«La democracia no es la ley de la mayoría sino la protección de la minoría», decía Albert Camus. La democracia, ese término que suena tan bien y promete tanto, ha sido la joya de la corona de la teoría política durante siglos. Una ficción defendida a capa y espada que hasta el momento era irrevocable. O eso parecía. Según el último estudio de Open Society Foundations, solo 57% entre los menores de 36 años prefiere vivir en un país democrático. Dicho en otras palabras, uno de cada dos jóvenes ya no se cree el cuento de la democracia.
Como bien explica Edmund Morgan en su obra La invención del pueblo, «los seres humanos, aunque más no sea para mantener una apariencia de dignidad, deben ser persuadidos». Y es que la democracia, como muchos otros conceptos arraigados en nuestra sociedad, no es otra cosa sino una ficción. Una ficción en la que creemos, en la que confiamos y por la que trabajamos. Pero como todo en esta vida, si no lo cuidamos, se estropea. Y el cuento de la democracia ha dejado de ser interesante para unos cuantos.
¿Las razones? Múltiples y variadas, de todos los colores y sabores. Desde una desigualdad en niveles críticos, pasando por una crisis ecológica a la que nadie termina de hacer caso hasta un marketing político que trata a los ciudadanos como bases de datos y no personas. La cuestión es que para que el cuento siga siendo el de la democracia, y no el de la criada, es hora de ponerse las pilas.
Hacerlo no es una tarea sencilla y, para algunos, poco (o nada) apetecible. Nuestras democracias no necesitan un lavado de cara sino una auditoría a fondo. Comencemos el viaje.
Primera parada: la representatividad. Ya va siendo hora de desterrar la idea de que los gobiernos y parlamentos unicolor son lo mejor para la «estabilidad» del país. No vivimos en un mundo estable. Vivimos en un mundo complejo (algunos lo llaman líquido), que necesita de instituciones que reflejen tal diversidad.
Edmund Morgan: «Los seres humanos, aunque más no sea para mantener una apariencia de dignidad, deben ser persuadidos»
Por supuesto, hay muchos (y poderosos) que discrepan con esta idea, ya que la heterogeneidad choca con su poca voluntad de empatizar y compartir el poder. Tenemos múltiples ejemplos, entre los que podemos destacar a Bélgica que tienen en su propia constitución la necesidad de tener un gobierno que represente a todas las minorías del país. No hace falta inventar nada.
Segunda parada: cada vez va quedando más claro que no es suficiente con elegir a alguien cada cuatro años. Pero no, no me refiero a disolver parlamentos y repetir elecciones. Me refiero a transparencia, rendición de cuentas y mecanismos de participación ciudadana en los que ampliemos la democracia, haciéndola realmente accesible a todos y todas.
Esto, que a priori puede parecer fácil y sencillo de comprender, no lo es. Incorporar la opinión de la ciudadanía en la vorágine legislativa más allá de las elecciones no siempre sale bien. No porque las ideas del mal llamado «pueblo» no sean buenas, sino por la poca voluntad de incorporarlas al sistema. Como bien dice Oscar Martinez Tapia, «quizás existe cierto despertar de la sociedad civil española que comienza a entender la ficción de la representación como un elemento que necesita ser reinventado para ajustarse a sus intereses y no al de unas élites que, más allá de su populismo de subsistencia, han negado sistemáticamente la entrada de los ciudadanos en la cocina política».
Pero tranquilidad, que una vez más no hay que inventar la rueda. Tan solo hay que ponerle ganas. Ya hay múltiples referentes de los que aprender, desde la asamblea ciudadana de Irlanda sobre el aborto hasta la lucha del sinhogarismo de Manchester.
Tercera y última parada: nada de esto tiene sentido si no combatimos de forma global y contundente la desigualdad. No hay ficción que resista a un mundo en el que la riqueza de los diez hombres más ricos del mundo se ha duplicado desde el inicio de la pandemia.
El problema está en que si ya cuesta instaurar el concepto de representatividad real, el de la equidad, ni te cuento. Y aunque nos intentan vender la idea de que todo arreglar la desigualdad es tan sencillo como seguir emprendiendo, lamentablemente no es del todo así. La pobreza cada vez es más hereditaria y el mito del ascensor social se desvanece. La lucha contra la desigualdad es la asignatura pendiente de prácticamente todas las democracias occidentales, y mucho me temo que si no nos ponemos a empollar, no va a haber manera de aprobarla.
Sea como fuere, la democracia es cosa de todas y hay que cuidarla. Que el apoyo a las democracias se tambalee es un mal de muchos, pero el consuelo no es de tontos.
Elsa Arnaiz es presidenta de Talento para el Futuro