La dicha de la sabiduría
La clave para descubrir nuestra verdadera fortaleza se halla en lo que percibimos como nuestros defectos e imperfecciones. Al enfrentarnos a nuestras emociones perturbadoras y a los problemas que se presentan en nuestra vida, descubrimos una experiencia de bienestar que se extiende tanto hacia el exterior como dentro de nosotros. Si no me hubiera enfrentado al pánico y la ansiedad que sentí durante la mayor parte de mi juventud, no estaría en la situación en la que me encuentro hoy en día. Nunca habría reunido el valor ni la fuerza necesarios para subir a un avión, viajar por el mundo y sentarme delante de un auditorio lleno de desconocidos para transmitir la sabiduría que he aprendido, no solo por mi propia experiencia, sino de las experiencias de los grandísimos maestros que fueron mis guías y profesores.
Todos somos budas, solo que no lo reconocemos. En muchos sentidos, estamos encerrados en una visión limitada de nosotros mismos y del mundo que nos rodea, por los condicionantes culturales, la educación familiar, la experiencia personal y por nuestra predisposición biológica fundamental a hacer distinciones y medir la experiencia presente y las esperanzas y miedos futuros según un almacén neuronal de recuerdos.
En cuanto nos comprometemos con hacernos más y más conscientes de nuestra naturaleza de buda, inevitablemente empezamos a ver cambios en nuestra experiencia diaria. Las cosas que solían inquietarnos empiezan a perder la capacidad de alterarnos. Nos volvemos intuitivamente más sensatos, más relajados y más generosos. Empezamos a reconocer los obstáculos como oportunidades para continuar creciendo. Y a medida que se desvanece nuestro sentimiento ilusorio de limitación y vulnerabilidad, descubrimos, en lo más hondo de nuestro ser, la verdadera grandeza de quiénes y qué somos.
Y lo mejor de todo, a medida que empezamos a ver nuestro potencial, también comenzamos a reconocerlo en todas las personas que nos rodean. La naturaleza de buda no es una cualidad especial, que esté solo al alcance de unos pocos privilegiados. La verdadera señal de haber reconocido la naturaleza de buda es darse cuenta de lo corriente que es, ser capaz de ver que todos los seres vivos la comparten, aunque no todos la reconozcan en sí mismos. Así que, en lugar de cerrar nuestro corazón a las personas que nos gritan o se comportan de modo dañino, nos volvemos cada vez más abiertos. Reconocemos que no son «imbéciles», sino gente que, como nosotros, quiere ser feliz y vivir en paz, solo se comportan como imbéciles porque no han reconocido su verdadera naturaleza y están abrumados por sensaciones de vulnerabilidad y miedo.
Podemos empezar nuestra práctica simplemente aspirando a mejorar, a enfocar todas nuestras actividades con más presencia, conciencia y visión, y a abrir nuestro corazón más profundamente a los demás. La motivación es el factor más importante que determina si nuestra experiencia estará condicionada por el sufrimiento o por la paz. De hecho, la sabiduría y la compasión se desarrollan a la par. Cuanta mayor atención prestemos y más detenidamente examinemos las cosas, más fácil nos resultará ser compasivos. Y cuanto más abramos nuestro corazón a los demás, más sensatos, hábiles y atentos nos mostraremos en nuestras actividades.
En cada momento, podemos elegir entre seguir la cadena de pensamientos, emociones y sensaciones que refuerzan nuestro sentimiento de ser vulnerables y limitados, o recordar que nuestra verdadera naturaleza es pura, no está condicionada ni puede ser dañada de ningún modo. Podemos quedarnos en el sueño de la ignorancia, o recordar que siempre estamos y hemos estado despiertos. En cualquiera de los casos, nunca dejamos de expresar la naturaleza ilimitada de nuestro verdadero ser. La ignorancia, la vulnerabilidad, el miedo, la ira y el deseo son expresiones del potencial infinito de nuestra naturaleza de buda. No hay nada intrínsecamente correcto o incorrecto en cualquiera de estas posibilidades. El fruto de la práctica budista es simplemente reconocer que todas estas aflicciones mentales no son más que elecciones a nuestro alcance, porque las posibilidades de nuestra verdadera naturaleza son infinitas.
Elegimos la ignorancia porque podemos. Elegimos la conciencia porque podemos. El samsara y el nirvana son solamente dos puntos de vista distintos, según las decisiones que tomamos a la hora de examinar y comprender nuestra experiencia. No hay nada mágico en el nirvana ni nada malo o incorrecto en el samsara. Si estamos decididos a vernos limitados, asustados, vulnerables o marcados por las experiencias pasadas, solo debemos saber que hemos elegido que así sea. La oportunidad de experimentarnos a nosotros mismos de otra manera está siempre a nuestro alcance.
Esencialmente, el camino budista nos ofrece la posibilidad de elegir entre lo familiar y lo práctico. Sin duda hay un elemento de comodidad y estabilidad en mantener nuestros patrones familiares de pensamiento y conducta. Salirnos de esta zona conocida y confortable significa adentrarse en un terreno de experiencias desconocidas que pueden producir cierto pavor, una tierra de nadie inquietante como la que viví en mi retiro. No sabemos si darnos la vuelta y volver a lo que nos resultaba conocido pero aterrador, o seguir adelante hacia lo que quizá sea aterrador solo porque es desconocido.
En cierto sentido, la incertidumbre que pesa sobre la elección de reconocer nuestro pleno potencial tiene un parecido, según me han contado algunos de mis estudiantes, con poner fin a una relación abusiva. Hay algo de reticencia, o una sensación de fracaso asociada al hecho de dejar la relación.
La diferencia principal entre cortar una relación abusiva y entrar en el camino de la práctica budista es que, cuando entramos en el camino de la práctica budista, estamos poniendo fin a una relación abusiva con nosotros mismos. Una vez tomamos la decisión de reconocer nuestro verdadero potencial, gradualmente empezamos a subestimarnos menos; la opinión que tenemos de nosotros mismos se vuelve más positiva y sana; aumenta nuestra confianza y nuestra alegría por estar vivos. Al mismo tiempo, empezamos a reconocer que todas las demás personas tienen el mismo potencial, lo sepan o no. En lugar de verlos como amenazas o adversarios, descubrimos nuestra capacidad de reconocer y empatizar con su miedo e infelicidad. De forma espontánea, nuestras reacciones estarán más centradas en las soluciones que en los problemas.
En última instancia, la dicha del saber se reduce a elegir entre el malestar de ser conscientes de nuestras aflicciones mentales y el malestar de permitir que nos gobiernen. No puedo prometer que descansar en la atención consciente de nuestros pensamientos, sentimientos y sensaciones, reconociéndolos como creaciones interactivas de nuestra mente y cuerpo, vaya a ser siempre agradable. De hecho, prácticamente puedo garantizar que observarnos a nosotros mismos de esta manera será, a veces, sumamente desagradable.
Pero lo mismo podemos decir sobre empezar algo nuevo, ya sea ir al gimnasio, cambiar de empleo o ponernos a dieta. Los primeros meses siempre son complicados. Es difícil motivarnos para hacer ejercicio; cuesta aprender las habilidades necesarias para dominar un trabajo; y no es fácil comer sano todos los días. Pero al cabo de un tiempo las dificultades remiten. Sentimos la satisfacción de haber logrado algo, y la percepción que tenemos de nosotros mismos empieza a transformarse.
La meditación funciona igual. Los primeros días puede que nos sintamos muy bien, pero al cabo de una semana más o menos, la práctica se convierte en una cruz. No encontramos tiempo, estar sentados es incómodo, no conseguimos centrarnos o simplemente nos cansamos. Topamos con una barrera, como les sucede a los corredores cuando intentan añadir medio kilómetro más a su ejercicio. El cuerpo dice: «No puedo», a la vez que la mente dice: «Debería poder». Ninguna de las dos voces es especialmente agradable; en realidad, las dos son más bien exigentes.
A menudo se denomina al budismo la «vía media» porque ofrece una tercera opción. Si no podemos concentrarnos en un sonido o en la llama de una vela durante un segundo más, lo mejor que podemos hacer es parar. De lo contrario, la meditación se convierte en una lata. Acabaremos pensando: «Oh, no, son las 7:15. Tengo que sentarme para practicar la atención consciente». Así no se evoluciona nunca. Pero si, por lo contrario, pensamos que podemos seguir un minuto o dos más, entonces sigamos. Puede que nos sorprenda lo que aprendamos. Tal vez descubramos que bajo nuestra resistencia se esconde un pensamiento o sentimiento concreto que no queríamos reconocer. O quizá veamos que podemos descansar nuestra mente más tiempo de lo que creíamos. Este simple descubrimiento puede darnos más confianza en nosotros mismos.
Pero lo mejor de todo es que no importa cuánto tiempo practiquemos, o qué método utilicemos: a la larga todas las técnicas de meditación budista despiertan la compasión. Cuando observamos nuestra mente, no podremos evitar reconocer nuestro parecido con las demás personas que nos rodean. Cuando vemos nuestro deseo de ser felices, no podemos evitar ver el mismo deseo en los demás. Y cuando observemos detenidamente nuestro miedo, ira o aversión, no podremos evitar darnos cuenta que las demás personas sienten el mismo miedo, la misma ira y la misma aversión.
Esta es la sabiduría, que no significa un conocimiento teórico, sino un despertar del corazón en el que reconocemos nuestra conexión con los demás y hallamos el camino a la felicidad.
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