Hay una contracultura sociológica que inunda todo lo que nos rodea. Está montada sobre el fracaso y el vicio. Bebe de nuestras desilusiones y crece en el negativismo, indecisión, pasotismo y cobardía para enfrentar el mundo.
Las pulsiones tanáticas o de muerte -término generalizado por Freud para describir las acciones del subconsciente para volver a un estado anterior al trauma de nacimiento- aglutinan una serie de comportamientos y actitudes aparentemente nocivos para la supervivencia del individuo, pero largamente adoptados por grandes grupos sociales. Algunos de los actos más comunes de esta filosofía de vida son la exaltación del pesimismo, el abuso y devoción al alcohol, el culto a la comida y a los excesos terrenales, así como la autodenigración y la costumbre de no tomarse nada en serio, especialmente a uno mismo, todo ello buscando la mínima expresión del propio yo en complicidad con otros sujetos que celebran el mismo tipo de complejos quizá con la secreta ilusión de no afrontar las auténticas limitaciones.
Hablar de sentimiento tanático nacional sería sobregeneralizar, pero del mismo modo que el americano medio tiende a ensalzarse hasta la bandera con estrellitas y todo, y a mirarse el ombligo con respecto al mundo con pelusillas de superioridad, un gran número de españoles tiende a acomplejarse hasta el extremo de presumir de sus defectos frente a propios y extraños. Identificarse con algo es tan humano como poco divino, pero en el caso que nos ocupa suele ocurrir que sentirse débil e incapaz, aunque sea mediante el cachondeíto fácil lleva irremediablemente a la derrota de nuestras metas sin habernos puesto siquiera en actitud de competir.
Así, el consumo de alcohol por placer es lícito y permisible. El abuso del mismo por necesidad social o búsqueda de engañosa desinhibición sólo lleva al consuelo de tener a los amigos genuinos al lado tan ebrios como uno mismo, o incluso vomitando bourbon a dos palmos del suelo en postura poco gloriosa. Respecto al fumador, se siente feliz cuando ofrece pitillo a los dedos del compañero y éstos reciben la dosis con placer tanático y guiño cómplice. Por el contrario, no hay nada peor para un soplacigarrillos que un antiguo acólito que ha abandonado el vicio: representa a la vez el perseguido sueño oculto de desintoxicación y el amigo nicotinoso que ha traicionado la religión tabaquil. Su recaída supondrá el mayor de los triunfos de la comunidad del humo.
Con todo, nada representa tan contundentemente el pesimismo de esta contracultura como la negación del yo y la falta de confianza real o fingida en las posibilidades de uno mismo. Empezando por la escuela, donde se vitorea al tripitidor y se le tiene una mezcla de devoción y cachondeo, signo inequívoco de que va a ser elegido delegado de la clase (repetidor, vago, bebedor, macarra y fumador), siempre se buscan referentes en los que inspirarse o con los que compartir la falta de valor frente al mundo. Un personaje con fuertes impulsos tanáticos nunca admitirá sus virtudes, e intentará desmarcarse de ellas riéndose de sus propias capacidades e intentando fracasar para evitar que le tomen en serio, despreciando sus propios conatos o prestándose a hacerlos con desgana y escepticismo. Otros elementos que enriquecen la actitud de estos individuos son la pereza crónica, la falta de confianza y la burla frente a cualquiera que pretenda hacer algo, por breve que sea, con tintes de seriedad.
Desgraciadamente este mal es contagioso, y suele ocurrir que el pobre que iba en serio acabe adoptando las mismas poses que sus burlones amigos, a no ser que deje el grupo y busque referentes un poco más objetivos u optimistas.