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Amar perfectamente es buscar el bien supremo de lo amado. Significa conducirlo al fin que le es propio pues allí se encuentra su felicidad completa y duradera. En el caso del hombre, el amor plenamente perfecto hacia él se manifiesta cuando se lo conduce hacia su fin último, que es Dios, pues este es su bien supremo. Esto es lo que hace Dios con la revelación: nos indica el camino para ir hacia El, que es nuestra felicidad. No lo hace, sin embargo, en forma coactiva, sino respetando siempre nuestro libre albedrío. Un libre albedrío que, curioso misterio, nos posibilita alejarnos de dicho fin último. Sin embargo, Dios mismo nos muestra e indica el camino, y todos los beneficios que este conlleva, por si en una de esas queremos tomarlo.
Amar implica considerar al prójimo “en sí mismo”, y no tanto considerarlo “para mí”. El amor genuino es la superación completa del asesinato menor que se manifiesta por ejemplo en la explotación del hombre por el hombre. Cuando el prójimo es considerado “en sí”, y no como un simple medio al servicio de nuestras necesidades —“para mí”—, es cuando el amor genuino puede aparecer. Es lo que hace Dios con nosotros en la revelación. El acto más pleno de amor. Pues, si como dijimos, amar perfectamente consiste en buscar el bien perfecto de lo amado, Dios nos ama perfectamente en la medida en que se revela para que podamos acceder al bien perfecto que es Dios —El mismo—, nuestro fin último. Y como si esto fuera poco, Dios mismo muere crucificado para que nuestros desvíos en el camino sean perdonados y así no nos perdamos de la posibilidad de acceder a su reino.