Es habitual identificar la infancia como una etapa repleta de imaginación, creatividad, originalidad y libertad; un momento en el que somos más nosotros mismos que nunca, antes de que la sociedad nos aliene, tratando de homogeneizar lo que antes era diverso.
Si bien esta visión cuenta con defensores y detractores, de lo que no cabe duda es de que los humanos somos seres sociales y de que la niñez es el momento en el que comenzamos a identificarnos con los otros, a comprender las normas y a querer formar parte del grupo.
Cualquier padre habrá observado con terror cómo el número casi infinito de juegos de su pequeño pasa a restringirse con el paso del tiempo. Como comienza a preferir las mismas actividades que sus amigos, empieza a moverse, hablar, dibujar o bailar igual que ellos, pide los juguetes que ellos tienen y desprecia los que a ellos no les gustan. El culmen llega en la adolescencia, cuando ser diferente puede ser el mayor temor para un individuo.
El proceso, sin embargo, comienza mucho antes. Varios estudios han confirmado que los niños en edad preescolar ya sucumben a la presión de grupo. Uno de ellos fue llevado a cabo por Daniel B. M. Haun y Michael Tomasello, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, en el que varios niños de 4 años tenían que decir qué era lo que veían en la página de un libro, tras oír a otros niños afirmar que había otra cosa (pensaban que todos tenían el mismo libro, pero no era cierto). Lo que descubrieron fue que la mayoría de los pequeños se amoldaban a lo que hubiera dicho la mayoría, aún cuando ellos tuvieran claro que lo que veían era otra cosa (si su respuesta era privada, sí decían la verdad). Es decir, en este caso, la presión de grupo no cambiaba su opinión «real», pero sí su expresión pública de ello.
A partir de los 6 años de edad, la influencia del grupo comienza a ser más clara
En otros casos, la influencia se ve en los gustos y preferencias que tienen los niños. En una investigación de las también psicólogas Laura Hennefield y Lori Markson se expuso cómo las preferencias de los niños de 4 años tendían a alinearse con las de sus pares. Se mostraba que las criaturas usaban la información sobre los gustos de sus semejantes para inferir el valor de una serie de pegatinas. Y que este efecto se daba incluso vía vídeo.
Aunque encontramos muchos estudios similares, hay que decir que se trata en su mayor parte de investigaciones muy concretas, cuyas conclusiones no son necesariamente extrapolables a todas las situaciones. Pero sí indican que los niños, desde mucho antes de la adolescencia, comienzan a usar como referentes a sus compañeros (e incluso a niños desconocidos) a la hora de evaluar qué es «guay» y qué no, construyendo sus gustos con base en ello, y que, además, la presión de grupo les puede llevar a expresar los intereses mayoritarios. Es por lo tanto constatable que desde la primera infancia comienza ese proceso de homogeneización.
El sociólogo de la infancia y vicepresidente de GSIA (Grupo de Sociología de la Infancia y Adolescencia) Kepa Paul Larrañága considera que la cuestión a tener en cuenta es el momento de acceso a los espacios sociales (incluyendo desde el barrio a las redes sociales) en este tránsito del espacio doméstico al social: «Parece evidente que en el caso de los niños y niñas más pequeñas será el momento de acceso al espacio educativo/escolar». En España, teniendo en cuenta que la escolarización en el primer ciclo de infantil (0-3 años) es del 45%, y en el segundo ciclo (3-5 años), es del 95%, eso sería prácticamente desde los 2-3 años.
Sin embargo, es hacia los 6 años cuando la influencia del grupo comienza a ser más clara. Alrededor de esta edad los niños dejan de ver las interacciones sociales como relaciones momentáneas y pasan a dar mayor valor a la amistad entendiéndola como algo duradero y deseable. Como explica Santiago Yubero, Catedrático de Psicología Social de la Educación en la Universidad de Castilla-la Mancha, «en torno a los 6-7 años la amistad se define por cooperación. El desarrollo cognitivo permite a los menores entender las relaciones con base en la reciprocidad, lo que les lleva a desarrollar amistades con iguales que tienen gustos y aficiones similares y que pueden también ayudarles. Una vez logradas esas coincidencias se organizan en juegos comunes, juegos compartidos… que pueden fortalecer el vínculo de amistad. Es aquí donde pueden forzar las coincidencias con sus compañeros y los padres han de entenderlo y, al mismo tiempo, reforzar una personalidad propia y un autoconcepto fuerte».
El culmen llega en la adolescencia, cuando ser diferente puede ser el mayor temor para un individuo
Aunque para casi todos los padres la aceptación social de su hijo es muy importante, desde la visión de adultos se entiende ese proceso de identificación con sus iguales con cierta pérdida, como si el niño renunciara a su personalidad, más creativa y original, por amoldarse al resto del grupo.
Y esto es cierto en parte (en ocasiones incluso existe un conflicto evidente para el infante entre lo que sabe que le gusta hacer, por ejemplo, y lo que finge que le gusta). También son numerosos los estudios que certifican una pérdida de creatividad y pensamiento divergente a medida que se madura. Pero, al mismo tiempo, la influencia de sus iguales y la pertenencia al grupo también será decisiva para construir la identidad singular, que dependerá de sus relaciones sociales y su capacidad para interactuar con los demás.
Como enumera Yubero, hay distintas variables que juegan un papel clave a la hora de determinar si una criatura será más o menos influenciable por el grupo: desde características personales como la autoestima o la fortaleza de carácter, a variables ambientales como el modelo educativo familiar, pasando por el desarrollo cognitivo y las experiencias vividas… Al igual que con las personas adultas, hay pequeños que son más imitativos y otros más críticos, opina Larrañága. Y añade: «En todo caso, es necesario respetar el tiempo de los niños y generar espacios de confiabilidad para que puedan explorar y expresar sus inquietudes».