Los seres humanos, o al menos la mayoría de ellos, cuentan con mecanismos biológicos que dificultan los comportamientos deshonestos. Cuando engañamos, experimentamos distintos tipos de excitación emocional que nos hacen sentir mal. Esas reacciones se pueden medir y son la base de los detectores de mentiras. Algunos investigadores han mostrado incluso que las barreras fisiológicas contra la transgresión se pueden derribar con fármacos. En un experimento con estudiantes de 1964, ya se observó que cuando tomaban un medicamento simpaticolítico, que bloquea las señales asociadas con el comportamiento deshonesto, tenían el doble de probabilidades de engañar durante un examen que los que tomaron placebo.
Un buen número de análisis ha mostrado que la respuesta frente a un estímulo que provoca una emoción se debilita con el tiempo. La repulsión que puede provocar la violencia o la ilusión del enamoramiento pierden intensidad cuando se han experimentado muchas veces. Un grupo de investigadores del University College de Londres ha comprobado que eso sucede también con las sensaciones asociadas a saltarse las normas morales, un fenómeno que podría explicar cómo se puede llegar a cometer actos deshonestos graves a partir de otros que al principio parecen irrelevantes.
La amígdala es la región del cerebro donde se procesan las emociones que dificultan la deshonestidad.
En un artículo que se publica en la revista Nature, los autores pusieron a prueba a los participantes de varios experimentos que tenían la oportunidad de engañar para obtener beneficios personales a costa de otros. Los voluntarios, 80 personas de entre 18 y 65 años, debían estimar, junto a un compañero al que no veían, la cantidad de dinero que contenía un recipiente. Se plantearon varias situaciones. En la inicial, los sujetos debían ajustarse al máximo a la cantidad real para que los dos se beneficiasen. En otras fases del juego, pasarse o quedarse corto en la estimación beneficiaría al participante en el experimento a costa de su compañero, beneficiaría al compañero a su costa o solo beneficiaría a uno de los dos sin efecto en la otra parte. Con este juego, observaron que las pequeñas deshonestidades para obtener una ganancia a costa del socio se incrementaban progresivamente.
Además, a parte de los participantes se les midió la actividad cerebral a través de fMRI (imagen por resonancia magnética funcional). De esta manera, observaron que la respuesta de la amígdala, una región del cerebro en la que se procesan las reacciones emocionales, era más intensa la primera vez que los participantes engañaban a sus compañeros. Esa reacción, sin embargo, se iba atenuando en las fases posteriores del juego, y los autores eran capaces de predecir el nivel de deshonestidad de un individuo a partir de la reducción de la actividad en la amígdala en la prueba anterior.
“En conjunto, nuestros resultados revelan un mecanismo biológico detrás de la escalada de deshonestidad”, apuntan los responsables del estudio. “Los resultados muestran los posibles peligros de cometer pequeños actos deshonestos, peligros que se observan con frecuencia en ámbitos que van desde la política, los negocios o las fuerzas de la ley”, continúan. Por último, concluyen que este conocimiento sobre el funcionamiento de esa pendiente resbaladiza de la deshonestidad puede ayudar a mejorar las políticas para evitar la corrupción.