“No creas conveniente actuar ocultando pruebas, pues las pruebas terminan por salir a la luz”, decía Bertrand Russell. Y es que, al final, la verdad suele imponerse, así que ¿por qué esperamos para contarla? La honestidad nos ahorra tiempo, problemas y malentendidos a todos.
El buen uso de la honestidad y de la integridad deja claro lo que permitimos y lo que no, lo que nos parece correcto y lo que no, así como lo que estamos dispuestos a soportar y aquello con lo que no transigimos. Higieniza las relaciones y facilita la convivencia.
El desgaste de ocultar la verdad
La sinceridad suele verse como un valor admirable, pero incómodo. Decir la verdad, especialmente en situaciones tensas, puede generar ansiedad, temor al rechazo o incluso un conflicto. Educados para intentar encajar y no molestar a los demás, muchas veces recurrimos a las mentiras piadosas como una balsa de supervivencia por miedo a no ser aceptados o para no incomodar a los demás. De hecho, en ocasiones incluso podemos llegar a convencernos de que esos engaños están justificados para evitar que la otra persona sufra o para sortear un desencuentro.
Así podemos mantener relaciones que han caducado emocionalmente hace tiempo, solo por temor a dañar a la otra persona. O podemos apoyar a alguien, aunque seamos conscientes de que su decisión no es la más acertada, solo porque no queremos apagar su ilusión. También podemos decir lo que otra persona desea oír, aunque no sea completamente cierto, solo para mantener la paz y no enfrentarnos a discusiones incómodas.
En otras ocasiones, escondemos la verdad porque no estamos preparados para asumir sus consecuencias o ni siquiera para hablar de ello. Nos arrojamos el derecho de decidir el momento oportuno, ese momento en el que nos sintamos listos psicológicamente y no nos percibamos tan vulnerables.
De esta forma, cada día podemos vernos involucrados en múltiples las situaciones en las que aplicamos una honestidad a medias. Sin embargo,las medias verdades acaban convirtiéndose en grandes mentiras. Son como máscaras que nos vamos poniendo, hasta que llega el punto en el que no nos reconocemos al mirarnos al espejo.
Ir por el mundo alienados solo generará insatisfacción interior. Pensar una cosa y decir otra termina distanciándonos de nosotros mismos. Y si no somos capaces de sintonizar nuestros pensamientos y deseos con nuestras palabras y acciones, tampoco seremos capaces de crear relaciones profundas y significativas. A la larga, todos viviremos en una gran mentira.
Cuando las medias verdades – o medias mentiras – se instauran simplemente malgastamos tiempo de nuestra vida. Como si de un baile de máscaras permanente se tratase, no logramos conectar a un nivel profundo porque nadie muestra su verdadero “yo”. Así corremos el riesgo de malgastar nuestro tiempo con personas que no conocemos realmente y que no nos conocen.
La sinceridad empieza por uno mismo
La ciencia ha revelado que la honestidad requiere tiempo. O sea, en situaciones en las que tenemos algo que ganar o algo que perder, nuestro primer impulso suele ser mentir. Necesitamos detenernos un momento para reflexionar y detener esa respuesta automática.
Hay muchas voces internas que refuerzan nuestros miedos e impulsos, por lo que si queremos ser sinceros (sin caer en el sincericidio), necesitamos reconocer esos obstáculos que nos impiden hablar y actuar con autenticidad.
Todos esos universos psicológicos internos – desde el miedo al rechazo hasta la preocupación por lo que los demás piensen de ti o incluso el temor a la confrontación – son las primeras barreras que debemos sortear para ser honestos. Por tanto, es importante que hagamos un ejercicio de introspección para preguntarnos qué nos impide ser auténticos.
Debemos ser conscientes de que no siempre tenemos que cumplir con las expectativas de los demás. Las relaciones maduras y desarrolladoras son aquellas en las que las expectativas se dejan claras y las necesidades se dialogan. Cuando mentimos para no decepcionar, nos traicionamos nosotros mismos.
Ser honestos, aunque incómodo en el momento, puede simplificar bastante nuestra vida y la de los demás. Basta imaginar esos malentendidos que podríamos haber evitado con un simple “eso es lo que pienso” o “así me siento”. La sinceridad es una inversión emocional que, si bien puede tener un “costo inicial” (entiéndase un desacuerdo o una conversación difícil), a largo plazo nos ahorra el esfuerzo de mantener narrativas ficticias y tener que lidiar con los efectos secundarios de no haber sido claros desde el principio.
Por supuesto, en un mundo donde priman las apariencias y las mentiras campan a sus anchas, ser sinceros puede causar algún que otro impacto o sorpresa. Sin embargo, a la larga merece la pena porque creamos un círculo virtuoso en el que cada quien se siente más cómodo para expresarse tal cual es. La verdad crea escenarios más realistas y significativos para estrechar lazos con quien realmente importa.
A medida que somos más sinceros, nuestras acciones están cada vez menos dictadas por el deseo de ganar la aprobación de los demás. A medida que comenzamos a vivir más honestamente, descubrimos que abre la posibilidad de que quienes nos rodean hagan lo mismo. No hay un objetivo más valioso que empezar a llevar una vida exterior que esté totalmente en sintonía con nuestra vida interior.
Referencias Bibliográficas:
Rosenbaum, M. et. Al. (2014) Let’s be honest: A review of experimental evidence of honesty and truth-telling. Journal of Economic Psychology; 45: 181-196.
Shalvi, S. et. Al. (2012) Honesty Requires Time (and Lack of Justifications). Psychological Science; 23(10): 10.1177.