por La Mente es Maravillosa
Los momentos más apasionantes no los marcan los relojes, sino un “te quiero” a media voz, un paseo bajo la lluvia, una tarde de lectura, un abrazo inesperado o una mirada que lo dice todo sin necesidad de palabras. Los instantes felices conforman ese tatuaje de inmensa belleza en nuestro corazón que nadie nos puede arrebatar.
Robert Louis Stevenson escribió una vez que este mundo está lleno de cosas tan hermosas que todos deberíamos ser felices como reyes. Sin embargo, lejos de ser reyes, a veces parecemos náufragos en nuestros océanos vitales. Tal vez deberíamos tener la inocencia de un niño y la mente de un novelista para apasionarnos un poco más. Para ser más receptivos a esa belleza sencilla y llena de posibilidades que se inscribe en nuestra cotidianidad.
Es posible que nuestras vidas no tengan el brillo del nácar. Que por mucho que pongamos el oído en las caracolas, éstas ya no nos traigan el sonido del mar, el rumor de los sueños. Calzar zapatos de adulto supone muchas veces apagar uno por uno los sueños de infancia para caminar por la senda de la resignación. ¿Dónde está ahora la magia? ¿Dónde se halla esa energía vital que se supone debe enhebrar nuestro ser para hacernos felices como dioses?
No hay ninguna salida de emergencia hacia la felicidad. Tampoco existen fórmulas mágicas. Más que aspirar a llevar una vida apasionante la clave está en ser capaces de propiciar y apreciar los “momentos apasionantes”. No obstante, es necesario a su vez recordar dos aspectos. Esos instantes significativos no se programan en la agenda de nuestros móviles ni los traerá el destino por azar.
Hay que salir a buscarlos. Porque la felicidad no está a nuestro alrededor, se crea dentro de uno. No hay que ser dioses ni reyes para ser felices, solo hombres y mujeres receptivos.
El movimiento, la clave de la felicidad
Hablábamos al inicio de Robert Louis Stevenson. Henry James, otro célebre escritor, decía de él que tenía el alma de un niño y que su afán por la aventura le hizo vivir una existencia apasionante a pesar de su mala salud. De hecho, era así como entendía la vida: con pasión y con humildad. Podríamos deducir entonces que la felicidad es cuestión de actitud, sin embargo, es mucho más.
Nuestro cerebro cambia su estructura casi de forma constante. Lo hace en función de lo que hacemos, lo que pensamos y sentimos. Ahora bien, no basta solo con “ser positivo” para disponer de una mentalidad más resiliente, más flexible. La pasión también cincela esta neuroplasticidad, porque nos confiere un modo de actuar, y a su vez una forma muy concreta de reaccionar.
Lo que en un principio nos da miedo y lo interpretamos como una amenaza, puede convertirse, si así lo queremos, en todo un reto. Aún más, en una etapa apasionante que nos confiere sabiduría y un auténtico anclaje emocional del que sacar fuerzas en el futuro.
Vivir es ante todo moverse, propiciar ciertas cosas y de reaccionar ante ellas con valentía. Es esa capacidad de movimiento, inquietud y de permeabilidad existencial, lo que nos capacita para sobrevivir. Por el contrario, centrarnos en lo negativo nos vuelve pasivos, nos encalla como barcos viejos en la bahía de la infelicidad. Nada acontece aquí. Los relojes no avanzan, nada surge, nada nuevo aparece en el horizonte para hacernos sentir vivos. Apasionados por nosotros mismos y lo que nos envuelve.
Los momentos más apasionados, el lenguaje del corazón
La palabra pasión es realmente hermosa. Pocos términos ensamblan tan bien el crecimientos personal con ese punto de equilibrio donde entre lo que uno hace y siente, existe una perfecta armonía. La pasión es un sentimiento de satisfacción y describe a su vez un grado indescriptible de felicidad y placer por hacer algo.
Para ser feliz no hace falta llevar una vida apasionante, basta con ser apasionado. Sabemos que en los últimos años han crecido de modo exponencial los libros de autoayuda, y aunque muchos de ellos nos inviten a ser un poco más optimistas, nos damos cuenta que la fórmula no siempre funciona. Porque basta con darnos un pequeño “golpe” para que emerjan una vez más, los viejos caballos de batalla: el miedo, la frustración, la decepción, la tristeza…
Seamos más apasionados. Seamos supervivientes de este mundo complejo gracias a aquello que nos define: nuestras aficiones, nuestra familia, los buenos amigos, los buenos recuerdos y por supuesto, el amor por nosotros mismos.
La pasión es esa fuerza interior que nos hará amar como dioses aún llevando vida de mortales. Es la energía que nos brinda una alegría genuina por empezar cada día con valor sabiendo que tenemos un propósito: seguir avanzando, seguir creciendo, disfrutar del “aquí y ahora”.
Para alimentar esta dimensión no dejes nunca de cultivar la curiosidad, de ver la vida a través de los ojos de tu niño interior. Puede que no haya un océano en el interior de una caracola, pero si atiendes bien, podrás escucharlo. Solo hace falta ser un poco más receptivo, confiar en que la magia aún existe si así lo quieres.