Buena parte de las universidades ha encontrado en la igualdad de género una oportunidad para reformarse y redimirse. Las universidades ya no se conforman con ser el corazón del conocimiento y buscan, en la actualidad, ser un agente de cambio. Al respecto, no resulta extraño que, en esa pretensión, haya asimismo espacio para el oportunismo y la retórica vacía. El feminismo es una buena pose para la academia: reporta prestigio y cierto respeto profesional. Sin embargo, muy pocos reflexionan sobre cómo los excesos moralistas del feminismo impactan en la imagen institucional y las políticas internas.
Un ejemplo reciente lo encontramos en los últimos acontecimientos que hicieron que la Universidad de la Rioja fuera noticia. Dicha institución mostraba su rechazo e indignación al conocerse la actitud de algunos alumnos de Magisterio. Se había hecho público un chat privado de WhatsApp donde algunos estudiantes compartían comentarios como «últimamente son todas muy putas todas», «hay que partirles las bragas» y valoraciones sobre el aspecto físico de algunas compañeras («es un puto quesito de cabra del copón», «tiene pinta de facilona» o «vaya jodida manteca»).
Ante tales hechos, la universidad actuó con rotundidad. Poco después de conocerse el contenido de este grupo, se abrió un expediente informativo, el cual será posteriormente estudiado por una comisión. A partir de ahí, según informaba el rector, Juan Carlos Ayala, se valoraría si se ha cometido un delito y se trasladaría dicha información al Ministerio Fiscal. El señalamiento de machismo trascendía así el derecho a la privacidad y la libertad de expresión. Si bien, también mostraba el interés de la universidad por gestionar el sexo y domesticar el deseo entre el alumnado, en su mayoría personas adultas y, en su totalidad, personas que superaban la edad de consentimiento sexual. ¿Y si la universidad no buscaba hacer pedagogía sobre las relaciones sanas entre iguales y sí evitar daños a su reputación o una pérdida de credibilidad en su compromiso por la igualdad? ¿Y si el objetivo final no fuera proteger a las estudiantes de la violencia sexual y sí salvaguardar un interés económico, esto es, no perder una determinada financiación?
El análisis de este debate despierta en mí otras preguntas. Muchas personas en redes mostraban su desacuerdo ya no solo por los comentarios sino también por la intención de los jóvenes de buscar un encuentro sexual con alguna compañera nueva. Si el consentimiento es la condición para el sexo y exige el sí de las mujeres, ¿por qué debe considerarse machista la búsqueda de esa aceptación?
«Ya no se puede desear sin ofender y ya no se puede fantasear sin convertirse en el foco de la estigmatización o la presunción de machismo»
Es evidente que hay cambios en el discurso sobre el consentimiento, pero los guardianes de la moralidad parecen no comprender con profundidad el alcance de sus propias proclamas. Anteriormente se defendía que los varones debían parar ante el no de las mujeres y ahora la sociedad, preocupada por la violencia sexual y la importancia del consentimiento, les marca otro camino: deben asegurarse del sí de su pareja sexual y, además, de forma clara e inequívoca. ¿Son ahora machistas los hombres simplemente por desear vencer la resistencia de las mujeres? ¿Lo son también por anhelar un sí y compartirlo en su chat privado? ¿O son machistas las mujeres al depositar la iniciativa sexual todavía hoy en los varones? Si el consentimiento se ha presentado desde el movimiento feminista como la solución a la violencia sexual, ¿por qué la búsqueda del mismo a través del cortejo o la insistencia se considera ahora un problema?
Desear a quien no te desea no es un delito. Imponer que el deseo debe ser siempre recíproco o manifestarse de forma suave, desde la caballerosidad y la corrección política, es una mera ingenuidad. Además, para muchas personas, como es por ejemplo mi caso, esa expresión del deseo es sumamente aburrida y antierótica. La virilidad y la vigorosidad son valores sexuales que gustan y atraen a una parte de la humanidad. Hombres y mujeres deberían sentirse libres de buscar el sexo y de persuadir, sin caer en el acoso, a una persona que pudiera estar reticente. En el arte de la seducción pueden darse todos los trucos, desde las promesas de «para mí esto no es solo sexo» a la falta de honestidad al no reconocer tener ya pareja. Ahora bien, lo que no se puede permitir es que una persona te toque sin consentimiento o pongan tu salud sexual en peligro.
El deseo es todo un problema para el feminismo contemporáneo y a medida que el movimiento feminista influye en el desarrollo de las sociedades y sus instituciones, también lo empieza a ser para la ciudadanía y la convivencia social. Ya no se puede desear sin ofender. Ya no se puede fantasear sin convertirse en el foco de la estigmatización o la presunción de machismo. Expresar ese deseo, dar a conocer una fantasía, empieza incluso a ser problemático en la esfera privada y en especial, cuando se trata de un varón. La manifestación masculina del deseo ha dejado de ser natural para catalogarse como un ejercicio de dominación.
«El deseo no acosa, no agrede, no restringe los derechos básicos de la persona que es objeto de dicha atención»
En los últimos años, el movimiento feminista ha puesto gran parte de sus energías en visibilizar y denunciar aquellas violencias que se fundamentaban en una ideología patriarcal y machista. Por ejemplo, la preocupación por la violencia sexual ha supuesto cambios a nivel legislativo, así como una mayor atención en las consecuencias que tales actos tienen para las víctimas y, en general, para la sociedad. Pero el feminismo, como cualquier otra ideología, es volátil y corre el riesgo de trascender los límites razonables de la objetividad y el sentido de la comunidad.
En las manos equivocadas, el feminismo puede ser una proclama autoritaria, dogmática y que, más que centrar sus esfuerzos en la igualdad de sexos, busque desgraciadamente el distanciamiento y el enfrentamiento entre mujeres y hombres. De la misma forma que el feminismo puede sorprendernos en sus reivindicaciones y avances, también puede abochornarnos cuando se aleja de la realidad social y crea una caricatura hostil del común de los varones, presenta a las mujeres como continuas damiselas en peligro o pretende instaurar un orden sexual iliberal y dogmático.
Domesticadas en el paternalismo del movimiento, muchas mujeres hoy creen que deben ser protegidas del deseo y la mala educación de los varones. Una parte de las féminas suplica el manto de las figuras de autoridad ante actitudes que, por indecorosas e incómodas que sean, no constituyen per se un delito. El estado no debería tener poder para supervisar o regular las groserías, como tampoco la expresión de estima, admiración o deseo que los hombres hacen sobre las mujeres (o viceversa).
Lo vivido en la Universidad de la Rioja no solo se soluciona con educación sexual como defendía la ministra de Igualdad en funciones, Irene Montero. El análisis social necesita urgentemente de una reflexión liberal, que deje margen al distanciamiento crítico y a la reflexividad. En primer lugar, conviene polemizar sobre el deseo y lo indecoroso que resultan sus límites en la fantasía o en su expresión verbal: porque la expresión del mismo no siempre se acompaña de la intención o voluntariedad de satisfacerlo. En segundo lugar, es urgente remarcar las diferencias que distinguen un comportamiento maleducado de otro que merece el calificativo de acoso sexual. Confundir la mala educación con la agresión y presentar a las mujeres como seres débiles, incapaces de defenderse de un comentario machista o baboso, constituye un escollo en la búsqueda de la igualdad. Como advertía ya Camille Paglia: «La libertad significa rechazar la dependencia».
«El análisis social necesita urgentemente de una reflexión liberal, que deje margen al distanciamiento crítico y a la reflexividad»
Como sociedad, necesitamos reordenar el interés que prestamos a ciertos sucesos cotidianos, sobre todo cuando algunos sectores públicos no dudan en utilizarlos para azuzar el pánico moral y el miedo a las relaciones interpersonales con los otros. El deseo no acosa, no agrede, no restringe los derechos básicos de la persona que es objeto de dicha atención. El deseo no viola voluntades, lo que antecede a la violación es la intención y la conducta. Se puede tener deseo y no por ello, motivación para dañar o actuar en contra del consentimiento de alguien.
Como mujer y feminista, me preocupa que esta tendencia a disciplinar los deseos de los hombres, que con frecuencia son tildados de «opresores», se utilice para moralizar de la misma forma los deseos de las mujeres, esto es, de quienes bajo el discurso feminista hegemónico se presentan como «las oprimidas». ¿Acaso como mujer solo debería desear a quien me pide follar, por favor? ¿Acaso debería sentirme más halagada por quien manifiesta su deseo con pulcritud que ante quien lo expresa con voracidad? ¿Soy peor feminista por amar la virilidad? ¿Soy menos respetable por defender la expresión del deseo? ¿Estoy condenada a mirar a los hombres de forma modesta y no convertirlos en objetos sexuales para conservar mi reputación como «buena chica» y «buena feminista»? Si tengo una mirada libre sobre el deseo, ¿eso me convierte en una puta? Y si soy una puta, ¿qué coño pasa si soy una puta? Quizá esa sea la verdadera revolución: no temer al deseo sexual humano.
Quiero un mundo donde los hombres deseen romperme las bragas y sean, asimismo conscientes y consecuentes, de que solo podrán hacerlo si yo manifiesto mi libre consentimiento. Porque en ese mundo yo puedo decidir cómo, cuándo y con quién. Porque en ese mundo puedo ser el objeto de deseo de otros, por incómodo que sea el hecho de serlo en determinados momentos o cuando el deseo no es recíproco. Pero, en ese mundo también, no renuncio a lo que verdaderamente merezco y debe ser reconocido y protegido: mi posición como sujeto político. Prefiero la atención no deseada, que a menudo puede molestarme e irritarme, a la censura y criminalización del deseo, el cual también a mí, como mujer, me pertenece.