“Si alguien te da una bofetada en una mejilla, ofrécele también la otra mejilla. Si alguien te exige el abrigo, ofrécele también la camisa. Dale a cualquiera que te pida; y cuando te quiten las cosas, no trates de recuperarlas”, puede leerse en Lucas 6:29-30, en el libro sagrado de la tradición católica. El Occidente cristiano, regido en buena medida por este texto fundamental, la Biblia, pareciera apelar a una bondad sin límites para con el otro. Según esa cosmovisión, el otro, el semejante, es uno más, un igual con el que debo tener una relación empática, camaraderil, amándolo sin condiciones. Ese otro, más allá de las diferencias posibles que pueblan las relaciones interpersonales (unos agreden, otros no; algunos evidencian carencias, a otros le sobran pertenencias, etc.) es alguien que nos acompaña en nuestro viaje por la vida, y el texto bíblico invita al amor fraterno, a la hermandad sin límites ni condicionamientos para con mi congénere. Sucede, sin embargo, que más allá de proclamarse esa relación como piedra angular de nuestra ética occidental y cristiana -hoy capitalista-, la realidad nos confronta con algo exactamente contrario: el otro puede ser mi esclavo. Y, en realidad, lo es.
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