Hatfield, el hombre de la lluvia
Por lo demás, un personaje que realmente existió, pero que guardó su secreto, era el americano Charles Mallory Hatfield (1880-1958) (Para la pequeña historia, se trata del auténtico héroe de la novela de Saúl Bellow, Henderson, el fabricante de lluvia.)
Hatfield tenía una afinidad con la atmósfera, y fue quizás el único ser humano de su especie.
Podía hacer llover a voluntad, simplemente produciendo humos a partir de reacciones químicas que mantuvo en secreto. Por supuesto, la ciencia oficial afirma que sólo a través de los métodos oficiales y patentados, consistentes en pulverizar cristales a partir de un avión, es como se puede hacer llover. Los estadísticos afirman, por el contrario, que este método proporciona resultados puramente al azar. Las discusiones entre los sabios son muy duras a este respecto, Hatfield, por su parte, tenía éxito siempre y su historia merece ser recogida con todos sus detalles.
En 1902, Hatfield es viajante de comercio, representando máquinas de coser. Nunca siguió estudios, pero lee mucho. Muy tranquilo y muy modesto, pretenderá siempre utilizar unos fenómenos naturales, que él mismo comprende muy mal.
Lleva a cabo su primer trabajo de fabricante de lluvia comercial en 1903, cerca de Los Ángeles.
Firmó, en veinticinco años, quinientos contratos a precios que oscilaban entre cincuenta y diez mil dólares, siendo determinado este precio por lo que el cliente podía pagar sin que ello le perjudicara (singular método comercial). No fracasará nunca. El municipio de Los Ángeles le pidió que llenara el embalse. Por cuatro mil dólares, obtuvo veinticinco centímetros de lluvia en el pluviómetro y el agua del embalse ascendió seis metros. Al pagarle, el municipio hizo este comentario: «Es peor nada.»
El rumor de los poderes de Hatfield se propaga al mundo entero. En Alaska, los torrentes están secos en 1906. Los mineros no pueden utilizar el procedimiento clásico de lavado para la extracción de oro, que exige agua. Todos cotizan y ofrecen conjuntamente a Hatfield diez mil dólares en oro.
Treinta y seis horas después que Hatfield se ha puesto en acción cae la lluvia que los salvará.
En 1922, Italia está en peligro. Todo el mediodía sufre una gran sequía. Hatfield llega en socorro suyo. Cae la lluvia, y los campos se salvan. Todos los embalses se llenan. La gloria de Hatfield se extiende por todo el mundo.
En el desierto de Mohave, en California, obtendrá, al cabo de tres horas, un metro de lluvia. Eso no había ocurrido nunca y nunca volverá a ocurrir.
Muere el 22 de enero de 1958, en California. A pesar de medio siglo de comprobaciones experimentales constantes, de 2000 experimentos logrados y ninguno fracasado, la Ciencia se negará a creer en su método. Al lado de semejante testarudez, Lavoisier rechazando los meteoritos porque no hay piedras en el cielo, aparece como un modelo de credulidad. Todos los animales, al parecer, tienen se-mejante afinidad con la Naturaleza, y emigran, cuando ello es posible, de los lugares donde va a llover.
Un eminente meteorólogo me decía un día que la atmósfera se comportaba como un ser viviente, con su propia psicología. Hatfield parece haber tenido una afinidad con la atmósfera y era el único entre los hombres en poseerla.
¿Una mutación de la Humanidad? ¿Un visitante de otro lugar? Ese comerciante de máquinas de coser californiano merecería que la Ciencia lo estudiara. Es lamentable que no lo haga mientras aún es tiempo.