En el budismo existe la expresión “el dedo apuntando a la luna,” lo cual es una forma de hablar acerca de nuestra naturaleza verdadera. Esta es una tarea sutil y compleja pues es muy fácil quedarnos enfocados en el dedo y perder de vista la luna. (En el Surangama Sutra, el Buda usó esta analogía para establecer la diferencia entre las enseñanzas—el dedo—y nuestra mente o naturaleza verdadera—la luna.) ¿Cómo usar palabras para describir aquello que está más allá de las palabras? El legendario filósofo chino Lao Tse empieza su obra cumbre, el Tao te ching, diciendo “El Tao que puede ser expresado, no es el Tao perpétuo.” Aun así, Lao Tse escribió ochenta y un versos sobre aquello que no puede ser expresado.
Aunque sea una tarea imposible, muchos maestros han hecho grandes esfuerzos por transmitirnos la sabiduría de nuestra propia naturaleza con el propósito de inspirarnos a descubrirla por nosotros mismos, ya que, bien sea que la reconozcamos o no, esta naturaleza está totalmente presente y disponible para nosotros aquí y ahora. De hecho, está presente en todos los seres sintientes, desde una hormiga hasta el Buda mismo. Existe una metáfora que puede apuntarnos hacia el reconocimiento de esta naturaleza, pero a la cual los grandes maestros no tenían acceso ya que aún no había sido inventada: el cine.
Cuando utilizo esta metáfora en mis charlas, empiezo por pedirle a los asistentes que recuerden la última vez que fueron al cine y les pregunto, “¿Qué es aquello sin lo cual la película no podría existir, y al mismo tiempo no se ve afectado por nada de lo que sucede en la historia?” Luego les digo que la respuesta debe ser tan concreta y simple que hasta un niño de seis años la podrá entender. Antes de seguir leyendo, tómate un momento para pensar cómo responderías.
Eventualmente, alguno de los asistentes encuentra la respuesta que estoy buscando: la pantalla.
Luego, empiezo a hacer preguntas más específicas sobre la naturaleza de la pantalla en relación a la película. “¿Cuándo hay un incendio en la película, la pantalla se quema? ¿Si hay una inundación, la pantalla se moja? ¿Si en la historia de la película hay un salto de mil años en el tiempo, cuánto tiempo pasa para la pantalla?” Nota que nada de lo que sucede en la película produce cambios en la pantalla, y al mismo tiempo, sería imposible experimentar la película si no fuese por ella. La pantalla es fundamental e indispensable, está siempre presente, y aún así, para la gran mayoría de nosotros pasa totalmente desapercibida. Estamos tan hipnotizados por el drama de la película que nos volvemos ciegos a lo más importante y fundamental.
Resulta que en la película de nuestra vida sucede exactamente igual. Estamos tan hipnotizados por las historias que nos contamos a nosotros mismos, que lo más importante pasa desapercibido. Es aquella naturaleza fundamental que está siempre presente, y que la tradición describe como una consciencia despierta, sin límites y sin tiempo, que no nace y que no muere—nuestro ser fundamental y verdadero. Descubrir esta naturaleza es liberarnos del hechizo que nos dice que lo único que somos es un ser limitado que un día nació y algún día va a morir; un objeto en medio de otros objetos en el mundo; un “ego dentro de un saco de piel” en palabras del escritor Alan Watts.
Nuestra intuición nos hace creer que somos un pequeño “yo” fijo, independiente, permanente y desconectado de todo lo demás. Este yo parece vivir en algún lugar dentro de nuestras cabezas, detrás de nuestros ojos, y en medio de nuestros oídos, observando y escuchando un mundo externo que es a veces amenazante y otras veces seductor. Desde esta perspectiva, el yo se la pasa tratando de controlar al mundo y a los demás, a quienes ve también como objetos independientes y desconectados. Este es el estado de reactividad e insatisfacción constante que emerge cuando el pequeño yo se cree el centro del universo.
Cuando emprendemos prácticas contemplativas, en donde por unos momentos dejamos de lado nuestras ideas preconcebidas sobre quiénes somos y qué es el mundo, y simplemente permitimos a la realidad mostrarse tal y como es, tenemos la oportunidad de percibir de una nueva manera. Podemos entonces reconocer una dimensión de la realidad que siempre ha estado presente, esperando a ser descubierta.
Al empezar a notar el cambio incesante de todo aquello que podemos percibir, ver, oír, sentir, o pensar, nos damos cuenta de que todas las formas percibidas son radicalmente impermanentes; las emociones van y vienen como el clima, los sonidos surgen y desaparecen al igual que los olores, sabores, objetos, y sensaciones. Y ni hablar de los pensamientos—aquellas imágenes y sonidos internos que, aunque son efímeros y transparentes, terminan casi siempre por dictar el rumbo de nuestras acciones, y por ende de nuestras vidas.
Si todas estas formas están en constante cambio, ¿qué es entonces aquello que no cambia? ¿Qué es lo que ha estado siempre aquí, tanto en los momentos de dicha y gozo como en los de miseria y desespero? ¿Qué es lo que estaba igual de presente la primera vez que escuchamos el sonido apaciguante de la lluvia o el llanto desgarrador de otro ser humano? Todas las experiencias, desde las más sublimes hasta las más ordinarias, han ocurrido sin excepción en el espacio abierto de la consciencia despierta. Todas las formas son apariciones en el espacio de esta consciencia, siempre yendo y viniendo natural y espontáneamente como imágenes danzando en una pantalla de cine.
Cuando giramos nuestro foco hacia el espacio en el cual sucede esta danza, podemos darnos cuenta de que es atemporal, libre de límites y de un centro fijo. Sin este espacio, sin esta consciencia despierta, sería imposible percibir forma alguna, de la misma forma que sería imposible ver escena alguna de una película si no estuviera la pantalla. Cuando esta consciencia se revela, se hace evidente que el yo que creíamos ser no es algo concreto y fijo—de hecho, no podemos encontrar nada que sea concreto y fijo. En ese instante nuestra percepción cambia, mostrándonos que el yo y el mundo no son tan “reales” como parecen; son más bien como una película, como un sueño.
Generalmente, este primer reconocimiento es solo un instante, un atisbo hacia este espacio ilimitado. Pero al continuar la práctica, estos atisbos se hacen cada vez más frecuentes, así aprendemos a descansar en esta consciencia abierta y despierta, aprendemos a reconocerla y confiar en ella a lo largo de las diferentes situaciones de nuestras vidas. Eventualmente, empieza a ser evidente que nada de lo que surge está separado de esta consciencia, de la misma forma que ninguna imagen está separada de la pantalla, y ninguna ola está separada del mar.
Esto nos brinda la posibilidad de abrir nuestro corazón y hacernos íntimos con cada instante de nuestra vida. Nos permite reconocer nuestra interdependencia y conexión con todos los seres y vivir en plenitud el misterio de la existencia desde la sabiduría y la compasión que emergen cuando reconocemos nuestra naturaleza verdadera, siempre presente aquí y ahora.