El pasado 31 de agosto, el Gobierno liderado por Fumio Kishida envió a la Dieta estatal (Parlamento) de Japón el proyecto de presupuestos para el próximo año fiscal; un trámite que, teniendo en cuenta la holgada mayoría de la que disfruta el Partido Liberal Demócrata (PLD) que preside, terminará aprobado sin problemas.
En el capítulo de defensa figura una propuesta para llegar a los 48.700 millones de euros, lo que representa un récord histórico que da continuidad a la ininterrumpida senda alcista iniciada ya hace 12 años, cuando comenzó el Gobierno del asesinado Shinzō Abe.
Se intensifica así el camino marcado por el propio Kishida para llegar al 2% del PIB en el año 2027, alineándose con lo que la OTAN también exige a sus miembros y colocándose previsiblemente entre los cinco países con mayor gasto en defensa.
El aumento en el presupuesto de defensa despeja las dudas que todavía podrían quedar sobre la voluntad de Japón de abandonar la vía pacifista que recoge el artículo 9 de su Constitución, reflejando su renuncia a la guerra como derecho soberano de la nación ya la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales.
En realidad, ya hace tiempo que Japón, a pesar de que formalmente carece de fuerzas armadas (desde 1954 se denomina Fuerzas de Autodefensa), dispone de uno de los mejores ejércitos del planeta: el Global Firepower Index 2023 lo sitúa en la octava posición. Aunque hasta hace poco su enfoque haya sido predominantemente defensivo y con un despliegue estrictamente circunscrito a su archipiélago.
Las razones que estimulan la insistencia en esta senda tienen nombre propio: China, que es, con diferencia, la principal fuente de amenaza que percibe Tokio. Las ansias expansionistas de Pekín, muy visibles en los mares del Sur y Este de China, suponen un reto directo por el control de islas ubicadas en esas zonas, en primer lugar, las islas Senkaku (para Tokio) o Diaoyu (para Pekín), disputadas desde los años 70 del siglo pasado.
El interés de Japón por mantener su control y el de China por arrebatárselo no se limita a su importancia geopolítica y militar (China intenta liberarse de la contención que Washington y sus aliados locales ejercen en dichos mares), sino que también conlleva un interés geoeconómico. en la medida en que se estima que son zonas muy ricas tanto en pesca como en minerales e hidrocarburos.
A eso se suma el incremento de la tensión entre China y Taiwán, lo que, desde la perspectiva japonesa, apunta hacia una mayor inestabilidad e inseguridad propia si finalmente la tan mentada invasión de la isla por parte de Pekín llega a producirse algún día.
Corea del Norte es el segundo factor a considerar, ante la creciente oleada de lanzamientos de misiles por parte de Pyongyang, alguno de los cuales ha vuelto a sobrevolar el espacio aéreo nipón con la consiguiente alarma ciudadana.
A esa lista cabe añadir Rusia, con el contencioso de las islas Kuriles irresuelto desde el final de la Segunda Guerra Mundial y, por supuesto, también hay que mencionar a Ucrania, aunque sólo sea porque la invasión rusa de ese país está provocando una inequívoca corriente. alcista en los presupuestos de defensa, ante la constatación obvia de que las guerras convencionales no son cosa del pasado.
De todo ello se deriva –en línea con lo que estableció la nueva Estrategia Nacional de Seguridad, la Estrategia Nacional de Defensa y el Programa de Adquisiciones de Defensa, presentados conjuntamente el pasado diciembre– la necesidad japonesa de actualizar sus esquemas de seguridad y defensa. Y la primera constatación que refleja los documentos mencionados es que Tokio considera que sus capacidades actuales no son suficientes para disuadir a sus potenciales enemigos.
En esencia, ese juicio explica su renovado esfuerzo armamentístico, apostando tanto por invertir en su propia industria de defensa como por adquirir de inmediato en el mercado (principalmente en el estadounidense) los sistemas de armas que le permiten no solo defenderse de posibles ataques, sino también proyectar su poder a otras latitudes.
Es en esa línea en la que también cabe entender su renovada aproximación a Estados Unidos, reflejada en la participación de Kishida, junto al presidente surcoreano Yoon Suk-yeol, en la reunión convocada por Joe Biden en Camp David el pasado 18 de agosto. Una cumbre en la que los tres participantes han dado pasos efectivos para conformar lo que específicamente Pekín ha calificado de inmediato como “mini OTAN”, acordando la celebración de reuniones anuales entre los tres mandatarios y de maniobras militares de sus respectivos ejércitos, así como una mayor colaboración entre sus servicios de inteligencia para hacer frente a la amenaza común (es decir, una vez más, China y Corea del Norte).
Con este esquema de relaciones –en el caso de Japón se suma a su participación en la iniciativa Quad (junto a Australia, Estados Unidos y la India)–, Washington busca corresponsabilizar a Tokio en mayor medida en la labor de contención a Pekín y, en sentido contrario, Japón busca el respaldo estadounidense a su propia seguridad y las garantías de contar con un proveedor armamentístico que todavía le resulta necesario a pesar de su alto nivel tecnológico.
Por supuesto, no puede sorprender a nadie que China, segunda potencia militar del planeta, también mueva ficha.
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