Podríamos decir, entonces, que la mejor respuesta para «¿Qué es todo (el universo)?» es: «¡Mira y ve!» Pero la pregunta implica siempre una búsqueda de algo básico a todo, cierta unidad subyacente que no coge nuestro pensar cotidiano, ni tampoco nuestras sensaciones corrientes. Pensamiento y sensación son analíticos y selectivos, por naturaleza, y por esto presentan al mundo tan sólo como una multiplicidad de cosas y hechos. Pero de cualquier modo el hombre tiene un «instinto metafísico» que, aparentemente, la multiplicidad no satisface.
¿Qué garantía hay de que los cinco sentidos, en conjunto, cubran todas las experiencias posibles? Lo que siempre abarcan es nuestra experiencia real, nuestro humano conocimiento de hechos y eventos. Hay espacios entre los dedos; también los hay entre los sentidos. En estos huecos acecha la oscuridad, se esconde la conexión entre las cosas… Esta oscuridad es la fuente de nuestros temores y ansiedades, pero también la morada de los dioses. Sólo ellos ven las conexiones, la coherencia total de todo lo que ocurre; eso que ahora viene a nosotros en pedazos y trozos, los «accidentes» que sólo existen como tales en nuestras mentes, a través de nuestra limitada percepción.
El hombre está, por lo tanto, intuitivamente seguro de que la multitud de cosas y de hechos se da «sobre» o «en» algo, como las imágenes en un espejo, los sonidos en un diafragma, las luces y colores sobre un diamante, o la letra y la música de una canción en la voz de alguien que canta. Esto ocurre, tal vez, porque el hombre es un organismo unitario: si las cosas y eventos se dan «sobre» alguna cosa, esa cosa es nuestro propio sistema nervioso. Pero, existe más de un sistema nervioso. ¿Y sobre qué se dan todos los sistemas nerviosos? ¿Uno sobre otro?
Este misterioso algo ha sido llamado Dios, el Absoluto, Naturaleza, Sustancia, Energía, Espacio, Eter, Mente, Ser, el Vacío, el Infinito, nombres e ideas que difieren en popularidad y respetabilidad, de acuerdo a las brisas de la moda intelectual, ya se considere al universo inteligente o estúpido, sobrehumano o subhumano, específico o vago. Todas ellas podrían ser descartadas como ruidos sin sentido si la noción de un Fondo del Ser, subyacente, no fuera más que el producto de la especulación intelectual. Pero estos nombres son, a menudo, utilizados para designar el contenido de una experiencia vívida y, sensorialmente, casi concreta, esto es la experiencia «unitiva» del místico que, con variaciones secundarias, se encuentra en todas las culturas de la historia. Esta experiencia es el sentido transformado del yo-mismo que desarrollé en el capítulo anterior, sólo que en términos «naturalísticos», purgado de toda cháchara sobre la mente, el alma, el espíritu y otras palabras intelectualmente evanescentes.
Para llegar a alguna parte en filosofía ―es decir, para no avanzar y retroceder una y otra vez― debemos estar provistos de un buen sentido de visión correlativa. Este término técnico equivale al concienzudo aprendizaje del Juego de Blanco y Negro, por el cual uno advierte que todos los opuestos explícitos son aliados implícitos: en el sentido de la visión correlativa, ellos se co-implican uno al otro, y no pueden existir separados. Esto, más que una pantanosa absorción de diferencias en un continuo eternamente gomoso, es la subyacente unidad metafísica del mundo. Pues esta unidad no es mera unicidad, contrapuesta a multiplicidad, desde que estos términos son también polares. La unidad o inseparabilidad de uno y muchos es designada en la filosofía Vedanta como «no-dualidad» (advaita) para distinguirla de la simple uniformidad. Es cierto, este término tiene también su propio opuesto que es «dualidad», pues así como todo término establece una clase o casillero intelectual, esta clase tiene un exterior que polariza a su interior. El lenguaje no puede ―por esta razón― escapar de la dualidad, del mismo modo que la pintura o la fotografía actúan sobre superficies planas y no pueden trascender sus dos dimensiones. Pero, por la convención de la perspectiva, ciertas líneas bidimensionales que se fugan hacia un «punto de desaparición» representan la tercera dimensión, o profundidad; en forma parecida el término dualístico «no-dualidad» es utilizado para representar esa «dimensión» en la que las diferencias explícitas encuentran su unidad implícita.
Si sujeto y objeto, organismo y medio ambiente, yo-mismo y otro, son polos de un único proceso, eso es mi verdadera existencia. Dice el Upanishad: «Eso es el Sí-mismo. Eso es lo real. ¡Eso eres tú!» Claro que yo no puedo decir o pensar nada sobre Eso, o ―como ahora lo llamaré― Esto, a menos que recurra a la convención del lenguaje dualístico, como las líneas de perspectiva son usadas para sugerir profundidad en una superficie plana. Eso que está más allá de los opuestos debe ser descrito en términos de opuestos, si es que vamos a exponerlo de alguna manera. Esto significa: a través del lenguaje de la analogía, la metáfora y el mito.
La dificultad no sólo reside en que el lenguaje es dualístico porque todas las palabras son etiquetas para clasificar cosas en clases mutuamente exclusivas. El problema mayor reside en que Esto es mucho más yo-mismo que lo que yo pensaba, tan central y tan básico para mi existencia que no puedo convertirlo en objeto; no hay forma de quedar fuera de Esto, y, de hecho, ninguna necesidad. Pues en el mismo momento en que trato de cogerlo, implico que Esto es realmente yo mismo. En cierto modo, estoy perdiendo el sentido de lo que es al tratar de encontrarlo. Por eso es que los que realmente saben que son Esto declaran, invariablemente, que no lo entienden, pues es Esto quien entiende al entendimiento, y no al revés. ¡Uno no puede, ni necesita, llegar más profundo de lo que ya es profundo!
Pero, aunque Esto elude toda descripción, no debe ser confundido ―como ocurre a menudo― con la más etérea de las descripciones, como un continuum transparente de indiferenciada jalea cósmica. La más concreta imagen de Dios Padre, con su barba blanca y su túnica dorada, vale más que eso. Sin embargo, los estudiantes occidentales de filosofías orientales acusan insistentemente a los hindúes y budistas de creer en un Dios informe y gelatinoso, sólo porque los orientales insisten en que toda concepción o imagen objetiva de Esto es vacío puro. ¡Pero el término «vacío» se aplica a todas esas concepciones, no a Esto!
Sin embargo, para hablar y pensar en torno a Esto no tenemos más remedio que servirnos de concepciones e imágenes, y no hay nada malo en ello mientras sabemos lo que estamos haciendo. La idolatría no consiste en el uso de imágenes, sino en confundirlas con lo que representan, y a este respecto las imágenes mentales y las abstracciones sublimes pueden ser más perniciosas que las estatuillas de bronce.
Posiblemente, usted fue educado en una cultura donde la imagen predominante de Esto ha sido, por siglos, el Padre Dios, cuyo pronombre es Él, porque Ello parece demasiado impersonal y Ella sería ―por supuesto― inferior. ¿Esta imagen es todavía funcional, como mito útil para proveer un consenso sobre la significación de la vida a los distintos pueblos y culturas de este planeta?
Francamente, la imagen de Dios Padre se ha vuelto ridícula… a menos que usted lea a Santo Tomás de Aquino, a Martin Buber o a Paul Tillich, y comprenda que se puede ser un devoto judío o cristiano sin creer a pie juntillas en el Papá Cósmico. Pero aun en este caso es difícil sustraerse a la fuerza de la imagen, pues las imágenes nos conmueven más profundamente que los conceptos. Como devoto cristiano, usted podría recitar diariamente el Padrenuestro, y eventualmente se conmoverá: usted se está relacionando emocionalmente con Esto; lo ve como un padre idealizado, varonil, amante pero severo, y sobre todo un ser personal, bien distinto de usted. Evidentemente, usted debe ser otro que Dios ―puesto que se concibe como un ego separado― pero cuando comprendemos que esta forma de identidad no es más que una institución social y que ha dejado de ser funcional como juego de la vida, la aguda división entre yo-mismo y la realidad última ya no viene al caso.
Presumo, entonces, que con mi muerte olvidaré quien fui, del mismo modo que mi atención consciente es incapaz de recordar ―si alguna vez lo supo― cómo se forman las células del cerebro o cómo se traza el recorrido de las venas. La memoria consciente juega un pálido papel en nuestra existencia biológica. Así como mi sensación de «Yo-idad», de estar vivo, nació una vez sin intención ni memoria consciente, así surgirá una y otra vez, cuando el Sí-mismo central ―el Esto― aparezca en una nueva situación de yo-mismo/otro, en sus miríadas de formas pulsantes, siempre el mismo y siempre nuevo, un aquí rodeado de alláes, un ahora cercado por entonces, un uno en medio de muchos. Y si yo olvido cuántas veces he estado aquí, y en cuantas formas, este olvido es el intervalo necesario de oscuridad entre dos pulsaciones de luz. Yo vuelvo en cada niño que nace.
En verdad, ya lo sabemos. La gente muere, y luego los niños nacen, y, a menos que sean autómatas, cada uno de ellos es exactamente como éramos nosotros, la experiencia del «yo» volviendo a nacer. Cambian las condiciones de herencia y ambiente, pero cada uno de esos niños encarna la idéntica experiencia de ser central en un mundo que es «otro». Cada niño amanece a la vida como yo lo hice, sin memoria alguna del pasado. Esto es: cuando yo me voy no puede haber experiencia, no puede vivirse el estado de un perpetuo «ha sido». La naturaleza «aborrece el vacío», y el sentimiento de «yo» aparece otra vez, tal como lo hizo antes; poco importa si el intervalo es de diez segundos o de billones de años. En la inconsciencia, todos los tiempos son el mismo breve instante.
Esto es muy obvio, pero nuestro bloqueo contra la evidencia es ese extendido y compulsivo mito de que el «yo» viene a este mundo, o es arrojado fuera de él, de un modo que no tiene conexión esencial con el propio mundo. Por eso no confiamos en que el universo repita lo que ya hizo: «yo-izarse» una y otra vez. Lo vemos como una arena eterna en la cual el hombre no es más que un extraño pasajero ―un visitante desconocido― pues el fino rayo de la consciencia no se proyecta sobre su propia fuente. Mirando hacia el mundo, olvidamos que es el mundo quien se mira a sí mismo, a través de nuestros ojos y los de Esto.