F+ El mito de la ciudadanía

Fragmento de la portada del libro «El mito de la ciudadanía», de la doctora en Filosofía Irene Ortiz Gala, de la colección Pensamiento de Herder Editorial.

Fragmento de la portada del libro «El mito de la ciudadanía», de la doctora en Filosofía Irene Ortiz Gala, de la colección Pensamiento de Herder Editorial.

Prólogo, por Roberto Esposito

El mito de la ciudadanía, de Irene Ortiz Gala (Herder Editorial).

Desde hace tiempo la filosofía española vive una temporada particularmente creativa. Autores como José Luis Villacañas, Manuel Cruz, Francisco Jarauta o Miquel Seguró han iniciado un diálogo productivo con filósofos franceses, alemanes e italianos compartiendo sus investigaciones de manera inédita y original. En este espacio abierto se sitúa el libro de Irene Ortiz Gala, a quien tuve el placer de conocer en Pisa, durante mis cursos en la Scuola Normale Superiore. Desde entonces, ha comenzado una serie de investigaciones de carácter filosófico, político y jurídico, a cuya primera e importante elaboración conducen las siguientes páginas. Sin entrar en el detalle de sus tesis, que el lector podrá descubrir directamente en el libro, quisiera detenerme en algunos presupuestos que inscriben este trabajo dentro de un debate filosófico-político más amplio, desarrollado sobre todo en Francia y en Italia.


En el centro de su metodología se encuentra el paradigma arqueológico —o también genealógico— inaugurado por Michel Foucault siguiendo la pista de Nietzsche, que se caracteriza por la relación constitutiva entre origen y actualidad. Esta relación no puede entenderse en el sentido histórico de establecer una continuidad entre pasado y presente, sino sobre todo como una copresencia en la discontinuidad: el origen no precede la actualidad, sino que está de alguna forma dentro de ella. En este sentido, el origen no constituye un dato cronológico —inencontrable en cuanto tal—, sino una referencia paradigmática que permite activar una mirada crítica sobre el presente.

Fuera de este circuito arqueológico, o genealógico —asocio en este caso los dos términos, aunque no son equivalentes—, correríamos el riesgo de adherirnos a la narrativa que el presente hace de sí mismo, sin poder despegarnos de ella. En cambio, a través del paradigma arqueológico, el origen se convierte en el punto en el que el presente —nuestra condición contemporánea— se desdobla, permitiéndonos una mirada crítica sobre sus contradicciones. Así debe entenderse el análisis que Irene Ortiz Gala dedica a Atenas y a Roma, las dos ciudades decisivas en la construcción de nuestra identidad, junto con Jerusalén. De hecho, una referencia más amplia al modelo judío de ciudadanía, diferente de los modelos griego y romano, habría permitido una fructífera expansión de la investigación, porque el desarraigo judío constituye una deconstrucción potencial de la doble raíz griega y romana.

Sin embargo, la referencia a Atenas y Roma permite a la autora leer la lógica de la ciudadanía moderna con una capacidad crítica de la que generalmente carece la ciencia política y que solo la filosofía es capaz de implementar. Ius sanguinis y ius soli, que hoy intervienen de forma alternativa como modelos de ciudadanía, son reconducidos por la autora al desdoblamiento de un único dispositivo, que es aquel, inmunitario, de una inclusión excluyente.

«En el centro de la metodología de Irene Ortiz Gala, autora de El mito de la ciudadanía, se encuentra el paradigma arqueológico —o también genealógico— inaugurado por Michel Foucault siguiendo la pista de Nietzsche, que se caracteriza por la relación constitutiva entre origen y actualidad». Esposito

El uso del concepto de inmunidad constituye una segunda herramienta que entrelaza la obra de Irene Ortiz Gala con la investigación filosófica contemporánea. Por «inmunización» se entiende un modo negativo de gestionar los conflictos; o, mejor aún, el uso de una negación menor para protegerse de una mayor. En la tradición cristiana, en particular en la paulina, el dispositivo inmunitario asume el nombre de katechon.

Katechon es un freno que salva de un mal mayor —para los cristianos, el Apocalipsis— no enfrentándolo, sino llegando a un acuerdo con él. Así, la soberanía moderna —la que declara al pueblo «soberano»— procede de manera «katechóntica»: otorga la ciudadanía a los habitantes del Estado, pero los separa tanto interna como externamente. Hannah Arendt —a quien acertadamente se refiere la autora— explica cómo no solo se distingue entre los ciudadanos y los extranjeros, sino que también se divide internamente entre quienes disfrutan de derechos políticos y quienes no los disfrutan o los disfrutan solo en parte.

Desde otra perspectiva, filosófica y política, Carl Schmitt sostiene que cada régimen político, antiguo y moderno, incluida la democracia, se une no solo a través de la discriminación contra los ciudadanos de otros Estados, sino también contra una parte de sus propios ciudadanos —a los que no considera tales—. Conocemos el desenlace que tuvo esta perspectiva en los años treinta, cuando los ciudadanos discriminados —los extranjeros internos— comenzaron a ser perseguidos y luego masacrados. Pero no debemos pensar que esta separación, dentro del dispositivo de la ciudadanía, pertenece solo a los regímenes totalitarios y al nazi en particular. Esta separación es constitutiva de la idea misma de ciudadanía, fundamentada sobre la categoría de los derechos personales.

Sobre estos, Irene Ortiz Gala se refiere a lo que se ha definido como «el dispositivo de la persona». Contrariamente a lo que se piensa al referirse a la persona como categoría universal, esta, de origen romano y cristiano, no solo en Roma, sino en toda la historia moderna, ha constituido un instrumento de discriminación entre quien era considerado persona a todos los efectos y quien no lo era, llegando, en el caso del esclavo —no olvidemos que la esclavitud fue abolida hace menos de dos siglos—, a ser asimilado a una cosa.

En Roma, la persona —cuyo significado original es el de «máscara»— no coincide con el individuo que la porta. Es un estatus, un rol que uno puede tener o no tener, que puede adquirir o perder. No solo los seres humanos, como los esclavos, podían transitar de la esfera del ser humano a aquella de la cosa o viceversa, sino que, en realidad, ningún ciudadano romano, salvo los varones libres y adultos, era propiamente considerado una persona. Los hijos mismos, no solo en la etapa arcaica, estaban sujetos al derecho de vida y de muerte de su padre.

En este sentido, la ciudadanía romana, concedida a los pueblos que Roma conquistaba de vez en cuando, implicaba un dispositivo de exclusión que nunca fallaba. Si en Atenas solo eran ciudadanos los habitantes autóctonos, de pura sangre ateniense, además de aptos para realizar el servicio militar, el modelo romano, en el que la ciudadanía no estaba ligada a la sangre, también implicaba límites y exclusiones.

El paradigma que la autora opone al dispositivo de la persona es el de lo impersonal, elaborado de manera diferente por Simone Weil y Gilles Deleuze. Si el uso del concepto de persona ha separado siempre la humanidad en dos o más niveles superpuestos, la única manera de emanciparse de él es escapar de su semántica jurídico y/o teológico-política. Naturalmente, la categoría de impersonal, válida para deconstruir internamente la de persona, tiene un fuerte valor filosófico, pero sigue siendo problemática en un plano propiamente político. ¿Qué sujeto político podría encarnarla?

Por otro lado, la crítica de la persona parece inseparable de la crítica del sujeto al que permanece ligada. El mismo sujeto es concebido por la tradición filosófica como dividido en dos niveles, uno corporal y uno intelectual o espiritual, el primero subordinado al segundo. Desde este punto de vista, los conceptos de la tradición metafísica están recíprocamente ligados por una lógica binaria que implica siempre un elemento excluyente. Sin embargo, aquí el discurso se extendería demasiado para poder continuarlo en este prólogo. Así, mejor, quedémonos con el libro de Irene Ortiz Gala, que constituye una importante contribución a una deconstrucción, tanto analítica como crítica, del concepto de ciudadanía.

«Este libro constituye una importante contribución a una deconstrucción, tanto analítica como crítica, del concepto de ciudadanía». Esposito

Introducción, por Irene Ortiz Gala

Los problemas pueden abordarse desde distintas perspectivas. Podemos estudiar nuestro presente y situarlo en su contexto, podemos establecer comparativas entre un conjunto de realidades o podemos excavar en las ruinas de diferentes épocas y ver qué tienen que decirnos los objetos del pasado.

En este ensayo, para abordar la cuestión de la ciudadanía, me gustaría comenzar por donde creo que debe comenzar cualquier historia: por el principio. Trataremos de rastrear, pues, las huellas de aquellos que algún día anduvieron por esta tierra y dejaron en ella constancia de su camino. Civis romanum sum, cuenta Cicerón1, era la fórmula escogida por los romanos para hacer valer los derechos que su ciudadanía les reconocía. La misma fórmula a la que se acogió Pablo de Tarso y que, presumiblemente, evitó que muriera crucificado y que se le concediera, en su lugar, la muerte por decapitación. Lo crucial de la ciudadanía, y esto los romanos lo sabían bien, no es que esta indique la procedencia o el origen de una persona, sino, sobre todo, el ordenamiento jurídico en el que se inscribe. Por eso Pablo, según la versión de Lucas en Hechos de los apóstoles, pregunta al oficial que quiere arrestarlo: «¿Está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado antes?»2.

Lo que Pablo reclama es el trato que se le debe exclusivamente a un ciudadano romano y que es significativamente mejor al que recibe un extranjero. No entraré en la discusión sobre la veracidad de la ciudadanía romana de Pablo3, pero sí señalaré que, precisamente, el debate sobre su ciudadanía gira en torno a algunos acontecimientos que parece difícil que pudieran ocurrirle a un ciudadano romano. Si Pablo era romano, ¿por qué no lo dijo cuando le dieron latigazos, lo azotaron o lo apedrearon?4.

La ciudadanía reconocía unos privilegios que lo hubieran protegido del trato que Pablo dice haber recibido. Esta falta de correspondencia entre lo que sufre Pablo en sus cartas y la condición de ciudadano romano que Lucas le otorga hace sospechar a los investigadores de la veracidad de dicho estatus jurídico. Sin embargo, para los intereses de este libro son muy reveladores los términos en los que se produce el debate, porque evidencian las diferencias de trato entre la población de un mismo territorio en función de su ciudadanía. Y porque, como no se debe renunciar a estudiar y explicar las semejanzas entre el pasado y el presente ya que suelen decir cosas que se parecen, este libro propone un análisis arqueológico del dispositivo de la ciudadanía.

Civis romanum sum, cuenta Cicerón, era la fórmula escogida por los romanos para hacer valer los derechos que su ciudadanía les reconocía. Lo crucial de la ciudadanía, y esto los romanos lo sabían bien, no es que esta indique la procedencia o el origen de una persona, sino, sobre todo, el ordenamiento jurídico en el que se inscribe

Nos centraremos en tres cuestiones sobre la ciudadanía —como un nudo borromeo que no puede deshacerse—. En primer lugar, se trata de determinar qué relatos han permitido que se construya un dispositivo como el de la ciudadanía, es decir, qué discursos han dado lugar a la formación de este artefacto jurídico. La puerta de entrada a esta investigación está conformada por Grecia y Roma. Las historias narradas en sus mitos del origen —de autoctonía y de fundación— resuenan todavía hoy. En este sentido, deberíamos estar de acuerdo en que los mitos son mucho más que fábulas: dan cuenta de un orden político y de un horizonte de sentido que nunca hemos dejado de repetirnos.

En segundo lugar, resulta crucial hacer un diagnóstico de la ciudadanía en nuestras sociedades contemporáneas: analizar qué mecanismos jurídicos facilitan la inclusión en dicho dispositivo y cuáles favorecen la exclusión —y bajo qué criterios—, así como cuáles son sus consecuencias. Debemos indagar, entonces, qué papel desempeña el dispositivo jurídico de la ciudadanía en la protección de la vida y qué implicaciones tiene en nuestra comprensión del mundo. De lo que se trata, en pocas palabras, es de examinar qué tipo de orden social produce la ciudadanía.

En tercer y último lugar, es urgente que evaluemos si este mito de la ciudadanía —y su dispositivo jurídico-político— puede seguir explicando nuestro presente. La «vaca sagrada de la ciudadanía»5 nos pone en aprietos para pensar otra forma de relación con las instituciones jurídico-políticas del Estado en el que vivimos y, sin embargo, pocas cosas se me antojan tan impostergables como este examen: ¿es deseable que la ciudadanía continúe siendo el concepto-guía de la filosofía política?

El concepto de «ciudadanía» es esquivo y, a pesar de su extendido uso, presenta problemas cuando queremos pensarlo con cierto rigor. Parte de este problema se deriva del hecho de que este concepto puede referirse a cosas muy diferentes en función del sentido en el que se utilice. Desde un punto de vista sociológico, «ciudadanía» se emplea para indicar la población que habita y participa en un Estado, con independencia de la relación que mantengan los individuos con el aparato jurídico-político. Y, sin embargo, desde una perspectiva jurídica, sabemos que todas las personas que residen y forman parte de la vida social de un Estado son ciudadanos.

Desde esta perspectiva, el uso sociológico del término «ciudadanía» corre el riesgo de invisibilizar la jerarquía jurídica derivada de este dispositivo —sin que esto implique reconocer, a su vez, que aquellas personas que no son ciudadanas sean, o puedan ser, actores sociales—. Precisamente por esto vale la pena recordar que, en sentido jurídico, la ciudadanía indica la pertenencia de un individuo a un Estado a través de los mecanismos reconocidos por sus leyes.

Así, cada Estado otorga este estatus jurídico, junto con los derechos y deberes inherentes, a las personas que poseen su título, es decir, a sus ciudadanos. La aproximación sociológica a la ciudadanía, como ha señalado Luigi Ferrajoli6, no puede dar cuenta de los diferentes procesos de exclusión que se han establecido en los ordenamientos jurídicos de diferentes épocas y lugares y, sobre todo, de la distinción fundamental entre ciudadanía (status civitatis) y personalidad o subjetividad jurídica (status personae).

La evidencia del carácter discriminador de la ciudadanía se muestra en la distinción entre los derechos que son reconocidos a los individuos en cuanto personas y los derechos que se otorgan a las personas en cuanto ciudadanos. No digo que los estudios que se centran en los análisis de participación de la sociedad civil —con independencia de la seguridad jurídica que tengan los individuos que intervienen en dicha sociedad— no sean válidos, pero sí insistiré en que no son suficientes.

El concepto de «ciudadanía» puede referirse a cosas muy diferentes: desde un punto de vista sociológico, se emplea para indicar la población que habita y participa en un Estado, con independencia de la relación que mantengan los individuos con el aparato jurídico-político; desde una perspectiva jurídica, todas las personas que residen y forman parte de la vida social de un Estado son ciudadanos

No debemos confundir las prácticas sociales con los derechos y, todavía menos, pensar que aquellas pueden ser condición suficiente para formar parte de una sociedad y que, incluso, se podría prescindir de los derechos. Es cierto que las prácticas sociales pueden llegar a corregir los derechos, pero también sucede, como insiste Richard Sennett7, de la manera inversa, y la corrección de la ley escrita puede ser la única forma de acabar con el desamparo al que son condenados aquellos sujetos privados de la ciudadanía del territorio en el que residen.

La evidencia de la matriz excluyente que vertebra la ciudadanía en un sentido jurídico —que discrimina y establece una verdadera jerarquía entre los residentes de un Estado— debe tomarse, especialmente desde la filosofía política, con la gravedad que merece. Por eso, cualquier estudio que olvide, intencionalmente o no, que la protección de la vida depende de la inscripción en el orden jurídico está condenado al fracaso. Además, los Estados, como territorios delimitados con instituciones jurídico-políticas propias, también precisan de relatos para producir y reproducir un ordenamiento simbólico sobre el que construir un sentimiento de pertenencia y, así, convertirse en Estados nación. Dice Étienne Balibar, siguiendo a Émile Durkheim, que para que el Estado pueda adoptar la forma de un Estado nación necesita apropiarse de lo sagrado, no solo con las representaciones de una soberanía más o menos laicista, sino, sobre todo, «en el nivel cotidiano de la legitimación, es decir, del control de nacimientos, de muertes, etc.»8.

El dispositivo de la ciudadanía cumple ambas funciones: es una formulación jurídica que distingue entre los residentes «legítimos» y los «extraños» y, a la vez, es un productor de legitimidad simbólica de los primeros sobre los segundos que se extiende más allá del plano jurídico. Pensar lo contrario, a saber, que la ciudadanía cumple exclusivamente una función jurídica, sería, en el mejor de los casos, terriblemente ingenuo. Sin embargo, si de lo que se trata es de examinar las formas de exclusión-inclusión de la ciudadanía en nuestro presente, ¿por qué una tercera parte de este libro se dedica a la Atenas del siglo V a. C. y al Imperio romano?

Parece lógico que, antes de dar paso a la exposición, esgrima algunas cuestiones. Para comenzar, creo que es necesario dirigir la mirada a Atenas y a Roma porque no ha pasado tanto tiempo. Me gustaría invitar al lector interesado por la actualidad a tomar un desvío de la ruta principal para luego retomar el camino de la mano de las historias del pasado. Olvidamos con demasiada frecuencia que detrás de una regulación jurídica hay un relato que la constituye y legitima: el mito enuncia una historia, y su institucionalización como herramienta jurídica la fija y la reproduce.

Seguramente la fuerza del mito resida, precisamente, en esto que intuyó Salustio y nos recordó Calasso: estas cosas jamás sucedieron, pero existen siempre9. Por eso es preciso que un texto que pretende aproximarse al funcionamiento de la ciudadanía en nuestro presente se haga cargo de los relatos que permitieron su fundación.

En este libro se entrelazan figuras clásicas —como la de Erecteo, Rómulo o Eneas— con herramientas jurídicas contemporáneas —como la ciudadanía, los procesos de naturalización y el asilo—. Y, no obstante, esta conexión entre pasado y presente no se hace, como se dice comúnmente, porque el pasado arroje luz sobre el presente o porque nos permita interpretarlo mejor, sino porque el caso de la ciudadanía es un excelente ejemplo de la reunión del pasado y el presente en una misma imagen. Los relatos que examinaremos en la primera parte del libro establecen las bases sobre la que se legitima la exclusión sistemática de ciertas vidas, una exclusión estructural que se reproduce en el sistema jurídico.

Para poner a dialogar un conjunto de textos, especialmente si estos pertenecen a épocas y tradiciones diversas, es preciso que estos compartan algunos rasgos. En este sentido, la ciudadanía ateniense, la romana y la contemporánea anuncian una
misma idea, con modificaciones y adaptaciones, pero con un mismo significado. Podríamos decir, en pocas palabras, que la exaltación de la autoctonía que justifica el reconocimiento de la ciudadanía no ha dejado de reproducirse desde las epopeyas de Homero.

El relato de autoctonía de la tradición ateniense instaura una forma de pensar la vinculación con la tierra en la que se habita que perdura hasta nuestros días. Esto no quiere decir que los Estados contemporáneos precisen de un antepasado común para justificar la vinculación de sus ciudadanos y, sin embargo, una forma distorsionada del lazo familiar ha perdurado en el derecho de sangre. La extensión de los lazos familiares a la ciudad, primero, y luego al Estado, propicia una situación poco prometedora para los que tienen que vivir allí sin ser sus hijos. Como sabía Maya Angelou, la ciudad abraza a los extranjeros como una madre abraza a un niño ajeno: con cariño, pero sin demasiada familiaridad10.

Los relatos en torno a la autoctonía de los atenienses, la integración de los pueblos vencidos a través de la ciudadanía romana y la hospitalidad del mundo clásico han dado lugar a fórmulas jurídicas que para nosotros ya son muy antiguas. Si insistimos en denostar la figura de Erictonio o los procesos legales que nos transmite Cicerón como si ya no tuvieran nada que decirnos, como si se trataran de un pasado superado, entonces solo obtendremos una imagen fragmentaria, parcial e insuficiente de lo que quiere decir ser ciudadano de un Estado. Por eso, lo que me gustaría mostrar en las siguientes páginas es que la ciudadanía no es una herramienta jurídica neutral, sino que parte de unos presupuestos cuya comprensión nos puede ayudar a ponerlos en duda.

La ciudadanía es una formulación jurídica que distingue entre los residentes «legítimos» y los «extraños» y, a la vez, es un productor de legitimidad simbólica de los primeros sobre los segundos que se extiende más allá del plano jurídico. Pensar lo contrario, que la ciudadanía cumple exclusivamente una función jurídica, sería ingenuo

En nuestros días, la ciudadanía es la herramienta jurídica que regula el sistema de inclusión y exclusión de un Estado; es un dispositivo inmunitario, diríamos con Roberto Esposito. Sin embargo, a veces parece que somos incapaces de recordar su origen jurídico y tomamos la ciudadanía como un hecho natural poco discutible. La distinción que traza el dispositivo de la ciudadanía entre quién pertenece a un Estado —quién es su ciudadano— y quién no —quién es un extranjero— se nos presenta como un acontecimiento natural e inmutable. Así, pareciera que existen tan solo dos elementos en constante tensión que pueden habitar un Estado: los ciudadanos y los extranjeros, los miembros y los extraños.

Esta diferenciación, desde luego, tiene consecuencias que exceden el marco jurídico e impregnan la esfera social y simbólica. La ciudadanía no solo indica el estatus jurídico de un individuo con respecto a un Estado, sino también la «legitimidad» que se le presupone a su presencia en un territorio.

Asistimos impertérritos a la institucionalización de la exclusión y a la jerarquización de los tipos de vidas porque hemos naturalizado los mecanismos que inscriben la vida en el Estado. Sin embargo, si somos capaces de dudar de la supuesta condición natural de la ciudadanía y de los relatos que la sostienen, quizá podamos pensar otras formas de relación jurídico-política.

En este sentido, que la ciudadanía sea un dispositivo que produce un determinado tipo de subjetividad —el ciudadano— no quiere decir que tenga una estructura inalterable. El dispositivo se reproduce conservando sus mitos, pero también modificándolos y adaptándolos a su contexto. Es precisamente en esos discursos que comparte con ciertos momentos pasados donde también podemos reconocer las variaciones que la ciudadanía ha tenido que realizar para poder conservarse. Por eso, una aproximación arqueológica a la ciudadanía revela su capacidad para adaptarse a diferentes momentos históricos y, a la vez, no ser exactamente algo nuevo.

El siglo pasado, Hannah Arendt insistió en la desprotección a la que se veían condenados aquellos que eran privados de su ciudadanía. Una vez que se constató que los derechos del hombre eran protegidos solo en cuanto aquel era un ciudadano, Arendt insistió en la necesidad de garantizar los derechos del hombre, independientemente de su vinculación con el territorio, si no se quería volver a crear una masa desposeída de derechos11.

La voluntad del reconocimiento de los derechos al simple hombre se topó con los límites marcados por los Estados. Más de setenta años después de su advertencia, seguimos buscando las fórmulas para salvaguardar la vida, con independencia de su estatus jurídico y, a la vez, nos sigue resultando extremadamente difícil concebir el reconocimiento de derechos sin la condición de ciudadano de un Estado. Sabemos que la naturalización de la coincidencia entre el hombre y el ciudadano expulsa del régimen de la persona a todos aquellos que no gozan del estatus de la ciudadanía, pero no parece que hayamos encontrado la fórmula que podría evitar esta desprotección.

El enfoque arqueológico nos puede ofrecer las claves para, una vez que hayamos sido capaces de retirar el pretendido halo de naturalidad que acompaña a la ciudadanía, poder plantear otra gramática que nos permita pensar nuestro presente. En este sentido, poner en duda que «ciudadanía» sea el término más idóneo para ser el concepto-guía de la filosofía política no quiere decir dejar de pensar la comunidad, sino ser capaces de imaginar la discusión con otros términos.

La cuestión del acceso a la ciudadanía, y a la protección jurídica que esta ofrece, no puede ser un debate agotado y superado porque es un debate que, en cierto sentido, ni tan siquiera ha tenido lugar. Por eso espero que estas páginas animen al lector a sospechar de cualquier discurso que tome la ciudadanía como un hecho natural innegociable, una cuestión de sangre e identidad, y lo exhorte a imaginar otras formas de relación con el Estado.

Referencias

1 Cicerón, «Verrinas», en Discursos, vol. II, Madrid, Gredos, 1990, V, 162.

2 Hch 22,25. Otras dos veces aparece en los Hechos de los apóstoles la referencia a la ciudadanía romana de Pablo: Hch 16,37; 23,27.

3 Cf. A. Piñero, Los libros del nuevo testamento, Madrid, Trotta, 2021, pp. 87-88; G. Barbaglio, Pablo de Tarso y los orígenes cristianos, Salamanca, Sígueme, 1992, pp. 33-47.

4 2 Cor 11,24 ss.

5 Cf. R. Samaddar, The Marginal Nation: Transborder Migration from Bangladesh to West Bengal, Nueva Delhi, Sage Publications, 1999.

6 L. Ferrajoli, Derechos y garantías. La ley del más débil, Madrid, Trotta, 2010, pp. 96 ss.

7 R. Sennett, El extranjero, Barcelona, Anagrama, 2014, pp. 61-63.

8 É. Balibar, Nosotros, ¿ciudadanos de Europa? Las fronteras, el Estado, el pueblo, Madrid, Tecnos, 2003, p. 47.

9 R. Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Barcelona, Anagrama, 2019.

10 M. Angelou, Yo sé por qué canta el pájaro en la jaula, Barcelona, Libros del Asteroide, 2018, p. 13.

11 H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2006, p. 413.

F+ El mito de la ciudadanía

Un comentario en “F+ El mito de la ciudadanía

  1. Me encanta esta entrada. La leí anoche y recordé lo mucho que me gusta leer Filosofía y lo poco que lo hago últimamente. Es bueno destacar que el nivel español en la materia es bastante elevado y cuenta con gente activa y destacada.

    No conocía a Irene Ortiz, espero poder leer algo de ella con más profundidad y extensión. Aunque, dado que a mi me gusta leer en papel y no en pantallas y que hace tiempo que no voy por la biblioteca, es difícil que se de la oportunidad.

    Como anécdota comentar que, los citados en el inicio, José Luis Villacañas y Francisco Jarauta, fueron profesores míos en la facultad. O yo fui alumno suyo, tanto da. Me ha gustado comprobar que siguen activos y en la brecha.

    Gracias por el artículo.

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