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(por Gregg Braden)
Hay una creencia central que guía nuestras vidas, y lo hace de maneras de las que ni siquiera somos conscientes. La razón por la que esta creencia puede tener tanto poder sin que ni siquiera sepamos de su existencia es que es inconsciente. Eso es: en este mismo momento hay un programa instintivo en el fondo de nuestra mente que funciona en piloto automático, y es tan poderoso que constituye la plantilla con la que se comparan todos los demás programas de nuestra vida.
Por más diversa que haya sido tu vida, y por muy variadas que te hayan parecido tus experiencias, no hay nada de lo que te ha ocurrido que no se haya conformado por medio de esta creencia. Sin excepción, todo tu amor y cada uno de tus miedos; todas las oportunidades que has podido aprovechar y todas las que no has querido aceptar porque temías fracasar; la salud, la vitalidad y la juventud de tu cuerpo; tu manera de envejecer y el éxito o fracaso de cada relación que jamás tendrás con otra persona, contigo mismo, con tu mundo y con la totalidad del universo… todas estas cosas, y más, se reducen al contenido de una única creencia.
Puedes descubrir cuál es esta creencia por ti mismo respondiendo una pregunta -la Gran Pregunta- que se plantea seguidamente. El modo de hacerlo revela la verdad de una poderosa creencia subconsciente que reside en el corazón de tu existencia.
La pregunta es ésta:
¿Crees que hay una única fuente de todo lo que ocurre en el mundo, o crees que hay dos fuerzas opuestas y enfrentadas -el bien y el mal-, una a la que le «gustas» y otra a la que no le gustas?
¡Eso es! Es breve. Pero, por favor; no te dejes engañar por la simplicidad de estas pocas palabras. Son muy poderosas y profundas. Ésta es la pregunta que todos debemos responder en algún momento de nuestras vidas. Y trata de la que posiblemente es la mayor relación con la que tenemos que entendernos. En su simplicidad reside su elegancia.
El modo que elijas de responder a esta Gran Pregunta te impulsará a redefinir la esencia de tu identidad y de lo que sientes con respecto al mundo. A medida que experimentes la claridad que te ofrece la respuesta a esta pregunta, impulsas a tu «programador interno» a que cambie y ajuste las pautas que afirman la vida en tu cuerpo. Todo comienza con esta simple pregunta. Así es como funciona.
La plantilla de tu vida
Tu respuesta a la Gran Pregunta forma la plantilla de tu vida. Si crees que hay dos fuerzas separadas en el mundo, con dos modos de expresión diferentes, siempre verás
las cosas que te ocurran en la vida a través esas polaridades y de esa separación. Aunque ésta sea una creencia inconsciente de la que nunca hablas con los demás, y que tal vez nunca reconoces ante ti mismo, sigue dominando tu aceptación del amor y del éxito en cada relación, en cada recorrido profesional, en tus finanzas y en la calidad de tu salud.
Creencia: nuestra creencia de que sólo hay una fuerza detrás de todo lo que ocurre en el mundo o de que hay dos fuerzas opuestas -bien y mal-, se plasma en nuestra experiencia de la vida, en nuestra salud, relaciones y abundancia.
Esta simple creencia, a veces inconsciente, puede secuestrar las experiencias más poderosas de nuestra vida, y hacerlo sin que nos demos cuenta de lo que está ocurriendo.
Por ejemplo, si vemos la fuerza de la «luz» como un amigo que nos quiere y sólo desea lo mejor para nosotros, y creemos que la «oscuridad» no se preocupa por nosotros y quiere que caigamos en conductas autodestructivas, el mundo empieza a parecerse a un campo de batalla entre estas dos fuerzas. Y cuando el mundo se convierte en un campo de batalla, nuestra vida se convierte en la batalla. Si estamos convencidos de que las dos fuerzas se están enfrentando mutuamente, podemos empezar a ver ese conflicto desplegarse en cada creencia, desde en qué medida somos merecedores de recibir amor (véase el capítulo anterior) y de tener éxito ¡hasta en qué medida merecemos seguir vivos! Ante una creencia tan profunda expresándose con el poder y la velocidad de reacción de nuestra mente subconsciente, no puede sorprendemos que esta batalla se manifieste como nuestra química corporal.
Como he indicado anteriormente, por cada sentimiento, emoción y creencia no físicos que generamos dentro de nuestro cuerpo, hay un equivalente físico de esa experiencia, que pasa a formar parte de nuestras células. De modo que, literalmente, tenemos lo que podemos llamar «la química del amor» y «la química del odio». Teniendo en cuenta este hecho, ¿qué crees que ocurre cuando vivimos nuestras vidas creyendo que hay dos fuerzas básicas del mundo, una buena y otra mala, una a la que le gustamos y otra a la que no le gustamos, una que está aquí para ayudarnos y otra que va a por nosotros? La respuesta es evidente.
Si creemos en el núcleo de nuestro ser que la vida es un regalo raro y precioso que hemos de alimentar, explorar y atesorar, el mundo nos parece un lugar precioso donde hacer nuestra exploración. Es rico en diversas culturas, experiencias y oportunidades. La clave aquí es que debemos creer que no nos hallamos en peligro, que estamos seguros, antes de poder enfocarnos en los beneficios de esta experiencia. Esto es algo más que simplemente desear o esperar que sea verdad. Debemos aceptarlo y creerlo en lo más profundo de nuestro ser.
Ahora estás pensado: «Sí, de acuerdo. Dímelo otra vez. ¿Dónde está ese mundo seguro?», y yo estoy de acuerdo en que si miramos a los medios de comunicación y a la opinión popular, tenemos todas las razones para creer que nuestro mundo es cualquier cosa menos seguro.
Por otra parte, si creemos verdaderamente en el núcleo de nuestro ser que éste es un mundo peligroso, y encarnamos esa creencia cada día de nuestra vida, la veremos reflejarse en todo, desde nuestro trabajo y profesión hasta nuestras relaciones y salud. Aunque se nos presenten nuevas oportunidades, sentiremos que no tenemos el apoyo necesario, que no estamos preparados o que no merecemos aceptarlas. Tendremos miedo de asumir los riesgos, sentiremos que no nos merecemos el trabajo o la relación romántica que nos hace verdaderamente felices, y nos conformaremos con cualquier cosa que se presente.
Si no tenemos motivo para pensar de otra manera, no es sorprendente que veamos la batalla en la que subconscientemente creemos desplegándose en las células de nuestro cuerpo: ellas interpretarán nuestras creencias como instrucciones para segregar los productos químicos que nos roban la experiencia que más atesoramos: ¡la vida misma!
A veces, esta representación de las creencias en nuestros cuerpos es sutil. Y es una bendición cuando así es, porque nos da la oportunidad de reconocer las señales de que tenemos miedo y de afrontarlas antes de que sea demasiado tarde. No obstante, a veces no es tan sutil.
Nuestro cuerpo refleja la respuesta a la Gran Pregunta
Mi abuelo era un hombre de hábitos. Cuando encontraba algo que funcionaba para él, se quedaba con ello. Eso puede explicar por qué él y mi abuela estuvieron casados durante más de cincuenta años. Cuando ella murió, y él vivía con su hermano, nuestra relación cambió. Desarrollamos una amistad fácil y un nivel de compartir más profundo que duró el resto de su vida.
El restaurante favorito del abuelo pertenecía a la cadena de comida rápida Wendy’s. Cuando yo iba de visita por vacaciones o en ocasiones especiales, puesto que trabajaba fuera del estado, siempre reservaba un día completo para llevar al abuelo adonde quisiera. Era nuestro día juntos, y yo siempre le preguntaba: «Abuelo, ¿dónde te gustaría pasar el día?». Después de mi pregunta, siempre añadía una lista de agradables restaurantes y cafés, todos ellos cerca de su casa, en la ciudad. Él escuchaba con cuidado, y repasaba cada opción en su mente, pero siempre contestaba lo mismo, y yo sabía que su respuesta sería: «Wendy’s».
Un viaje a Wendy’s exigía todo un día. Generalmente llegábamos avanzada la mañana, justo antes de que los hombres de negocios, que sólo tenían una hora para comer, entraran apresuradamente. Nos sentábamos y los observábamos ir y venir hasta que nos quedábamos solos.
Entonces yo escuchaba historias de cómo era nuestro país durante la gran depresión, o hablábamos de los problemas de nuestros días y de lo que significaban para el futuro del mundo. Cuando llegaba la noche y el barullo del restaurante nos impedía entendemos, se terminaba la hamburguesa con queso y el cuenco de chile que había tenido delante durante horas y yo le llevaba a casa.
Un día, cuando el abuelo estaba sentado frente a mí en nuestra mesa favorita, de repente se inclinó hacia mí y se desmoronó sobre la mesa. Estaba plenamente despierto y consciente. Sus ojos estaban claros, podía hablar perfectamente y, en todos los sentidos, todo lo demás parecía normal. Simplemente no podía sentarse erguido en la silla. Aquel día me enteré de que el abuelo, con más de 80 años, había contraído una enfermedad que a menudo afecta a las mujeres de 30.
Esta dolencia, llamada Myasthenia gravis, se da a conocer cuando el cuerpo de una persona no responde a su intención de mover los músculos, de ponerse de pie, o incluso de hacer algo tan simple como mantener su cabeza erguida. A nivel médico se describe como un desorden inmunitario que se produce cuando la sustancia portadora de las instrucciones que los nervios de la persona dan a sus músculos (acetilcolina) es absorbida por un producto químico particular producido por el propio cuerpo de la persona.
De modo que aunque mi abuelo podía tener un pensamiento que le mantuviera «erguido», y su cerebro enviaba la señal a su cuerpo, los músculos no la recibían. El componente químico fabricado por su cuerpo «secuestraba» la señal. En otras palabras, mi abuelo tenía una enfermedad por la que su cuerpo iba contra sí mismo, era un campo de batalla entre dos tipos de química que estaban en conflicto: una que producía todo lo que necesitaba para funcionar normalmente, y otra que impedía que se diera ese funcionamiento. En medio de mis viajes, pasé todo el tiempo que pude con mi abuelo, y traté de ayudarle a lidiar con esta experiencia mientras aprendía sobre su enfermedad.
Durante el tiempo que pasábamos juntos, descubrí algo muy interesante sobre su vida y la historia de nuestro país, algo que en mi opinión estaba directamente relacionado con su enfermedad. De joven, el abuelo trabajó en una tienda de comestibles durante la gran depresión. Si has hablado alguna vez con la gente que vivió esa época, probablemente serás consciente de que marcó profundamente sus vidas. Todo pareció cambiar de la noche a la mañana: la economía se paró, las fábricas dejaron de funcionar; las tiendas cerraron, el alimento empezó a escasear y la gente no podía alimentar a su familia. Mi abuelo fue una de estas personas.
Aunque hizo todo lo humanamente posible para llevar comida a su casa para su nueva esposa y los familiares que vivían con ellos, y le fue relativamente bien, en su mente creía haber fracasado. Y en su corazón se sentía culpable por su fracaso. Se sentía avergonzado por no haber tenido éxito como esposo, hijo, hijo político y amigo.
Antes de morir; recuerdo que le pregunté por la gran depresión y su experiencia. Y recuerdo la tristeza que se reflejaba en su rostro cuando se derrumbó y lloró mientras me contaba la historia. Estaba tan fresca en su mente, tan presente en su corazón, que formaba una parte intrínseca de su vida incluso después de sesenta años.
Para mí, la conexión era evidente. Mi abuelo no estaba describiendo una sensación pasajera de inadecuación vivida en su vida pasada; más bien, estaba describiendo una tremenda sensación de culpabilidad crónica no resuelta que sentía en el presente. Él la había albergado todos esos años, y finalmente había sido somatizada en su cuerpo físico. La conexión estaba clara porque la creencia es un código, y nuestros sentimientos con respecto a ella son sus comandos.
La sensación crónica de incapacidad que mi abuelo se había esforzado tanto por reprimir -su creencia subconsciente de indefensión- se convirtió en una expresión literal en su organismo. A través de la relación cuerpo/mente, su ser físico reconocía sus creencias como una orden inconsciente y producía con maestría la química necesaria para confirmarlas. De manera literal, su cuerpo se convirtió en su creencia en su incapacidad. No tuve que buscar muy lejos para descubrir por qué la enfermedad parecía presentarse tan repentinamente y en una etapa tan avanzada de la vida.
Poco antes de su aparición, la esposa de mi abuelo, mi abuela, fue hospitalizada porque sufría un cáncer que pronto se cobró su vida. Mi abuelo fue admitido en el hospital durante la enfermedad de mi abuela, y volvió a sentirse incapaz de hacer nada por la mujer que había amado durante más de cincuenta años. Para mí, la correlación entre las circunstancias de la muerte de mi abuela y la repentina aparición de la enfermedad de mi abuelo era demasiado evidente para ser una coincidencia. Fue el detonante que activó todos los viejos recuerdos de inadecuación de la gran depresión y los trajo al presente.
Por desgracia, la conexión cuerpo/mente no formaba parte de la educación de los médicos que cuidaron del abuelo en esa época. Para ellos, la suya era una enfermedad estrictamente física, aunque rara en un hombre de su edad, y así es como la trataron. Cada día del resto de su vida, mi abuelo tomó catorce medicamentos diferentes para equilibrar los síntomas y los efectos secundarios asociados con su creencia de que era incapaz de ayudar a sus seres queridos. Aunque sé que éste nunca sería el diagnóstico médico oficial, las correlaciones son demasiado evidentes y los estudios demasiado convincentes para sugerir que su enfermedad simplemente «ocurrió››.
El poder de nuestras creencias puede ir en los dos sentidos, puede afirmar la vida o negarla. Con tanta rapidez como nuestras creencias inconscientes pueden generar dolencias, también pueden invertir las que amenazan la vida misma. Lo que hace que esta posibilidad sea tan atrayente es que podemos cambiar nuestras creencias intencionalmente. La clave consiste en sentir que son reales, en lugar de limitarse a pensar, esperar o desear que se hagan verdad en nuestras vidas. De este modo, nuestras creencias personales pueden superar las creencias conscientes que tienen aquellos en quienes confiamos, como los médicos y nuestros amigos. A veces lo único que necesitamos es que otra persona nos recuerde que esto es posible.
En último término, la clave para transformar nuestras creencias más limitantes puede hallarse en la curación de la relación más íntima que tenemos en este mundo: esa que nos vincula con las fuerzas fundamentales que hacen de nuestro mundo lo que es: «luz» y «oscuridad». Nuestras creencias más profundas y a menudo inconscientes con respecto a estas fuerzas forman la base de todas las demás creencias, que se despliegan de maneras que afirman o niegan la vida.
Las fuerzas de la luz y de la oscuridad: ¿enemigas eternas o realidades mal entendidas?
Sin duda, vivimos en un mundo de opuestos, e incuestionablemente la tensión entre ellos hace de nuestra realidad lo que es. Todo tiene que ver con signos más y signos menos, «conectado›› y «desconectado», masculino y femenino, desde las cargas de las partículas atómicas hasta la concepción de una nueva vida. En teología, los opuestos toman nombres y apariencias que se traducen en las fuerzas de la luz y de la oscuridad, el bien y el mal. Yo no niego su existencia, pero describo cómo es posible cambiar su significado en nuestras vidas, y al hacerlo, redefinir nuestra relación con ellas.
Si vemos la vida como una batalla constante entre la luz y la oscuridad, debemos juzgar todo lo que contiene desde la perspectiva de los opuestos, y el mundo nos parece un lugar muy atemorizante. Tal visión exige que nos identifiquemos con un tipo de fuerzas o con el otro, y que las veamos como mejores o más poderosas. Aquí es donde a veces tenemos problemas con nuestras creencias subconscientes y con las de los demás. Recuerdo que de niño pensaba mucho en esto.
Mientras crecía en una ciudad conservadora del norte de Missouri, cuestioné lo que me habían enseñado en la escuela, en la iglesia y en mi familia con respecto a las fuerzas de la luz y la oscuridad, del bien y del mal, y lo que dichas fuerzas significaban en mi vida. Había algo que no tenía sentido para mí. Mi condicionamiento me llevaba a creer que vivimos en un mundo de bien y mal, y que ambos se esforzaban por convertirse en la fuerza dominante en mi vida. Los bienintencionados me enseñaron que podía reconocer la diferencia entre ambas por cómo las experimentaba: las cosas que me hacían daño procedían de la oscuridad, y la alegría de sentirme bien procedía de la luz. La idea del mal implicaba que había algo ahí fuera, algo horrible que estaba al acecho, esperando mi momento de debilidad en el que todo el bien que había conseguido acumular podía serme arrebatado. Si esto era cierto, significaba que ese «algo» era tan imponente que tenía poder sobre nosotros, tenía poder sobre mí.
Luché con la idea de que estamos viviendo en este tipo de mundo, no tanto porque no me gustara, sino porque no tenía sentido. Sabía que en algún momento de mi vida tendría que reconciliar lo que me habían enseñado sobre las fuerzas de la luz y de la oscuridad con lo que significaban para mí. En lugar de ser una gran revelación en un momento concreto, esta comprensión vino gradualmente como resultado de un sueño recurrente que tuve muchas veces entre los treinta y los cuarenta años de edad.
Tal vez no sea una coincidencia que el sueño se presentara mientras afrontaba los mayores retos y superaba las heridas más profundas de mi vida. Siempre he sido una persona muy visual, de modo que no es ninguna sorpresa que este sueño concreto tuviera una naturaleza muy gráfica, y estuviera asociado con emociones muy poderosas.
El sueño siempre empezaba igual: me veía a mí mismo solo, en un lugar completamente oscuro y vacío. Al principio, no había nadie más a mi alrededor, sólo la negrura que se extendía por todas partes y parecía no tener fin. Sin embargo, gradualmente, algo siempre aparecía ante mi vista, algo lejano, muy lejano, en la distancia.
A medida que mis ojos se enfocaban en lo que estaba viendo y era capaz de acercarme, empezaba a reconocer rostros. Lo que veía era gente, mucha gente… A algunos los había visto antes y a otros no.
(Curiosamente, a veces estaba esperando frente a un semáforo en una ciudad pequeña, o caminando por un aeropuerto ajetreado, y reparaba en alguien que había visto poco antes en mi sueño.)
Al centrarme en el sueño, me daba cuenta de que en esa multitud estaba toda la gente que había conocido o llegaría a conocer en mi vida, incluyendo a todos mis amigos, mis familiares y las personas que había amado. Y todos estaban allí juntos, separados de mí por una gran división que se había abierto en la negrura que se extendía entre nosotros.
Aquí es donde el sueño se ponía muy interesante. En un lado de la división había un abismo que era cegadoramente luminoso, y en el otro había un abismo que era de la más negra oscuridad. Cada vez que intentaba cruzar la división para llegar a la gente que amaba, uno de los dos lados me desequilibraba. Cada vez que me resistía a caer en la luz o en la oscuridad, volvía a encontrarme de vuelta donde había comenzado, echando de menos tremendamente a todos, y la gente se alejaba más y más.
Una noche tuve este mismo sueño, pero algo cambió. Comenzó igual que siempre, y cuando me di cuenta, ya sabía qué esperar. Pero esa noche hice algo diferente: al empezar a cruzar la división y sentir que la luz y la oscuridad tiraban de mí en direcciones opuestas, no me resistí, pero tampoco me rendí. Cambié cómo me sentía en su presencia y lo que creía con respecto a ellas.
En lugar de juzgar a una como «buena» y a la otra como «mala», o mejor o peor que la otra, permití que tanto la luz como la oscuridad estuvieran presentes y se hicieran mis amigas. En cuanto lo hice, ocurrió algo que me dejó anonadado: de repente tenían una apariencia diferente para mí. Entonces se fundieron, llenaron la división y se convirtieron en el puente que me condujo hasta mis seres queridos.
Y en cuanto ocurrió esto, los sueños recurrentes acabaron. Aunque he tenido otros sueños que me han enseñado cosas semejantes, nunca he vuelto a tener éste en concreto.
La curación en cascada
Antes de que se produjera la curación de mi sueño recurrente, durante varios meses me encontré en algunas de las situaciones relacionales más difíciles de mi vida adulta. Desde mis amigos y compañeros de trabajo hasta mis familiares y mi pareja, toda la gente que me rodeaba parecía estar fuera de control por razones que yo no comprendía.
Como descubrí al reconocer los antiguos espejos esenios de relación sobre los que escribí en La Matriz Divina, tenía una sensación clara de cómo «debían» y «no debían» ser las relaciones en aspectos como la honestidad, la integridad y la confianza en los demás. Y precisamente mi juicio de estas cualidades demostró ser el poderoso imán que atraía estas relaciones hacia mí.
Casi inmediatamente después del sueño empezó a ocurrir algo inesperado: en cuestión de unos días, cada una de las personas que reflejaba mis juicios comenzó a salir de mi vida. Ya no estaba enfadado con ellas ni sentía resentimiento alguno. Más bien, empecé a sentir una extraña «nada». No hice ningún esfuerzo intencional por alejarlos de mi. Tras haber redefinido mi relación entre luz y oscuridad, y reconociendo mis experiencias con estas personas tal como eran, y no como mis juicios las hacían ser, descubrí que simplemente no quedaba nada para conservarlas en mi vida. Cada una de ellas empezó a desaparecer de mis actividades cotidianas. De repente me llamaban menos por teléfono, me escribían menos cartas, y yo pensaba menos en ellas a lo largo del día. Mis juicios eran los imanes que mantenían esas relaciones en su lugar.
Si bien este nuevo estado de cosas era interesante, a los pocos días empezó a ocurrir algo aún más intrigante, e incluso un poco curioso: me di cuenta de que otras personas que habían estado en mi vida durante mucho tiempo, y con quienes no tenía conflicto ni lucha de ningún tipo, también desaparecieron poco a poco. Una vez más, yo no hice ningún esfuerzo consciente por terminar esas relaciones. Simplemente parecía que ya no tenían sentido. En las escasas ocasiones en las que mantenía alguna conversación con uno de estos individuos, parecía forzada y superficial. Donde antes había habido un terreno común, ahora había incomodidad. Casi en cuanto noté este cambio en las relaciones, tomé conciencia de algo que para mí era un nuevo fenómeno.
Cada una de las relaciones que se estaban alejando de mi vida había estado basada en la misma pauta, que también era lo que las había atraído a mí. Esa pauta era el juicio de sus acciones desde el punto de vista de mis creencias sobre la luz y la oscuridad. Mi juicio, además de ser el imán que las atrajo originalmente hacia mí, también era el pegamento que las mantenía de una pieza. En ausencia de juicio, el pegamento se disolvía. Empecé a notar un efecto en cascada que funcionaba así: en cuanto reconocía la pauta en un lugar, en una relación, su eco reverberaba en muchos otros niveles de mi existencia.
Fuente:
Libro “La Curación Espontánea de las Creencias”, por Gregg Braden, Editorial Sirio