Extractos – Enrique Martínez Lozano
Por Enrique Martínez Lozano«Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible»
El monoteísmo ha tendido a presentarse a sí mismo como la forma de religión más “elevada”; como si, con él, se hubiera alcanzado el culmen de un proceso religioso que fue dejando atrás formas más “primitivas” como el animismo o el politeísmo.
La afirmación de la fe en “un solo Dios” parecía hacer más justicia a la Trascendencia y Unicidad divinas, y generar un comportamiento ético de mayor altura y compromiso.
Sin embargo, son crecientes también las voces que tienden a señalar la potencial intolerancia que se encierra en las llamadas “religiones abrahámicas”.
No sólo porque, como ha escrito algún filósofo actual, el Primer Testamento es un libro que destila sangre en casi todas sus páginas ―para el jesuita Norbert Lohfink, uno de los biblistas contemporáneos más reconocidos, la Biblia es «uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial»―, sino porque la afirmación misma de “un solo Dios” ―hecha desde un nivel mental de conciencia― hace coincidir a ese supuesto “Dios único” con “el nuestro”. La conclusión salta a la vista: en cuanto el ego (sea individual o colectivo; en el segundo caso, se autoproclamará “pueblo elegido”) se apropia de Dios, ya ha generado un ídolo tan falso como peligroso.
Es sabido que una característica central del nivel mítico de conciencia, en el que nacen las grandes religiones, es justamente el etnocentrismo. Y es igualmente conocido que, mientras nos reduzcamos al nivel mental, todo lo pensado es objetivado y separado.
Como justa consecuencia, al nacer las religiones monoteístas, Dios aparece con dos rasgos que vienen a definirlo: es separado y es del propio pueblo (“nuestro Dios”).
A partir de ese mismo momento, a los fieles les acecha un doble riesgo: el de vivir, en el sentido etimológico de la palabra, alienados ―volcados en un Ser separado de ellos― y el de proyectar sobre Dios, a partes iguales, antropomorfismo y etnocentrismo. El “Dios” así resultante es un Individuo separado, que no tiene rival y que nos ha elegido a nosotros como pueblo, por encima y con preferencia sobre los demás. Se han asentado, inadvertidamente, las bases de toda intolerancia: quien vaya en contra del propio pueblo, va también contra Dios.
¿Dónde se encuentra la trampa de la afirmación teísta? En el carácter mental y mítico de la misma, tal como acabo de señalar. Una cosa es el “Uno”, Misterio inefable que no puede ser pensado, porque no puede ser delimitado, y otra bien diferente el “Uno separado”, pensado forzosamente como Individuo.
Con todo, el núcleo de la trampa radica justamente en la apropiación ―tan característica del ego―, que lleva a creer que Dios es “de los nuestros” y que posee los rasgos que nuestra religión le atribuye.
Con lo dicho, queda claro que la afirmación que venimos tratando puede tener otra lectura, desde el nivel transpersonal de conciencia y su correspondiente modelo no-dual: «Creemos en un solo Dios», es decir, vivimos en la Adhesión confiada al Misterio de Lo Que Es y Somos, reconociéndonos en la Mismidad de lo Real, que se expresa en estas formas concretas, sin separación.
En este nivel, no cabe la apropiación, porque el Misterio es inapresable y porque, en la no-dualidad, no hay lugar para ningún tipo de exclusión. ¿Cómo podría excluir al otro ―o incluso compararme con él―, si ese otro es no-separado de mí y es también expresión del mismo Misterio? Nos hallamos en un nivel “espiritual”, que trasciende las religiones, abrazándolas.
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No es extraño que la religión haya entrado en crisis. El planteamiento religioso tradicional conducía a aporías, que entraban en franco contraste con la conciencia moderna. Aquel idioma dejaba de ser coherente para nosotros y provocaba la emergencia de un nuevo paradigma: el paradigma de la espiritualidad, caracterizado por un nivel transpersonal (transegoico) de conciencia y un modelo no-dual de cognición.
Descubierta la ficción de un yo que se arrogaba nada menos que el estatus de nuestra identidad última, ¿quién necesita la religión? Es Cierto que seguirá vigente mientras perdure nuestra identificación con el yo. Pero la simple vislumbre del nuevo nivel de conciencia hace que todo quede replanteado de un modo radical y absolutamente novedoso.
Era sólo el yo (la mente, con su característico dualismo) quien se imaginaba el Misterio de lo Real como un Ser separado, dotado del poder absoluto que el propio yo echaba tanto de menos.
Con la crisis del yo, venimos a descubrir que la pregunta primera no es: ¿qué significa “Omnipotente”?, sino, ¿qué queremos decir cuando decimos “Dios”? El final de la idea de un Dios-Individuo significa también el final de no pocos pseudoproblemas nacidos del modelo mental.
El Misterio de lo Real, Lo Que Es, trasciende definitivamente nuestra capacidad de pensarlo y todas nuestras categorías mentales: Padre, Todopoderoso, Creador… los percibimos como conceptos contaminados por la pretensión mental de atrapar su contenido.
Ninguna categoría mental será nunca ajustada para hablar de Lo Que Es. Somos invitados a acallar la mente y entrar por un camino de adoración asombrada que nos permita crecer, simultáneamente, en comprensión y compasión. Es el camino de la espiritualidad, que abraza a todos, porque respeta pero no absolutiza ninguna de las fórmulas que nuestra mente pueda llegar a emplear. En el Misterio, que es “Más” que todas nuestras formulaciones ―un “Más” siempre abierto e ilimitado―, no sólo nos encontramos con todos y con todo, sino que nos re-conocemos, empezamos a percibir nuestra Identidad más profunda.
Para concluir este parágrafo, me gustaría señalar que, frente al obsoleto positivismo científico ―que, negando la visión profunda o espiritual de la realidad, tanto ha empobrecido al ser humano occidental―, la ciencia moderna apunta también, invariablemente, hacia un “Más”… Sin confundirse, espiritualidad y ciencia parecen converger.
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Todas las mitologías parecen entender el carácter polar de lo real: una cara de la realidad es lo material, todo aquello que podemos tocar y medir; la otra es la dimensión “oculta”, velada a los sentidos y a la mente. Pero ambas caras no corren paralelas; ni siquiera se hallan separadas. Es la misma y única Realidad ―Lo que es, es Todo y es Uno― en su doble aspecto: lo que se despliega en el tiempo es el Misterio único; lo que se manifiesta es lo Inmanifestado.
Cuando separamos ambas dimensiones, caemos en el dualismo fragmentador, característico de la mente. Cuando negamos el Misterio, desembocamos en la “superficialidad chata”, incapaz de dar razón de lo que es.
A poco que prestemos atención a la vida y hayamos desarrollado una actitud contemplativa capaz de admirarse ante el despliegue de lo real, es probable que terminemos asintiendo al Misterio que, aunque inefable, todo lo llena.
Y en la medida en que podemos silenciar la mente y adentrarnos en el Silencio elocuente ―la “soledad sonora”, de Juan de la Cruz―, vamos percibiendo que el mismo Misterio constituye el núcleo de nuestra identidad más profunda, porque es el constituyente último de todo lo real. A partir de ahí, su Presencia se nos hace imposible de evitar y saboreamos lo que es vivirnos en ―como― Él.
En esa misma medida, todo lo que existe se convierte en transparencia del Misterio, la realidad entera es elocuente ―como han descubierto siempre los místicos y los poetas― y todos los seres nos traen un “guiño” de la Divinidad. Todo, sin excepción, es expresión de su Rostro.
“Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible”… Una vez superado el dualismo mental, podemos reconocer la inseparabilidad de Dios y su creación, resolviendo así aquella primera aporía ―la de que, después del acto creador, hubiera “más” realidad que antes― y dejándonos adentrar en el Misterio sin fisuras de lo Real.
Dios y la creación no son sino los dos aspectos de la Realidad Una, que no se confunden ―la superación del dualismo no conduce al panteísmo―, pero tampoco pueden separarse (nada más que en nuestra mente), en una admirable No-dualidad.
Según la mitología bíblica, en el Presente estamos naciendo de Dios, “a su imagen y semejanza”, es decir, sin ningún tipo de distancia ni separación. Ahora mismo ―en cada Ahora― venimos a reconocer nuestra verdad más honda cuando nos percibimos a nosotros mismos, junto con toda la realidad, naciendo de Dios. Ante ello, nuestra mente se detiene y fácilmente entramos en adoración silenciosa. Al acallarse la mente, el yo ―como entidad separada― se desvanece y emerge nuestra Identidad más profunda, la que trasciende las “formas” mentales y materiales.
Si permanecemos en ella, creceremos progresivamente en desapropiación del yo, saliendo de la ignorancia y el sufrimiento que van siempre asociados a la identificación con él, y Dios mismo podrá expresarse en nosotros.
Más allá de las diferencias ―aunque sin negarlas―, el modelo no-dual nos lleva a reconocer la Unidad básica de todo, en una imagen holográfica, en la que cada parte está en el Todo, y el Todo se halla en cada parte. Se acaban, por tanto, las divisiones, separaciones y descalificaciones: todo está en cada uno de nosotros, en cada uno de los seres. “En el principio” ―Ahora, en el Presente atemporal―, todo sin excepción está naciendo de Dios y muestra a Dios.