Los Orang Rimba, el murciélago y el capital: este es nuestro adat.

Curug Sembilan. ©Instagram/ba.barito

«Dado que la tierra era tan pequeña como una pista,

y el cielo era ancho como un paraguas,

nuestras costumbres y leyes «adat» que nos fueron dadas por nuestros antepasados,
en vida y muerte,
son para ser usados por todos nosotros.
El cielo es nuestro techo,
la tierra es nuestro piso,
este es nuestro «adat» en el bosque
Versos de los Orang Batin Sembilan. Sumatra.

«Los vínculos entre la pandemia y el clima no son tan difíciles de comprender. La tala de bosques tropicales hace que tanto los patógenos, como el dióxido de carbono eliminado, vayan a otra parte, lo que provoca nuevas enfermedades y concentraciones crecientes de CO2. No se trata de cadenas causales que no se puedan explicar a las personas», explica Josep Peñuelas, experto en los impactos de los cambios globales antropogénicos en los ecosistemas.

Hace unos años, los medios anunciaron con cierto optimismo que el aumento de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera en estos últimos años ha hecho que las plantas crezcan mucho más. El planeta se ha ido reverdeciendo a lo largo de estos últimos decenios. Gracias a eso hemos tenido menos CO2 en la atmósfera porque las plantas, a su vez, han actuado como sumideros de carbono, impidiendo un mayor calentamiento del planeta. «Hasta ahora nuestro planeta ha tenido esa capacidad de autorregulación»
El filósofo Demócrito ya aseguraba: «la naturaleza se basta así misma: por esto vence con lo menos y con lo seguro».
Pero, advierte Peñuelas, «esto tiene un límite. El crecimiento ilimitado no puede continuar. Siempre digo que hay que ponerse un póster del planeta en la habitación para darse cuenta de que los recursos son limitados.»
Y es que los árboles necesitan otros elementos, como el potasio. Además, muchas especies no están adaptadas a los cambios de temperatura, y mucho menos a la ola de calor extrema que se vivió en Europa en 2003. A esto hay que sumarle que en algunas regiones del mundo el cambio climático se traduce en períodos de sequía y aridez: les falta agua.
 
Y también hay que añadir la deforestación, especialmente en zonas como el sur de la Amazonia, la República Democrática del Congo o Indonesia. La pérdida de su papel como sumidero de carbono supone que las regiones tropicales se vuelven neutrales en el ciclo del carbono (es decir, almacenan CO2 tanto como emiten).
¿Y qué impulsa la deforestación?

Según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), entre 1990 y 2020 se han perdido 178 millones de hectáreas de bosques.

Andreas Malm, en su libro «El murciélago y el capital», hace un recorrido histórico sobre este problema. Explica que hasta la década de 1990, la tala de árboles de los trópicos del sudeste asiático y latinoamérica había sido impulsada por los Estados. Y es que en 1960 y 1970, se extendieron levantamientos de campesinos que actuaban en esas selvas recónditas de países recién independizados en el sudeste asiático, así que EEUU hizo que los Gobiernos locales paralizasen el apoyo popular de esos insurgentes entregando a los pequeños propietarios las tierras que tanto ansiaban. De esta manera, no se unirían a las guerrillas. La dictadura militar de Indonesia los reubicó en las islas exteriores, y en el caso de Latinoamérica, Brasil partió en dos el Amazonas con la megautopista y envió a colonizadores a las tierras de las carreteras secundarias. Así, consiguieron dos objetivos: despejar los bosques y acabar con los levantamientos. 

 Pero llegó el momento en que las iniciativas para despejar los bosques vinieron de actores privados, con sus propios objetivos: la carne de res, la soja, el aceite de palma, la madera… Pero ya no eran pequeños espacios, sino plantaciones de palma aceitera de más de tres mil hectáreas en Indonesia, o miles de hectáreas de ranchos de ganado en Brasil. Malasia e Indonesia otro tanto: producen el 90% del aceite de palma de todo el mundo.
El naturalista David Attenborough recordaba en 2014 la primera vez que llegó a Sabah, en la parte malasia de la isla de Borneo: «fue hace 40 años para filmar a los murciélagos en la cueva de Gomatong, lo que nadie había hecho previamente. En esa época, teníamos que abrirnos paso en la jungla porque no había caminos» «Cuando finalmente entramos en la cueva, había este gran cúmulo de guano que tuvimos que escalar para poder observar a los murciélagos. Fue inolvidable», dijo.
«Cuando los árboles caen y los animales autóctonos mueren masacrados, los gérmenes nativos flotan como el polvo», explicaba poco antes, David Quammen en su libro «Contagio. La evolución de las pandemias». Ningún otro país como Malasia ha perdido bosques vírgenes a tanta velocidad. Y, además, se convierten en bosques fragmentados, lo que acelera la evolución de los patógenos, ya que los encierran en espacios aislados que mutan a su manera. Las empresas de deforestación acaban con esas fronteras naturales, con la biodiversidad , vacuna natural que evita que el virus acumule una capacidad de contagio suficiente.
Los focos de transmisión y los focos de deforestación están ubicados en los trópicos. Y una cuarta parte de los murciélagos del planeta viven en el sudeste asiático que, expulsados de sus hábitats, buscan cobijo y alimentos en graneros, plantaciones, cerca de los humanos. En el caso de Brasil, el murciélago vampiro se ve obligado a atacar al ganado. Y en el caso de Nigeria, la deforestación por madera y cacao crea las mejores condiciones para las larvas de mosquito, que reciben más luz solar y ven desaparecer sus depredadores. Así, la malaria causa estragos en ese país.
Los virus transportados por los murciélagos viajan más lejos y rápido y son más nocivos, pero ya a los patógenos no se les puede etiquetar con un «made in». La circulación es cada vez más rápida y abarca más suelo. Hay una «compresión espaciotemporal» que rompe con las barreras espaciales, por las tecnologías más rápidas, por el capital que aspira a acortar el tiempo para aumentar beneficios, porque el tiempo es oro.
Pero no debe serlo para el tiempo de vida de algunos. Según FAO, los pueblos indígenas de todo el mundo viven en un 22% de la tierra, pero gestionan hasta el 80% de la biodiversidad, que luchan todos los días contra la invasión de los agricultores de palma aceitera, caucho, pulpa y otras plantaciones, los madereros ilegales, los cazadores furtivos, los incendios intencionados…
En los últimos 30 años, más de la mitad de los bosques de Sumatra han desaparecido. Actualmente, la mayor amenaza del bosque Harapan de 769 kilómetros cuadrados, en el centro de Sumatra, es una carretera propuesta por una compañía de carbón, PT Marga Bara Jaya (MBJ), para transportar carbón. Un tercio de la carretera de 88 kilómetros atravesaría el bosque.

Los Orang Batin Sembilan (Orang Rimba o Anak Dalam) tienen su hogar ahí. Su sistema tradicional, llamado «adat» (lo que es correcto y lo que no) les recuerda que garantizar la salud, la armonía y equilibrio de los bosques es garantizar la fortuna del grupo, de la aldea. Y es que los bosques se conocen como las «raíces» o el «tronco» del mundo (pangkol bumi halom). De hecho, el reino de los bosques (halom rimba) sigue el sistema «adat» más antiguo e importante, el de los dioses mayores, y difiere totalmente del «adat» del reino exterior de la aldea (me’uba adat), que sigue el de los antepasados y el Islam. Pero cuando alguien goza de buena salud, se dice que está «floreciendo» (bungohon) y si está enfermo, está «marchito» (layu) porque se ha «calentado» y el «huluy» o espíritu ha huido del cuerpo, liberando el aliento o fuerza vital (nyawoh, nafai). También son «calientes» e insalubres los claros o lugares abiertos en la tierra, como los causados por la deforestación, mientras que los bosques maduros (rimba godong) se denominan como «florecidos» (rimba bungahon), saludables, y son buenos lugares para vivir, dar a luz, abrir un jardín o realizar actividades rituales.

Hace tiempo ya sabían que debajo de los bosques, la tierra (tanoh) se mantiene unida por una red simbiótica de raíces de los árboles y plantas del bosque, que también se cree que son sensibles al «calor». Aseguran, y bien lo saben, que cuando los bosques se talan a gran escala, las lluvias pueden hacer que la tierra se rompa, causando inundaciones.
 
La antropóloga y educadora Butet Manurung (o Saur Marlina Manurung), autora de «La escuela de la jungla», fue profesora en Jambi. Y ella cuenta que «en el pasado, los forasteros a menudo ridiculizaban a las comunidades indígenas hasta el punto de la vergüenza y las lágrimas.(…) Ahora, si se ríen de ellos porque son ateos, responderán diciendo: “¿Qué es la religión? También creemos que hay otras energías, además de las de los humanos. El hecho de que no haya un nombre para esa religión no significa que no exista, porque no es una religión reconocida por el gobierno”.

Ngerung, una mujer Orang Rimba, explica:

«Cuando nace un bebé, se deben plantar tres árboles, uno para la placenta, uno para el bebé, uno para el nombre. Nunca se pueden cortar ni herir. Cuando caminamos por nuestro bosque, le recordamos a la gente esto».

Fuentes:
David Quammen, «Contagio. La evolución de las pandemias».
 Andreas Malm,»El murciélago y el capital: Coronavirus, cambio climático y guerra social»
https://hutanharapan.id/en/
http://unaantropologaenlaluna.blogspot.com/2021/10/los-orang-rimba-el-murcielago-y-el.html

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