medida que suene bien… resulta aceptable, aunque no tenga precisamente una intención altruista.
Los políticos también introdujeron de matute una amplia legislación basada en lo que llamaron derechos colectivos, la discriminación de unos grupos respecto a otros
Ello ha permitido colar de rondón miles de leyes y normas que se inmiscuyen cada vez más en el ámbito privado de las personas, establecen infinidad de obstáculos administrativos que, por ejemplo, dificultan a la gente abrir una empresa, mejorar su estatus o, simplemente, encontrar un trabajo decente. Por si no fuera suficiente, los políticos también introdujeron de matute una amplia legislación basada en lo que llamaronderechos colectivos, la discriminación de unos grupos respecto a otros. Y promulgaron medidas tendentes a imponer a la población una nueva ideología, la corrección política, con sus códigos y tabúes lingüísticos basados en el principio orwelliano de que aquello que no se puede decir, tampoco puede ser pensado.
El hombre de paja
Tras casi una década de crisis, han ido aflorando movimientos de descontento que, en algunos países, alcanzan proporciones preocupantes. Los investigadores tratan de desentrañar los motivos, asociándolos siempre con algún tipo de populismo, sea de derecha o de izquierda. Y atribuyen el fenómeno a la manipulación que practican líderes oportunistas, cuya táctica es pregonar aquello que la masa quiere oír, prometer soluciones simples, atractivas, pero falaces, para resolver problemas complejos.
Sin embargo, más allá de ese “hombre de paja” –el cajón de sastre en que no pocos investigadores han convertido el populismo– existe un caldo de cultivo real para el cabreo: un enorme hartazgo ante la inflación de caóticas acciones administrativas. Que el populismo se nutra de esta reactancia social, de la respuesta emocional, casi inconsciente, contra ciertas reglas censoras, no significa que el descontento sea exclusivamente un fenómeno populista. O que la manipulación y la mentira sean el origen único de la irritación. Lamentablemente, ante la ausencia de otros cauces más apropiados, los populismos se han constituido en la vía para que muchas personas denuncien que están atrapadas en esa niebla de incertidumbre, en el caos de una intervención indiscriminada y sin tino, sometidas a miles de fricciones, acciones, reacciones, contingencias y azares. Millones de personas no caen en el error sólo por discursos tramposos y estúpidos sino también por la verdad que en ese error se encierra. No arremeterían contra el statu quo si no hubiera un sustrato adecuado, una preocupante causa de fondo.
Quizá, en lugar de promulgar una ley para cada problema, casi siempre empeorándolo, expandiendo sin límite la jungla legislativa, fuera más eficaz la simplificación: retrotraerse a normas sencillas, estables, comprensibles e iguales para todos
Por ello, quizá la solución óptima no sea denostar a los líderes populistas, de izquierda o derecha, adjudicándoles el mérito de todos los desaguisados. Tal vez sería mejor atajar las causas, sanear ese terreno que fue insitentemente abonado, muchas veces inconscientemente, hasta convertirlo en un estupendo caldo de cultivo para demagogos. Quizá, en lugar de promulgar una ley para cada problema, casi siempre empeorándolo, expandiendo sin límite la jungla legislativa, fuera más eficaz la simplificación: retrotraerse a normas sencillas, estables, comprensibles e iguales para todos, un marco legal claro, con reglas del juego bien definidas, sin discriminación entre grupos, con libertad para el ciudadano y exigencia de responsabilidad individual.
La prudencia aconseja alejarse del optimismo de quienes se creen capaces de determinar todos los efectos finales de las políticas de un gobierno. Quizá fuera factible, aunque tampoco sencillo, calibrar un puñado de medidas. Pero no decenas de miles de páginas de boletines oficiales, en una política errática y arbitrista que regula los más ínfimos detalles de la vida, generando fricciones, reacciones, pequeñas tragedias, sufrimientos y agravios que las estadísticas agregadas jamás reflejarán. Tal política da lugar inevitablemente a obligaciones y prohibiciones arbitrarias y cambiantes, que transmiten a los individuos la sensación de que han perdido el control de sus vidas, que la política experimenta constantemente con ellos, que da constantes palos de ciego sin saber exactamente hacia dónde se dirige. Acaso haya que buscar aquí, y no en otros lugares comunes, las causas del cada vez mayor disgusto y desencanto de muchos ciudadanos. Y de la creciente pujanza de los populismos. Piénsenlo, aunque sea por un momento.
En base a la infinidad de ejemplos opino que el esquema mental de los más poderosos funciona diferente al del común de los mortales.
La mentalidad de la gente poderosa reina en los problemas, en la debilidad del ajeno e invierte tiempo y recursos en crear ese ambiente social injusto, insalubre, complicado, dogmático, enfermizo, ambiente en donde a lo grande los parasitan, contando para ello con el sistema de organización social, prácticamente diseñado y destinado para eso.
En contraste, la mentalidad ciudadano de a pié es más generosa, come y deja comer, comparte aquello de que si al resto le va bien por añadidura a uno también, lo que conlleva una serie de valores pero es local, no cuenta con el poder, su pequeña dosis de poder y es que hasta eso le ha sido arrebatado.